viernes, 28 de noviembre de 2008

GABAIEL, el Hacedor de Sueños

“Al día siguiente todos sabían que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso”
de Un señor muy viejo con unas alas enormes (1968) GGMárquez
Gabaiel andaba y andaba cansino por el pueblo arrastrando su carro de madera despintada, de rueditas gastadas de tanta piedra, de tanta tierra. Todas las tardes se demoraba en el bosque que se erguía en alguna plaza de algún pueblo, frente a la casa del intendente del lugar, ahí donde persignaba la subsistencia, donde por la altura no había pájaros ni mariposas, donde el silencio lo antecedía y lo aguardaba. Era un bosque sin sonidos, un sitio que guardaba inquietudes, hecho de verdes desmesurados que se caían de los cordones de la plaza y penetraban en los cuerpos de los lugareños. Y ahí estaba Gabaiel sentado en el banco esperando a su clientela que llegaba sin que nadie les avisara, en las horas de la siesta, esa horita donde el sol ya se tornaba compañero de tanto compartir, era una hora donde las tazas de café ya no se enfriaban, donde la comida digerida hacía de las suyas produciendo un inclinar de cabezas contra cabezas, con el peligro de colisionar o trastabillar hasta las profundidades de las calles con sus cabeceos. Iban llegando tímidamente algunos, ruidosamente otros; allá se veía al grupo de las comadronas, esas vecinas que siempre están porque todo pueblo que se precie de tal las necesita para difundir los acontecimientos mas destacados del lugar; también estaban escondidos debajo de algunos arbustos un grupo de chiquilines temerosos y curiosos que el Hacedor comenzara a destapar sus cajas con sueños desarmados, con jirones de pesadillas y retazos de añoranzas. Estaban los que siempre le acercaban las novedades al intendente y también estaba el intendente disimulado entre la muchedumbre porque su investidura le impedía participar de un acto tal donde se realizaran ese tipo de actividades, donde se construían los sueños de la gente; imagínense Uds. que hubiese pasado con su reputación, él que tenía pretensiones en la gobernación si las autoridades del comité se enteraban de que asistía a la plaza a ver los sueños que realizaba el Hacedor Gabaiel… lo menos que le hubiese correspondido sería que lo enviaran unos pocos siglos a un lugar donde debería aprenderse de memoria todas las estrategias habidas y por haber que fueran eficaces para combatir esa felonía de la fabricación de sueños, pero esos eran solos detalles menores que no alterarían el objetivo de lograr olvidarse de los sueños de Gabaiel y así aturdirse y sumergirse en realidades hasta el hartazgo… Y mientras todo eso pensaba el intendente veía como el guardia del pueblo ordenaba a la gente a medida que les preguntaba sobre qué soñaban, la asiduidad de concurrencia a los sueños, el tipo de aquellos como por ejemplo si eran tan profundos que no tuvieran fondo, si eran cortos de tan livianos, si eran con color, etc., etc. y demás menesteres según el Hacedor le había indicado. La multitud no dejaba de incrementarse, los que se la pasaban soñando eran un grupo pequeñísimo, de solo ninguna persona; luego se encontraban los que al menos tenían un sueño una vez al año y que formaban un nutrido grupo en una esquina del bosque; finalmente los que ni siquiera sabían si habían o no soñado alguna vez, ah! pero no nos olvidemos de los chicos, éstos estaban ubicados sentados todos juntitos delante de los primeros asientos, muy cerca del carro que contenía las cajas de sueños y en sus rostros se notaba la ansiedad porque el Hacedor abriera esas cajas y ver así asomarse los sueños de anoche y los de la noche anterior a anoche y también los más anteriores; sueños con formas y con los colores que ellos veían dormidos o quizás imaginado despiertos pero que para el caso era lo mismo. Todos querían que los demás vieran lo lindo que quedaban sus sueños.

Abril de 2007

jueves, 27 de noviembre de 2008

LOS TERCEROS DOMINGOS DE OCTUBRE

“Me contó la abuela que la primera noche de casados,
el abuelo Jerónimo la pasó sentado a la puerta de la casa,
a la espera de los celosos rivales,
que habían jurado ir y apedrearles el tejado.”
Las pequeñas memorias, José Saramago.


Ella va y viene por la cocina con sus pasos nudosos, traslada una jarra de lugar, guarda aquel plato, coge el repasador y luego cambia la bolsa del cesto de la basura. Ella va y viene por la cocina, y su andar revela la expresión de silencios diferentes. No son esos silencios en los que faltan los sonidos, no, son aquellos otros, de cuando Ella va y viene por la memoria de las ausencias, de cuando traspone el living de las visitas que no llegan, de cuando recibe esas cartas de postales, tan breves. Sonidos, silenciosos sonidos de mis llamados apresurados, mientras Ella va y viene por la cocina.

Me parece verla ahora que estoy escuchando el agua rodar por la pileta de la cocina, la oigo descender por los desagües, hervir en la pava olvidada sobre el fuego, la vuelvo a escuchar chapoteando como la lluvia en el corredor del patio, yendo y viniendo por las grietas de las mejillas, surcos de tantos días de ir y venir por la cocina. Ella se sienta y se levanta una y otra vez, sin prisa y también sin espacios para las alegrías, Ella va por un vaso de agua y enseguida regresa por la botella, ahora acomete una cesta con pan y de pronto, se detiene observándola. Abre la heladera y la vuelve a cerrar sin introducirse en el frío de la nostalgia, Ella disimula, olvida su necesidad fisiológica en aquella hora en que su necesidad de afecto la atormenta. Ella sigue yendo y viniendo por la cocina.

Ella va y viene por la cocina sin explicar esa costumbre de silencios que paradójicamente le hacen compañía, que le indican el camino, y entonces su espalda menuda y redondeada marcha inclinada sobre la merienda, y se le resquebraja como un cartón, se le escuchan los crujidos arrugados y aplastados, previos, a punto de tirarse en el depósito de los desperdicios, mezclándose con el revolver áspero de la cuchara en el azúcar.

Ella va y viene por la cocina y se voltea una y otra vez, intuyéndome, adivinándome, y hay veces en las que sonríe encontrándome, su rostro adquiere una forma de éxtasis muy particular y le surge la sonrisa cómplice. Ésa, que se parece a la de aquel tiempo en el que siendo adolescente, me inclinaba con empeño sobre las carpetas y los libros del colegio, mientras Ella iba y venía por la cocina.

Ahora Ella sonríe y pestañea, la veo hurgando meticulosa mis diferentes formas de silencio. Las de aquel muchacho, que luego del almuerzo y cuando la casa se aletargaba en el caluroso verano, remontaba los baldíos del barrio. O las de ese joven que en las madrugadas se arropaba apurando el paso, volviendo siempre solitario, por la avenida de los perfumes y de los humos.

Ella va y viene por la cocina y soy parte de su ir y venir, de su compañía de silencios, de las visitas que no llegan o que se marchan apresuradas. Ella va y viene por la cocina, de mi crecerle lejos y de mi morirle cerca. Ella va y viene por la cocina, y cada vez va más, y viene menos, y ya no vuelve de aquellos diálogos exentos de palabras.

Ella no vuelve a esta actualidad de ausencias de mí.

Ella no volvió finalmente de allá, cuando iba y venía por la cocina tropezándose con mi andar flaco que le amenazaba el futuro, y que aún así, Ella iba y venía, y persistía, y me rozaba, y me tocaba, y me vivía.

Octubre 2008