de los CUENTOS y las POESIAS de DANIEL FUSTER
imagen: salida al mar. Piedrabuena, S.Cruz - Argentina
domingo, 6 de enero de 2019
viernes, 19 de enero de 2018
APARECIDA
Hay en la foto de la tapa y contratapa del libro una cierta atracción.
El celeste del cielo y el azul del mar y una mujer caminando por la arena, el
hombro derecho un poco más arriba, y la cabeza apenas ladeada observando quizás
una embarcación. La fotografía no logra que los brazos y las piernas pierdan
esa cadencia que da el caminar con placer.
Una imagen que cruzada por erráticas líneas definen cierta
antigüedad de la foto, y el título del libro simple, pero inquietante.
Novela biográfica pero también con un amplio contenido de
ficción, porque está sostenida por los recuerdos, los de la autora y los de las
personas cercanas a Marta Taboada, la protagonista y madre de quién escribe, y
no son acaso los recuerdos una verdad a medias, o una verdad deseada y
modificada por el deseo y la esperanza, o es una verdad que irrumpe desconocida
y sin precaución, insolente, inclemente.
Aparecida es una novela realista, dura, y también emotiva,
donde la realidad de aquellos años 70 siguió cobrando víctimas con el paso de
los años en los descendientes, en sus memorias y en sus presentes, en los HIJOS
de una sociedad argentina maltratada y despreciada por quiénes se creyeron
dueños de la vida y además de la muerte.
Marta Taboada resultó APARECIDA después de 35 años de no estar,
de saber y de no saber, años de búsquedas e incertidumbres, unos pocos huesos, una polera sin mangas, un
parte diario de un grupo de tareas, una esquina en Ciudadela, y un puñado de balas.
miércoles, 16 de agosto de 2017
EL SUEÑO QUE EL HOMBRE SOÑABA
El hombre se revolvía en la cama desde hacía un rato, sin
embargo cuando la mujer encendió la luz del velador vio que dormía. No era un
ronquido lo que emanaba de la boca del hombre, eran vibraciones de sus deseos. El
hombre soñaba.
La mujer bebió del vaso de agua que estaba al lado del
velador, luego apagó la luz y volvió a taparse, se ovilló junto al hombre,
cerró los ojos y enseguida entró en el sueño que el hombre soñaba. Ahora la
mujer se movía en la cama como también lo hacía el hombre, compartía el sueño
del hombre. El cuerpo del hombre estaba caliente cuando la mujer entró en su
sueño, y se mantuvo así mientras ella seguía a su lado durmiendo y soñando el
sueño del hombre.
El hombre soñaba una montaña, pisaba rocas, resbalaba. Un
perro ladró y cuando el hombre lo escuchó ladrar, no supo si era su perro o un
perro del sueño que soñaba. La mujer en cambio no tuvo dudas. Era el perro del
hombre que por las noches soñaba ladrones en el patio de la casa. Los minutos pasaban rápidos en la habitación y los segundos
pasaban lentos en el sueño del hombre.
El hombre sabía que la mujer andaba por los rincones de su
sueño, y un resabio de algo que no lograba mensurar lo intrigaba. La mujer que estaba
pegada al hombre en la cama fuera del sueño, esperaba que el hombre la encontrara
dentro del sueño, sin embargo el cuerpo caliente del hombre era frío en el
sueño. De pronto el hombre tiritó en el sueño y tembló con espasmos en la cama
haciendo salir a la mujer de su sueño.
La mujer sentada en la cama al lado del hombre que soñaba sintió tristeza.
El aire de la habitación era frío y miró el despertador. Todavía faltaba una
hora para levantarse. Intentó soñar pero no podía ingresar al sueño que el
hombre soñaba. Era como si el sueño, o el hombre, o tal vez ambos se hubiesen
marchado de la habitación.
Afuera el perro volvió a ladrar ladrones.
martes, 25 de julio de 2017
¿despertar? ¡despertar!
Desocupados - Antonio Berni
La cosa es más o menos así. En
el momento menos pensado te cae como un piedrazo un pensamiento brillante. Pero
esto precisamente ocurre cuando todavía estás un poco dormido. O quizás puede
ser que estás demasiado cansado y durmiéndote mirando el techo en medio de la lúdica
oscuridad de tu pieza y sonreís estúpidamente. Nadie puede verte y la atmósfera
donde estás sumergido contiene cierta extrañeza, no hay sonidos, el tiempo
pasa, eso es casi seguro, hay cierta certeza de que los minutos corren, pero
vos estás regido por otras leyes que modifican la realidad, tu duermevela se
parece mucho a dos personas que están haciendo el amor, y lo sensorial es estupendamente
placentero. Cómo explicarlo. Hay lucidez
y entrega, relajación y claridad, pero basta un instante para que todo se
escabulla como una brisa rápida y esquiva y te quedes ahí acostado, sentado o
de pie sin saber que hacer, como si alguien hubiese hurtado un momento feliz de
tu vida. Hay algo de melancolía y desasosiego en tu forma de esperar encontrar
lo que tenías hasta hace solo un momento. Pero finalmente comprendés que no vas
a poder dar con ello, y como un chico que esperaba un tren eléctrico y ha
recibido una caja de lápices de colores, suspirás y mirás a nadie, porque estás
solo con tu tristeza y vas a lavarte la cara. La puerta cruje un poco cuando se
cierra confirmando que todo se ha perdido en algún lugar de tu cerebro, que
cada ruido que escuches, que cada palabra que digas, que cada acción que
ejecutes son pasos ineludibles que te alejan y distancian de aquello que te
hacía sonreír tontamente sin saber que era. Y cuando te mirás al espejo y ves a ese hombre con
el pelo revuelto, la cara marcada todavía por los pliegues de la almohada y los
ojos muy abiertos, pensás que es otra piedra que cae haciendo ruido, una piedra
que no trae nada brillante, sino una que hay que llevar a trabajar dentro de un
rato, una piedra que saldrá como otra mochila que llevás al hombro, que
esperará en el andén una formación de trenes a la que pueda subirse, una piedra
que será empujada y que empujará a su vez, una piedra que intentará buscar un
mínimo espacio entre los codos, las carteras y las mochilas, las panzas y los
brazos, una piedra que no tiene forma de piedra pero que es dura e indiferente
a tu persona.
sábado, 17 de junio de 2017
LA NOCHE ESTRELLADA
"La noche estrellada" de Vincent van Gogh
Anoche se puede
decir que me desmayé en la cama mientras leía. Hubo un momento en el que me
recuerdo despierto, y después nada. Hay olvido, cierta confusión y un precavido dolor en la nuca debido a la posición en la que me
dormí, las almohadas una sobre la otra, el cuello exigido y torpe en una
torcedura contra el cabezal de la cama. Fue como una sorpresa
encontrarme así, mirar el reloj y darme cuenta que eran las dos de la
madrugada. No fue una buena noche,
aunque tampoco podría decir lo contrario, fue más bien una noche diferente.
