Desde aquella vez en la que quemé mi
epidermis con costumbres Ella ha dejado de tutearme, camina por su barrio
colgando pedacitos de inexplicables, y aún se demora en la vidriera de la
juguetería. Pienso que quizás se enteró que anduve tocándole las lágrimas o no
le habrá gustado que fuera a la farmacia a curar mis manos del
escozor que dejó su recuerdo. Veré si le escribo y le diré que me sigue gustando imaginarla
preparando postres, ésos en los que me relamía como si fuera un chico, pero siendo un hombre.