Recuerdo trozos del sueño que tuve y en el que estabas. Es que ayer pasé por donde vivías, y quizá todavía vivas. Perdí
la cuenta del tiempo que hace que no te veo, perdí también parte de los rasgos
de tu rostro, evito buscarte en las redes sociales, prefiero el recuerdo, la
imagen que construí de vos, la de aquella risa y el color de tus ojos, el abismo celeste que
se encendía cuando lográbamos encontrarnos íntimamente.
Caminé por la
Avda. de Mayo contento, en realidad me llevó la necesidad de conseguir una
medicina que solo parecía encontrarse en una farmacia de esa zona. Me hallé
sonriendo tontamente ante la paradoja de ir a buscar una droga y descubrir que
esa droga solo se hallaba donde vos vivías. En el sueño conversábamos y a medida
que lo hacíamos yo descubría con tristeza la distancia de tus palabras y la de
tus movimientos, olvidé como fue la despedida. Hubiese deseado que en ese sueño
al menos hiciésemos el amor, hubiese querido cruzarme con vos en aquellas
cuadras, que me salieras al paso, te imaginé charlando en una mesa de los
tantos cafés y bares de la avenida mirando lánguidamente por la ventana.
Recordé a la Maga y a Oliveira de Cortázar, "... Andábamos sin buscarnos
pero sabiendo que andábamos para encontrarnos...", sin embargo cuando me fui
a tomar el tren y regresar, un chico tocaba una melodiosa música con su bajo
sentado en un banco de la estación, y en lugar de nostalgia y tristeza, sentí
un placer extraño que se parecía mucho a la tranquilidad, y me sentí a gusto
ahí de pie yéndome y a la vez no.
La realidad del
tren con sus ruidos, olores y empujones no logró quitarme esa sensación, ya
ves, ni a la noche que soñé contigo, ni hoy en esta madrugada mientras escribo
y aún sabiendo que otras manos habrán bailado con tu cintura y que tal vez otro cuerpo
habrá dormido junto al tuyo. Ninguna cosa que piense o imagine logra evadirme
de ese dulce recuerdo, ya ves, y me pregunto porque será, y recuerdo que estaba la noche estrellada.
domingo, 4 de junio de 2017
FLORES Y CORONAS PARA ANA MARIA
Cercanos al día del escritor aprovecho para contarles y compartirles sobre lo que estoy escribiendo.
Hacia finales del año 2015 a mamá le diagnosticaron un tumor en el hígado, el doctor nos dijo que se iba a morir, recuerdo el momento. Era una mañana con mucha luz natural colándose por los ventanales del hospital. Estábamos en el pasillo cerca de la habitación de Ana María, y cuando el doctor comenzó a hablar mi hermana se fué con la excusa de ayudarla, no quiso escuchar. Unos meses dijo el doctor, había algo que hacer, nada, medicada y entubada quizás prolongarle la vida algún mes más. Pensé que lo mejor era que volviera a su casa, mi hermana estuvo de acuerdo. Y así transcurrieron casi diez meses del año 2016 hasta que en octubre Ana María falleció. Durante ese tiempo la tristeza por momentos se alargaba y luego remitía, yo andaba agotado física y mentalmente, los viajes entre Buenos Aires y Bahía Blanca, la incesante y necesaria rotación de las enfermeras. El avance de la enfermedad le iba paulatinamente minando las fuerzas y las libertades del cuerpo hasta casi postrarla, mientras la mente perseveraba ágil e inteligente y reptaba por crucigramas y montones de novelas, hasta que hubo que aumentarle la dosis de medicamento por los dolores y le afectó la vista, y los ojos se le escaparon del centro habitual y comenzó a usar anteojos oscuros. Pero Ana María no se doblegaba, para ella eran circunstancias que había que superar, e increíblemente las superó. Disfrutamos de extensas conversaciones pero también de mansos silencios. Mi familia también pudo cada uno a su manera estar con ella, y en esos momentos yo “espiaba” desde un lugar de privilegio como Ana María se alegraba y pensaba cómo podía ser posible, porque ella tenía que saber que tenía fecha de vencimiento. La otra parte de la historia de esta novela que estoy terminando tiene que ver con mi hermana, que siempre vivió con Ana María, y que no pudo formar una familia o encontrar su independencia. Ella perdió muchas cosas con la muerte de mamá, y la soledad comenzó a hacer mucho ruido en aquella casa de calle Casanova al 500 de Bahía Blanca, y entonces hubo que internarla. De esto hace casi tres meses. Nos vemos seguido, voy a la clínica, charlamos casi siempre de los mismos temas mientras tomamos unos mates. Ella todavía no puede salir libremente. Sé que la recuperación de mi hermana va a ser lenta y he comenzado a aceptar la vida como viene dándose, es mucho el esfuerzo algunas veces por sonreír.
FLORES Y CORONAS PARA ANA MARIA, título de la novela que estoy terminando, tiene que ver con una imágen, que fué la ausencia de las flores y de las coronas habituales que suele haber en los velorios. La escritura es mi objetivo diario, ver el cursor titilar en la pantalla, o el cuaderno apoyado en la mesa, el teclado o la birome aguardando, los momentos en blanco suelen ser muchos, pero cuando el teclado realiza su característico ruido o la biorme garabatea el cuaderno, se respira, cuando se termina esa página o acaso unos pocos renglones y cierro el archivo o guardo el cuaderno, me siento mejor y soy además un poco feliz. Por eso celero el día del escritor desde estas palabras y para ser compartidas.
(extracto) La mañana que llevan a Ana María al cementerio hay sol y sopla el viento. Cuatro hombres pulcramente vestidos ingresan al ambiente donde nos encontramos, apenas son las nueve. Se detienen a solo unos pasos del cajón y nos miran. Yo los miro y luego miro a mi alrededor. El silencio de los que ahí estamos es tangible, alguien tose para romperlo y de alguna manera asiento con un pequeño gesto de la cabeza al grupo de hombres. Entonces un par de ellos salen y vuelven con la tapa del féretro. Miro a mamá que parece dormir, hay serenidad y una sonrisa suave en su rostro de cera. Miro los zapatos lustrados de los hombres, los trajes oscuros, sus moños color morado. Los hombres se ubican cada uno en un extremo y colocan la tapa. El líder del grupo mira a su alrededor, recoge el único ramo de flores que hay y lo coloca sobre la madera lustrada. Salen. La rapidez con que han hecho todo ni siquiera nos da margen para la lágrima, mientras advierto que a partir de este momento solo voy a verla a mamá en las fotos.
viernes, 12 de mayo de 2017
CULPA
Es inevitable volver a los hechos pasados, a pensar,
a recordar, a buscar motivos, y a no encontrar respuestas.
Es inevitable sentir culpa, y después de
sentirla, de decir hice todo lo posible, después de intentar convencerte, no
poder lograrlo.
Con mi hermana charlamos cada vez más,
también eso es inevitable. Antes nos veíamos una vez al mes, en ocasiones
menos, ahora nos vemos cada dos días. Las charlas se desarrollan sin riesgos
buscando la temática de siempre, que hiciste, como estás, que hay de almorzar o
que comiste según sea la hora de la charla. Las otras internas pasan delante de
nosotros y me miran, algunas que ya me conocen me saludan, también me saludan
las enfermeras y los administrativos de la planta baja.
Es inevitable sentir culpa cuando mi hermana
me dice Dani no aguanto más, acá de a poco me estoy muriendo, y entonces pienso
en uno de aquellos días en los que me gritaba su locura y los ojos se le
volvían negros como los de las películas de terror y me escupía “estoy loca”.
Es inevitable sentir culpa cuando me iba de Bahía Blanca, y les decía vuelvo en dos semanas.
La vida a pesar de todo sigue, algunas veces
me molestan las risas de la gente, otras veces esas risas son la cuerda para
salir de esta culpa.
Ya no me sirven las palabras amables, los
gestos de apoyo, y que quizá después de mucho andar la obra social pague lo que
no quiere pagar, no me sirve que me digan que hice mucho más de lo que
cualquiera podría haber hecho viajando durante año y medio a Bahía Blanca cada
dos semanas, acompañando a Ana María, tolerando los estados de ánimo de mi
hermana, viendo a una ir muriéndose poco a poco, y viendo a la otra triste a
veces, eufórica otras.
Nada me sirve, la culpa sigue ahí incluso
cuando entro con ella a terapia para abandonarla, incluso cuando salgo de la
sesión pensando que ya no la siento. La culpa está, es mía, es de ella, es de
nuestros padres, ¿seremos la culpa de nuestros hijos?
Es inevitable sentir culpa. Así me siento,
culpable, luchando contra ese sentimiento y esperando el llamado del Doctor que me diga que ella está mejor y que después de dos meses va a poder salir unas horas.
Así me siento, aguardando que la culpa me
abandone. Convencerme que hice lo que pude y no deseando estar pasando por lo
que estoy pasando. Culpable de que mi hermana esté cuidada pero
encerrada, y yo, libre pero también de alguna forma encerrado. Y escuchándola
ayer y quizá hoy diciéndome: “Vivo porque vivo. Mi vida no tiene sentido”.
miércoles, 19 de abril de 2017
UN MUNDO FELIZ
Me gustaría
escribir otra cosa, pensar en otra cosa, hablar sobre otra cosa. Pero no puedo.
Me paso contando los días, las semanas, y los meses. Desde que Ana María se
murió pasaron tantos meses. Desde que mi hermana se volvió loca pasaron tantas
semanas. Relaciono una muerte con otro tipo de muerte, la muerte de la
normalidad de mi hermana. Voy tres o cuatro veces por semana a la clínica
psiquiátrica donde mi hermana se encuentra internada. Estoy un rato con ella, siempre
tomamos mate, la escucho, cuenta poco, a mí me cuenta poco, pero cada tanto
libera en palabras ese mundo terrible que la acosa mientras otra interna de la
clínica se va desnudando delante de mí sin que nadie la mire, sin que nadie la
vea, ella hace un desnudo solo para mí, eso veo en sus ojos mientras a mi lado
mi hermana habla y habla ajena a lo que ocurre. Este es parte de mi nuevo
mundo. El beso de otra interna que tiene retraso mental. La sonrisa lasciva de
otra que abre mucho los ojos. La mujer del labio caído. Un mundo enfermo. Un mundo
triste y sorpresivo que no se cansa de golpear mis pensamientos y mi descanso,
que tensa mis músculos y deforma mis palabras y me obliga cada tanto a correr
con furia. Otra cosa es lo que preciso. Creer que todavía puede ser posible
recuperar ese andar mío con pausas y sonrisas, mirando a la gente que va y que
viene por la ciudad, sonreír con las lecturas que descubro y que no me han abandonado,
y detenerme a sacar fotos que necesito mirar una y otra vez y compartir con quién
quiero, volver a ser yo, besar y amar, soñar. Otra cosa, saber que en algún
lugar, en algún momento todo va a terminar. Vivir un poco mejor. No así. Vivir un
mundo feliz.
jueves, 30 de marzo de 2017
HACE 35 AÑOS
Tomo
esta foto con la que acompaño el relato de hoy mientras voy camino del trabajo.
Casi siempre me bajo del colectivo unas cuadras antes porque me gusta caminar. Mi
trabajo queda cerca de la Plaza de Mayo, cruzo por el frente del asentamiento
de mis ex compañeros de 1982, un poco más adelante y enfrente, las paredes de
granito del Ministerio de Economía muestran los rastros de la revolución del
55. La fachada de la Casa Rosada observa indiferente.
Hace 35 años mi abuela vivía y cada
tanto almorzaba con ella en el intermedio de las clases de la universidad. Yo
estudiaba en la Universidad Nacional del Sur (en Bahía Blanca) la carrera de
Ingeniería Civil. El año anterior había hecho el servicio militar y me habían
dado la baja recientemente, lo pasaba bien estudiando y en ese
entonces estaba de novio. El primer recuerdo que tengo de aquella guerra es el
de unos compañeros conversando en la clase del profesor Romanelli, decían que
habíamos recuperado las islas Malvinas y había cierta euforia en sus palabras.
El día 6 de abril a medianoche, un soldado tocó el timbre de casa, la nota que me entregó decía que tenía que
presentarme al día siguiente en el batallón donde había hecho la colimba. Me
presenté y no volví a mi casa hasta bastante después de finalizada la guerra, corría
el mes de julio de 1982.
Todo
es historia en estas pocas cuadras alrededor de la Plaza de Mayo, como el
asentamiento de los ex combatientes, como yo caminando por acá el día de hoy,
como los agujeros en el granito del bombardeo del 55.
Mi
abuela murió y yo la recuerdo con afecto y cariño. Me recibí de ingeniero y
también recuerdo esa época de estudio con alegría y satisfacción.
Mis
ex compañeros de 1982 como yo formamos parte de una guerra. Así nos recuerdo. Así quiero que nos recuerden. Han pasado muchos
años desde aquella época, creo que ya es tiempo de que así sea.
miércoles, 22 de marzo de 2017
EN LA GUARDIA DEL HOSPITAL PENNA
El
tiempo está demorado en las caras dormidas de la gente, y también se detiene en
el silencio del pasillo durante la madrugada. El tiempo no pasa acá en la
guardia psiquiátrica del Hospital Penna.
Pareciera
que hasta las urgencias y los accidentes dejaran de ocurrir, ni siquiera los
ronquidos de Sergio o sus gritos cuando está despierto, ni siquiera el andar
minúsculo de la señora Castro escapándose con su bolsito de mano por la puerta
principal mientras los guardias toman mate, ni siquiera la presencia del psiquiatra
modifica las cosas.
Mi
hermana gira y gira en la cama y cada tanto me pide agua y dice que la van a
asesinar si se duerme. Quién podría dormir así. Sergio en la habitación de al
lado aporrea el tabique mientras mi hermana sigue dando vueltas en la cama. Dormite
que son las tres de la madrugada!, le exijo, le grito con mi agotamiento, con
mi nerviosismo, con mis ganas de no estar ahí al pie de su cama viéndola decir
cosas que no tienen sentido, viéndola que no puede abrir los ojos por la
medicación, viéndola ir al baño apoyada en mí. Dormite!, vuelvo a gritarle.
Hay dos
realidades, la de ella en la que unos
hombres la persiguen y quieren matarla, y la mía que tengo que reflexionar para
estar seguro de cuál es la verdad, de qué está ocurriendo. Sin embargo hay una
consecuencia común en ambas realidades, quién podría dormir así. Quién.
martes, 21 de febrero de 2017
HORMIGAS
dibujos de Franz KAFKA
En esta ocasión fueron las hormigas. Llegaron
a la casa esa semana de lluvias anticipándola y sobreviviéndola. Las vimos
andar en el frente de la casa con frenesí, no iban en fila ni llevaban
pedacitos de hojas, andaban en círculos como indecisas, erráticas como el vuelo
de las golondrinas. Después me puse a pensar que tal vez no fue la semana de
largas lluvias quién las trajo sino mi hermana. La estadía de mi hermana en la
casa coincidía con las lluvias. En el vivero cuando preguntamos no supieron que
recomendarnos para eliminarlas, al final trajimos el veneno de siempre. Cuando comenzaba
a caer el sol poníamos la medida de una tapita en el envase del pulverizador y
agua. Era la hora en la que las hormigas como mi hermana enloquecían un poco. Las
hormigas giraban en círculos de diferentes tamaños. Mi hermana volvía sobre los
mismos temas. Que era muy inteligente, que la reconocían por la calle, que a
mamá la habían asesinado. El veneno era efectivo para las hormigas, pero eran
tantas que aunque montábamos guardia como en el servicio militar, cansados nos dormíamos y las hormigas como mi hermana volvían a las andadas. La lluvia
negra del veneno las contenía un tiempo como también el sueño a mi hermana. Las madrugadas dejaron de pertenecerme, me
levantaba para leer y para escribir y sobre la mesa de la cocina encontraba
siempre un par de hormigas y a mi hermana en el living con la mirada fija y
susurrando. Esos días de lucha contra las hormigas nos íbamos a la cama agotados, pero no dormíamos bien, el sueño se nos daba de a pedazos y cuando
algo nos despertaba salíamos al pasillo alterados para ver si había
hormigas y si la puerta de la pieza donde dormía mi hermana estaba cerrada. Al tiempo
seguían las tormentas y la humedad resultaba insoportable y por teléfono nos
llegaban sus gritos y los reproches, pensábamos que estaba por volverse loca.
Amanece mientras escribo estos
acontecimientos que iniciaron cuando mi hermana llegó a la casa y no terminaron cuando se marchó. Las cosas feas
que pasaron ese día y los siguientes resultaron angustiantes, y sentimos alivio
cuando las hormigas dejaron de girar en círculos, no obstante si bien el veneno resultó
ser muy eficaz, todavía sospechamos de algunas hormigas que se asoman con precaución y timidez cuando la casa apaga las luces y van dejando sus cadáveres por ahí, en mesas y en sillones.
martes, 24 de enero de 2017
FLORES PARA ANA MARIA
Ana María tuvo que aprender a ser
cuidada, no cuidadosa, sino a ser cuidada por otros. Un poco antes de que le
dieran el alta a mamá nos pusimos con mi hermana a conversar sobre cuál era la
manera más apropiada para cuidarla. Hicimos los contactos telefónicos
pertinentes y el sábado en la mañana fue el día para definir como iniciar la
semana. Vinieron tres mujeres. Una muy joven, una muy vieja, y Eva.
Nos inclinamos por Eva que parecía saber
de cuidar a gente mayor con movilidad reducida o sin ella. Decía ser enfermera
y venía recomendada. Después, cuando mamá y mi hermana la echaron, cada una
aduciendo motivos diferentes, nos enteramos que también la habían echado hacía
tiempo quiénes la habían recomendado. Nos preguntábamos como habían podido omitir
un detalle tan importante.
Tengo
el único ramo de flores en la mano, ni siquiera sé como sostenerlo. Los cuatro
hombres me miran, esperan para comenzar a tapar el pozo. Formamos una hilera de
personas discontinuada por las diferentes tumbas, miro al piso haciendo algo de
tiempo mientras me pregunto que se hace en estos momentos, decir unas palabras,
rezar, llorar, mantener la cabeza gacha. Doy un paso adelante y el que parece
estar al frente del grupo de hombres extiende su mano y aprovecho a darle el
ramo que deposita sobre el cajón.
Ana María me cuenta que Eva la
mandongueaba cuando estaba internada en la clínica, pero me lo dice cuando ya
han pasado casi dos meses y Eva sigue viniendo a casa todavía para cuidarla.
Mamá lo comenta sin pasión. Cuando mamá habla de estas cosas, de las que le han
sucedido, el quiebre de la cadera, las caídas en la calle, la internación, lo
hace sin dramatismos pero con convencimiento, ella es así. Eva entra a la
cocina y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo ambos nos callamos. Eva nos
mira como esperando una palabra o un gesto, algo a lo que colgarse de la
conversación que hemos interrumpido, pero nosotros hacemos silencio y ella
sale.
Por
unos instantes todos parecen esperar que yo haga algo, me viene a la mente lo
que ocurre en las películas, por ejemplo tomar un puñado de tierra y tirarlo
sobre el cajón, la tensión que se genera por mi falta de acción parece ser el
disparador para que los hombres comiencen a palear sobre el cajón, lo hacen con
cierta furia, en unos momentos se llena el pozo y un montículo queda
sobresaliendo del nivel alrededor de la tumba. Así va a quedar unos días, para
que se asiente me dice el que lidera al grupo, luego un albañil va a volver a
colocar la lápida en su lugar. Vuelve un instante incómodo, entonces los hombres
recogen sus herramientas con disimulo no queriendo molestar a los deudos y se marchan, pienso que tal vez van a seguir enterrando gente.
miércoles, 21 de diciembre de 2016
- Papá, dijo la voz.
- Papá, dijo la voz.
Luego escuchó una
interferencia, era como si se hubiera introducido algo extraño en la línea y
agudizó el oído. Dudó si había oído bien. Su pensamiento iba de la preocupación
a la espera y volvía a la preocupación. Iba a decir algo, pero un susurro que
se parecía a voz masculina y que surgió abriéndose camino entre las descargas e
interferencias lo paralizó.
- Papá,
oyó otra vez.
Ahora estaba seguro que
era su hija. Sin embargo enseguida, cuando estaba por responder, el ruido de
fondo, algo que se parecía a un revoltijo de música y palabras sueltas, lo hizo
callar y escuchar, se preguntó si las palabras correspondían a la canción, o
eran de personas que estaban al lado de su hija. Dijo algo, pero la estática le
hizo alejar el teléfono y cuando volvió a colocar el auricular en el oído, un
silencio pesado e inmóvil lo sobrecogió. Sería un error. Su hija no lo había
llamado. Sin embargo, era su voz, o creía que lo era. Miró la hora. No se había
dado cuenta que seguía con el teléfono en el oído. Escuchó que algo se doblaba,
¿papeles? Alguien hablaba muy bajo, esperó.
- Hola,
dijo la voz de una chica, pero esta vez estaba preparado y se dio cuenta que no
era la voz de su hija.
- ¿Sí?,
hizo la pregunta intentando mostrar tranquilidad.
No quería conversar con
nadie. No quería que le estuviera pasando lo que le estaba pasando. No podía
colgar. Sentía una angustia que le había endurecido el estómago y subía por el
pecho. No quería comprobar que su hija todavía no había llegado. Del otro lado
de la línea esperaban, le pareció escuchar un suspiro, fue como si se soltara
un alivio y éste recorriera raudo la línea e intentara que del otro lado –él-,
comprendiera. Se dio cuenta que actuaba en forma rara, que tantas historias que
le habían contado los compañeros de la oficina, manejaban esta conversación.
Tenía ganas de gritar y a la vez de correr. Miró la hora, todavía no eran las
seis. Buscó, hurgó y miró entre los recuerdos de esperas un dato. Algo tenía
que ver con el llamado, con la hora a la que habitualmente ella llegaba. La
carcajada lo sobresaltó y se le cayó el teléfono. Desesperado, con las manos
sudadas y de rodillas, volvió a ponerse el auricular y dijo “¿Hola?”. La línea
estaba muerta. Ni siquiera por más que le dio un golpecito a la tecla de corte
había tono. No podía pensar. El pasillo cuando se encaminó a la pieza de su
hija pareció tragarlo.
miércoles, 14 de diciembre de 2016
LAS PIERNAS DE MAMÁ
Primero fue el bastón, algo que pasaba bastante
desapercibido. Un bastón de aluminio marrón con un taco de goma y una
empuñadura plástica. Creo que mamá solo andaba con un poco de artrosis, pero todavía
nunca se había caído. Cuando se cayó y se quebró la cadera del lado derecho, y
la operación salió mal, apareció el andador. Era un artefacto ancho como si
fuera un pedazo de baranda con dos rueditas abajo que mamá empujaba, y cuando debía
dar el paso con el pie malo –el derecho-
descargaba todo el cuerpo sobre la “baranda”. Resultaba incómodo para circular
adentro de la casa, chocaba con los marcos, con las puertas entreabiertas y
rayaba las paredes del pasillo. Para ir al baño era una verdadera odisea, por
momentos no se sabía si entrar de costado, de frente, o dejarlo afuera.
Me parece que después vino un cierto tiempo de
mejoría, donde mamá se acostumbró otra vez a depender solo del bastón marrón y
el andador quedó olvidado en el quincho del fondo juntando polvo. Pero un
descuido cuando estaba por darse una ducha le quebró la otra cadera, y aunque
en este caso la operación salió bien, estas cosas hicieron que mamá se fuera
quedando más quieta. El desánimo hizo el resto. Ella ya no intentaba recorrer
la casa y sus rincones ordenando y recogiendo las cosas abandonadas o tiradas.
Dejó de preparar comidas. Apenas calentaba el agua en la hornalla. Ambos brazos que
debido a la artrosis habían perdido movilidad, se le fueron pegando más al
cuerpo y le costaba incluso levantar la pava unos pocos centímetros para cebarse un mate.
El resto es conocido. El tiempo pasó y a pesar de
las visitas periódicas del médico y de la kinesióloga y de que ella incluso se
resistiera llegó la silla de ruedas. Al principio se resistió a sentarse en
ella, pero cuando vio que no tenía alternativa para salir de la pieza, dejó que
la sentáramos y la lleváramos como si fuera un chico. Me acuerdo de esa primera
mirada de mamá mirando sus piernas sentada en la silla de ruedas, del suspiro
que hizo, y de las palabras que no dijo cuando llegamos al patio.
miércoles, 30 de noviembre de 2016
TRÁNSITO

Avanzamos
lentamente, algunos coches nos demoran, otros, cuando advierten el pequeño
cortejo se hacen a un lado y avanzamos un poco a los saltos por el estado de
la calle, y otro poco zigzagueando para evitar los pozos. Me doy la vuelta para
ver el coche de mi familia pero no está, pienso que el semáforo anterior los
debe haber capturado. Pasan unos momentos y advierto al volver a mirar hacia
atrás con la esperanza de verlos que una fila de varios coches, seis o siete
está detrás de nosotros. Me alegro estúpidamente, pensando que la gente, los
conocidos de mamá, estaban afuera esperando que saliéramos para
acompañarnos. En algún momento cuando falta poco para llegar, suena el celular,
mi hija me pregunta donde estamos. Intento pero no logro hacerme entender, ella
no conoce la ciudad, y yo me he olvidado de los nombres de las calles. El
semáforo libera la larga fila de autos y subimos a un empedrado que nos llevará
directo al cementerio donde vamos a bajar el cajón, a dejar a mamá, a enterrar a mamá.
jueves, 17 de noviembre de 2016
LA ULTIMA VEZ QUE MAMA SE ENOJO CONMIGO

- Dani, miré el resumen que me mandaste el otro
día, dice mamá que hay un error. Eso dijo mi hermana y se fue a hacer no sé que
mandado.
Me corté
un pedazo de queso y esperé que Ana María dijera algo. Pero no dijo nada. Los mates
iban y venían y el agua se estaba enfriando, también se estaba por acabar. Me puse
de pie y dije, restándole importancia al comentario de mi hermana. La televisión
estaba encendida pero sin volumen.
- Siempre me dice lo mismo, que me equivoco,
que hago mal las cuentas.
Eso fue
lo que dije, dando por sobreentendido que mamá estaría de acuerdo conmigo.
Cuando
habló no podía verme ni yo a ella, nos dábamos la espalda. Ella miraba hacia el
patio y yo estaba de pie queriendo prender una hornalla de la cocina para
calentar más agua, masticaba todavía el pedazo de queso.
- Daniel, dijo e hizo una pausa. Algo se
removió en el recuerdo.
Mamá
jamás me llamaba así, siempre fue Dani, o hijo, o cualquier otra cosa. Tuve que
tirar el fósforo porque casi me quemo los dedos. Encendí otro y puse la pava al
fuego. Ella habló.
- Tu hermana tiene razón. Por una vez se la
tengo que dar.
El tono
de voz era distinto, provenía de un lugar que yo no le conocía a mamá. Las vocales
marcaban una cadencia de molestia, cierta desazón. Pensé que podía ser que me
hubiera realmente equivocado en las cuentas.
- Está bien mamá, voy a revisarlo luego, dije.
Hirvió
el agua, tiré la yerba vieja, puse la nueva, humedecí el primer mate, esperé
que las burbujas del agua descendieran perdiéndose en la calabaza, chupé aire y
agua, volví a sentarme al lado de mamá.
- No son las cuentas hijo. Es la forma en que
le escribiste. Ese es el error que le mencioné a tu hermana. Dijo mamá.
Ana
María no estaba enojada, más bien estaba un poco triste o nostálgica, o ambas
cosas. Agregó después:
- La matemática nunca falla. El afecto con el
que decimos o escribimos algo debería ser más matemático que humano, me dijo, y siguió mirando hacia el patio.
viernes, 4 de noviembre de 2016
CUANDO LA REALIDAD SUPERA LA FICCION (reseña)
Las hermanas Katherine y Sheila Lyon tenían 10 y 12 años respectivamente, cuando desaparecieron el 25 de marzo de 1975 en Maryland, Estados Unidos. Fue luego de caminar al Wheaton Plaza Shopping Center. Habían planificado comer pizza. Pero nunca más fueron vistas.
En el inicio de la novela una mujer tiene un accidente de tráfico del cual sale ilesa, pero se ve envuelta luego en una investigación policial.
Laura Lippman parte de un hecho real ocurrido en 1975, dos hermanas desparecieron en un centro comercial y nunca fueron encontradas, y escribe una novela intensa, dinámica e inquietante.
Lippman va trazando el perfil de esta mujer, del detective que toma el caso, de la abogada que la aconseja, de la doctora que la revisa. Cada una de las personas que toma contacto con la mujer es cautivada por ella de alguna forma, y desean ayudarla.
Es ella un poco extraña, lo es.
Es ella de una belleza intrigante, lo es.
Es ella inteligente, decidida, testaruda, lo es.
Es ella sincera... tal vez sí, tal vez no.
Al final, cuando todos ya están comenzando a comprender por qué actúa así, quién es ella realmente, Laura Lippman nos sorprende dándole a esta estupenda intriga policial y dramática un giro nuevo e inesperado.
¿Es ella una de las hermanas desaparecidas? Pero si lo es, ¿Cómo ha sobrevivido? Y, ¿Dónde ha estado todos estos años?
LO QUE LOS MUERTOS SABEN - Laura Lippman, Ediciones B, 440 págs.
viernes, 28 de octubre de 2016
MURAL
Ana María se murió hace apenas
unos días. Como no podía ser de otra manera, fue triste.
Hace un año los análisis indicaron
que le quedaba poco tiempo. Vivimos lejos. Comencé a visitarla mucho más de lo
habitual. Un fin de semana sí, un fin de semana no. En ocasiones me acompañaban
mis hijos.
Cuando su cuerpo todavía se lo
permitía, se levantaba y en la silla de ruedas la llevaba a la cocina donde
solíamos pasar la mayor parte de las horas. Veíamos a Mirta Legrand en la
televisión. Ella se divertía y me decía que Mirta era más vieja que ella y sin
embargo lo bien que estaba. Las mañanas pasaban rápido, comíamos, después dormía
la siesta.
Recién conocí a Ana María este
último año, es que cuando uno es chico o joven, cuanta atención le presta a los
padres. Ellos están ahí, disponibles, la comida y la ropa están a mano. Es una
época donde no existe la conciencia de la muerte.
Las horas y los días que pasamos
juntos, las charlas y los silencios que compartimos, el afecto manso que nos
brindamos, las preguntas que no nos hicimos, me dieron y le dieron también a
ella, una muerte amable. Igual dolió, igual duele. Estoy triste pero no me
quejo.
La mañana en Bahía Blanca estaba
soleada y ventosa cuando la llevamos al cementerio, y de la arboleda de
eucaliptos centenarios que rodea las tumbas descendía una tranquilidad que reconfortaba.
Comenzaba el día, la tierra arenosa y oscura cayó sobre el cajón, luego nos
fuimos.
Al volver a la casa Agustina
propuso pintar un mural en la pared medianera. Nos pareció bien. La pintura
puede verse desde la pieza de Ana María y también desde la cocina. No estoy
triste porque pudimos compartir lecturas y crucigramas, hablar de nuestras
cosas, llevarte un libro, ayudarte con las pantuflas y tomar unos mates.
Yo no sé si como algunos creen te
vamos a volver a encontrar, yo no tengo esa fé, pero lo que si tengo es un
recuerdo tangible, entrar a tu pieza cuando ya no estabas y sentir el perfume
que usabas, recoger la manta que cubría tus piernas, guardar la silla de ruedas,
son sensaciones que no tienen nombre pero no estoy triste Ana María, solo me
siento algunas veces un poco extraño, como ahora mientras escribo.
miércoles, 6 de julio de 2016
EL TREN PASA
Buscaba
las vías esa mañana. Las buscaba como seleccionando donde. Las buscaba pensando
en cuando. No había nubes ese día y las chicharras del paso a nivel sonaban y
sonaban y no dejaron de sonar en toda la mañana. Me acuerdo porque uno se acostumbra
más al ruido de la ciudad que al silencio, y puede descubrir los ruidos que son
ajenos al ruido habitual. Me acuerdo porque no era el sonido de las chicharras
lo que me molestaba, no el sonido en sí, sino que lo que modificaba el ruido
habitual era la continuidad del sonido de la chicharra que iba dejando su
cadencia para irse transformando en un grito, era como un alarido de animal herido.
Aunque sea difícil de explicarlo había algo más en la persistencia de aquel
sonido. El caos. Sentí que el caos estaba golpeando a mi mente. Laura se había
ido hacía dos meses y su ausencia todavía escalaba el dolor. Me preguntaba
cuando podría yo sentir que remitía, sin saber que eso, seguiría por más de un
año acechándome, y que aún pasado ese tiempo, no es que me olvidaría o ya no me
dolería, sino que, habría algo parecido a una transformación, una mutación, el
dolor no sería dolor, sería un recuerdo doloroso.
El
tren pasa todos los días por Flores, y el tiempo no pasa en las fachadas de
este lado de las vías. Del otro lado, hacia Rivadavia, es distinto. Del otro
lado se abren y cierran negocios. Del otro lado van y vienen los colectivos y
las ambulancias, los taxis y la gente. Del otro lado el mundo no para. Del otro
lado el tren tampoco para. Miro la hora. No es tarde pero tampoco es tan
temprano para ser día de trabajo. Pero que importa la hora, que importa la
costumbre de cumplir con ciertos horarios. Tiro el pucho a la cuneta de la
calle, veo a una pareja que camina por la vereda de enfrente. La chicharra no
deja de sonar. Busco el celular en el bolsito y miro la hora. Algo más de las
ocho. Acomodo la correa del bolso para que no lastime al hombro. Ese hombro, está
más caído que el otro.
Ricardo
se acomoda la camisa que se le ha salido un poco dentro del pantalón y comienza
a caminar hacia el paso a nivel. A medida que avanza hacia las vías la
chicharra del paso a nivel se hace cada vez más fuerte y Ricardo necesita abrir
y cerrar la boca. Boquea. La barrera ha quedado a media altura y permite que
los coches puedan pasar. Al ruido de la chicharra se suman los bocinazos. Un
Renault 12 de color gris que está detenido, tiene el capó debajo de la barrera.
Ricardo avanza al lado de la fila de vehículos que se ha ido formando. La mujer
sentada al lado del conductor, parece decirle al marido que ni se le ocurra
pasar. El hombre adelanta su cabeza e intenta mirar hacia ambos lados. Hacia la
derecha puede ver bastante bien, eso piensa Ricardo que ha llegado al lado del
coche, pero a la izquierda no. La vía a la izquierda, hace una curva que se
cierra bruscamente y la visión se interrumpe por el fondo de las casas construidas junto a la
vía. La mujer se enoja, y aunque parezca increíble dentro de semejante
bochinche, Ricardo la oye y la ve gesticular cuando el tipo adelanta el coche
un poco, mientras se inclina sobre el volante. Los bocinazos y la chicharra parecen
enloquecer, y hay tanto ruido que, de alguna forma no importa. Hay algo de
incomprensible en el Renault avanzando y
a punto de cruzar las vías. Puede la vida valer tan poco, tan nada, y los demás
coches insistiendo a bocinazos para que el Renault cruce. Ricardo se demora en el zigzag metálico para
peatones y vuelve a mirar la larga fila de ruidos que late en el paso a nivel. En
ese momento el tren pasa.
miércoles, 8 de junio de 2016
AFUERA LA LLUVIA
Antes
de salir de la cama tiene un pensamiento de los que él llama luminoso, sin
haber abierto los ojos, en la tibieza y suavidad de la cama, apenas consciente,
lo deletrea y lo sabe sólido, incuestionable. Contento pone un pie afuera de
las sábanas con sigilo, no quiere despertarla.
-¿Y
qué vas a hacer allá en una cabaña en la sierra?, le dice ella.
Él
sonríe. Un poco lo hace para decir sin decir. Piensa: “como si uno no pudiera
estar así, no hacer, solo estar”. Sabe que a ella le molesta pensarlo sin hacer
nada, o leyendo, o mirando una película, pero por otro lado la pregunta es bien
jodida, y se le ha incrustado en el cerebro de manera amenazante, tiene que
responder para liberarse.
-¿Hay
que hacer algo?, comenta y enseguida se arrepiente. En realidad el pensamiento
se le escapa, sale de él como una provocación, como si el temor que incluso él
mismo tiene, porque sería una tontería negarlo, se expresara sin poder contenerlo.
Bajo
el brazo lleva en un revoltijo apretado, la ropa que va a ponerse. Ya en el
baño, esa primera meada del día le alivia el cuerpo pero no la mente. El espejo
es amplio y alcahuete. No se detiene mucho en esa imagen, no debe. Cuando el
dentífrico entra en contacto con su boca, algo de cordura mental llega al cerebro.
Mientras se enjuaga, el pensamiento luminoso retorna manso y dulce.
Afuera
la lluvia se escucha como un gorgoteo intenso que no parece encontrar la manera
adecuada de discurrir. Se encuentra atrincherado al lado de un viejo calefactor
que hace años debería haber dejado de funcionar. Sin embargo todavía funciona.
Hay ciertas angustias que llevamos clavadas a la espalda. Recuerda que le ocurre
a menudo, es como si las cosas cotidianas neutralizaran durante su práctica,
las ideas y los deseos. También el dolor.
miércoles, 1 de junio de 2016
SE EXTRAÑAN TUS BESOS
Se
extrañan tus besos. El pensamiento me asaltó como un robo mientras iba llegando a la
estación de Liniers, y sentí que tanto yo, como el entorno, como el día, cambiaban.
De pronto la sangre corría veloz. De pronto tuve que pensar adonde iba y que día
era. De pronto mi cuerpo y mi mente reaccionaban a ese pensamiento, a tus labios,
a tu boca entreabierta, casi podría asegurar que sentí el sabor y el aliento de
aquellos besos. Podría demorarme en ellos, buscar donde sentarme, detenerme, bajar
del tren en la próxima estación, abandonar las cosas que tenía por hacer, podía
perderme en un café, olvidar el libro que leía, podría haber hecho todo eso y
mucho más. Extrañaba tus besos, aquel ingreso a lo imposible, cuando el exterior
desaparecía en aquellas habitaciones donde adivinábamos los rincones y medíamos la
longitud de nuestros cuerpos. Tu piel en contacto con mi piel. Tu cuerpo
esperando. Mis manos avanzando, tocándote. Recordé las luces que
meticulosamente apagaba, la música que sonaba, la ropa arrinconada de cualquier
manera, los zapatos dispersos. Sentí el abandono lacerante de caer, el abismo amado y ansiado y tantas veces buscado y otras tantas negado. El tren se
detuvo. Bajó gente. Subió gente. Un vendedor voceaba su oferta. Un pibe le dio
el asiento a una mujer. Me extravié en las cotidianeidades del tren,
en su andar, en su falta de ruido ahora que los vagones eran nuevos. Miré hacia afuera, todavía tenía el libro en la mano y el bolso seguía en el piso. Suspiré con
pena y dolor, volví a la novela sabiendo y comprendiendo, que iba a seguir extrañándolos.
jueves, 26 de mayo de 2016
UN MUNDO SOÑADO, reseña
Novela, 352 páginas, Salamandra.
distinguida con el Desmond Elliott Prize 2012
Hay libros que
no sueltan.
Es decir, libros
que no te permiten dejar de leerlos, o si tenés que hacer otra cosa estás
deseando volver a ellos para ver como sigue la historia.
Hay libros que
tienen la voz de un chico.
Dicen que los
chicos no mienten, eso es lo que ocurre, entonces leer una historia narrada
desde el punto de vista de un chico, tiene la brutalidad de la verdad lisa y
llana.
Hay libros que
además cuentan situaciones cotidianas y normales.
Que desprenden
una tranquila normalidad que sacude.
Grace McCleen es
una joven galesa que escribió un libro que no suelta, que tiene la voz de
Judith, una nena de diez años y que
cuenta las cosas que esa nena vive ligada a un mundo, donde la religión es
excluyente, donde el Armagedón, es decir el fin del mundo, está a la vuelta de
la esquina.
Judith crea “Un
mundo soñado” en su habitación. Con trocitos de telas, latas, cartones,
alambres, vidrios y lápices de colores, esta chica tan particular y muy sensible,
crece, y lo hace rodeada de estrecheces, tanto materiales como afectivas. Pero
Judith también tiene esperanza como cualquier chico, que su papá le sonría y haga
una caricia, y que también le vaya bien en el trabajo para que deje de
angustiarse. Su mundo soñado.
Estructurada en
capítulos breves, organizada en V libros (hay un guiño bíblico en ello), los
diálogos que Judith sostiene con la maestra, con sus compañeros, con los
vecinos y con dios; motorizan la novela. El lenguaje es simple y transparente. Un
libro para el asombro, que se disfruta y obliga a reflexionar.
martes, 17 de mayo de 2016
ATILIO ROSSI 1
El fresco de
la sombra le produjo placer y el adormecimiento repentino lo invadió como un
enjambre de abejas furioso y sorprendido en una tarde de verano. Durante esos
momentos, escasos segundos de la vida diurna, Atilio Rossi volvió a ser un
chico de pantalones cortos corriendo detrás de una pelota de fútbol en el
barrio La falda de su ciudad natal. Jugaba de siete y en algunas ocasiones de
nueve. Se le daba bien la búsqueda de la pelota en los centros o las corridas
mano a mano con el zaguero que fuera, en algunas ocasiones cruzaba toda el área
y sorprendía a los defensores que desorientados un poco por los gritos de
atención del arquero perdían preciosos segundos en advertir que Atilio Rossi ya
corría con pleno dominio del balón hacia el arco entrando en el área.
El bocinazo de
un taxi que circulaba detrás de un camión de reparto arrancó a Atilio Rossi de
la posible conquista en el arco rival, y por
unos momentos no supo si patear o tirarse al piso de la bronca. Él había perdido
la oportunidad de convertir y ella seguía sin aparecer. Pero se equivocaba
Atilio Rossi porque la mujer, sin que él pudiera advertirlo había comenzado a doblar
la esquina que había dejado de mirar. Los zapatos negros y
sin lustrar, tampoco se había afeitado y el olor a sudor que sentía
dentro de la camisa lo acaloró un poco más, maldijo. Fue en ese
momento de confusión que la vio venir.
Habían ganado
aquel partido y cuando terminaron, un hombre con saco y corbata, un señor diría
su mamá, se le había acercado para preguntarle como se llamaba y donde vivía.
Atilio Rossi criado en la crudeza de las calles de tierra de un barrio sencillo
de familias tradicionales lo miró y no le contestó. El hombre –señor- dejó caer
una sonrisa comprensiva y le deslizó un papelito sin decirle nada,
tras lo cual se llevó la mano a un ala invisible de sombrero que a Atilio Rossi
le pareció extraño y se fue cuesta abajo, hacia el centro de la ciudad por la
calle Sarmiento.
lunes, 9 de mayo de 2016
SEÑALES 1
Pocas veces
teníamos la fortuna que alguien viniera de visita a distraernos. Al menos, unos
minutos o acaso una hora, y hoy me doy cuenta que tanto Ana María como yo,
buscábamos esos momentos para olvidar un poco el tiempo que vivíamos, o el
tiempo que le quedaba por vivir a Ana María. Como en la tregua de una batalla
que seguiría, relajábamos nuestra mirada, los músculos y el pensamiento. Conversábamos
las banalidades que la vida crea cuando se desconoce e ignora cierta fatalidad,
tonteábamos, pero no había ironía ni burla en ello, llegábamos a convencernos
que quizás esa era la forma más feliz de que los minutos pasaran, claro que
cuando esta persona extraña a nuestro dolor se iba, éste resultaba más filoso y
dañino, ya que se ponía en evidencia la farsa de la hora anterior, y entonces,
el silencio se adueñaba de nuestra boca, y los movimientos se volvían torpes,
dejábamos de mirarnos de frente, decíamos que estábamos agotados por la
jornada, recordábamos un par de frases y simulábamos que debíamos irnos rápido a
descansar, porque el día terminaba y mañana sería otro nuevo, una pequeña
guerra distinta pero con ciertas similitudes, que nos encontraría escépticos pero
dispuestos, porque durante la noche y la madrugada el inconsciente de cada uno
construiría sin prisas y sin pausas, la personalidad necesaria para tal fin. Y
así amanecía y nos levantábamos otro día, una vez más, esperando que llegara la
próxima visita o que mamá muriera.
jueves, 5 de mayo de 2016
LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO
Mariana Enríquez
Acaba de aparecer el nuevo libro
de cuentos de Mariana Enríquez, y quiénes la hemos ido leyendo a lo largo de su
trayectoria literaria percibimos en la lectura de sus relatos algo que cuesta
definir y que se parece bastante, a esos pensamientos que podemos tener de
cuestionable moralidad, y que nos inquieta muchas veces compartir. El morbo en
su justa medida.
No resulta sencillo escoger un
cuento por sobre otro, decir que este me gustó más, o que aquel resultó un
cuento soberbio, y ese otro es apenas un
relleno, sería injusto.
La mecánica de los cuentos de Mariana
nos introduce con mucha (demasiada) naturalidad en los hechos cotidianos y las
relaciones humanas. En ellas hay cierto agotamiento, cansancio, desidia y
disconformidad, y entonces ocurre algo.
Puede ser que aparezca una
persona con alguna particularidad en su andar o le falte una parte de su cuerpo,
un animal que se comporta de manera extraña, una casa cerrada y tapiada o una
ruta poco concurrida, también un objeto que no podemos dejar de observar.
A partir de este momento ese
elemento, o persona, o animal, nos irá guiando por la historia a un desenlace
que el lector advertirá, se produce primero en su mente, es decir antes que lea
la última frase del cuento.
Y acá radica lo mejor de la
escritura de Enríquez. Ella logra mantener “incómoda” nuestra lectura, las
cosas que cuenta Mariana incomodan, y en esa incomodidad tomamos la decisión de
concluir inconscientemente el relato, y nos equivocamos, porque cuando llegamos
al final, aquellos pensamientos de cuestionable moralidad y cierto morbo, han ocurrido
dentro nuestro, y los relatos concluyen con la misma naturalidad (demasiada)
con la que habían iniciado.
Mariana Enríquez
Anagrama, 197 páginas
Cuentos
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