Dibujo de Franz Kafka. "Hombre con la cabeza sobre la mesa"
Aparece en "Diarios". 7 diciembre 1916
El pequeño bicho apareció de la
nada mientras tomaba mate. De dónde habría salido. Sobre la mesa estaban la
azucarera –cerrada-, un frasco de miel –un tarro enorme
de miel, a él le gustaba comerla a cucharadas, no, de ahí el bicho tampoco podría
haber venido-, chupó el mate que se había enfriado mientras el insecto con algo
parecido a la desesperación iba y venía entre sus papeles. Entonces, se dio cuenta
que el animalito – se preguntó si a estos bichos se los podía considerar
animales-, había surgido de la yerba, del mate mismo. ¿Era acaso posible? A
decir verdad, no se preocupó demasiado, corrió un poco la azucarera, tuvo que
levantarla porque el bicho seguía ahí detrás de la misma o abajo, el animalito
pugnaba por refugiarse en cualquier cosa, mientras él movía y agitaba las
posibles protecciones o escondites. En un momento en el que el bicho se detuvo
entre el frasco de la miel y uno de los libros que había sobre la mesa,
desorientado seguramente, algo nervioso y agitado, y cuando la luz le dio de
lleno, él, de un planazo lo aplastó. Cuando levantó la mano se lo quedó
mirando. Algo en su mente se iba formando, se gestaba como una pregunta que
buscaría respuesta, por algún motivo algo parecido a la inquietud lo ceñía.
Cuando el animalito apareció había dejado de leer, se distrajo con esa manera
frenética de deslizarse que tenían esos bichos sobre un mantel. Leía como una
mujer exitosa estaba volviendo a su pasado mientras conducía un auto, la mujer
recordaba a través del paisaje sitios en los que de niña, creía haber vivido.
Sorbió otro mate y cuando esto hizo un nuevo bicho, parecido al anterior pero
mucho más chico surgió al lado de su mano. Por un momento tuvo un pensamiento
ingenuo, consideró que este bichito parecía el hermano menor del primero. Lo
miraba moverse de una manera muy distinta, no tenía el frenesí del otro, se
movía con cierta lentitud que le pareció impropia del bicho que era, lo persiguió
sobre la mesa con una habilidad que se desconocía, matar algunos bichos le
había procurado cierto estilo si es que podía decirse así. Había aprendido a
cazar a estos animalitos sobre la mesa o en el piso, algunas veces sobre la
mesada. Para él, iniciar el día sin la lectura de un libro era lo que para
otros irse a trabajar sin haber desayunado. Sumergirse en esa selva de asfalto,
personas y transporte público sin aquello, era salir desnudo, desprotegido.
Cualquier cosa podría ocurrirte. De otro planazo, mató al nuevo intruso. En
esta oportunidad había moderado la fuerza del golpe que había realizado. El
cadáver de este último yacía frente a él, lo observaba con cierta obsesión,
sentía algo especial, particular, enfermizo en la contemplación del animalito
cuando de pronto, una patita, o un bracito, algo se movió. ¿Tenía patas o
brazos que él pudiera ver? Para desplazarse era seguro que alguna de esas cosas
tendría, pero que él pudiera distinguir esas patitas o bracitos, eso, era ciertamente
imposible. Volvió al primer muerto. Yacía despatarrado en el centro de la mesa
entre la pava y el frasco de la miel. Tomándose su tiempo sacó un pañuelo
descartable del bolsillo trasero del pantalón, agarró al bicho estrujándolo con
algo de asco y de bronca hasta que sintió el estallido del caparazoncito entre
los dedos. El macho alfa había reventado, él lo había estrujado con gusto. Qué
pensamientos extraños le sobrevenían esa mañana, el pequeñín seguía pataleando
a su lado, cerca del antebrazo izquierdo. Se preguntó si era cruel dejarlo
sufrir, el cuerpito se movía escasos milímetros hacia los lados, el golpe le
habría dañado de una forma que no parecía recuperable, aunque muchas veces
había presenciado con admiración la resistencia de las cucarachas al ser humano
y sus estrategias para combatirlas, para eliminarlas. A las cucarachas ni
siquiera un pisotón bien dado las mataba, y esto cuando uno lograba pisarlas. Toda
una hazaña, las muy jodidas se movían a una velocidad increíble, y parecían
tener un cuerpo diseñado contra el pisotón humano, se escabullían a los lugares
más incómodos e inverosímiles, y lo hacían delante de tus narices, no
importaban cuáles podían ser las medidas que adoptaras para que esto no
ocurriera. El secreto estaba en no sentir asco. Era como todo un poco en la
vida. Algunas veces podía decirse lo que uno quería, lo que uno deseaba. Hasta
podía levantarse la voz. Gesticular. Ordenar. Había que estar convencido. El
chiquitín que se debatía ahí entre la vida y la muerte, le hizo pensar en
aquellas memorables persecuciones que había tenido. En general habían ocurrido en
la cocina y ocasionalmente en su pieza, porque en alguna ocasión las malditas
habían osado entrar a su pieza, recorrerla, ir dejando a su paso ese sutil
babeo que de minúsculo pasaba inadvertido al ser humano. La resistencia del
pequeño a morir era como una valentía ancestral. Quizás la genética de estos
bichos pudiera transmitirse en este comportamiento lleno de cierta gloria. Era
una pequeñita cucaracha que quería vivir. Entonces, superando cualquier
expectativa posible apareció un tercer animalito vivaz visitando al moribundo.
En un primer momento no supo que hacer, hasta creyó sentir pena, luego la
furia, cierta aprensión, una protesta, algo dentro se revelaba. Acaso esto no
terminaría jamás, a cada bicho que aplastara, a cada manotazo que diera, a cada
pisotón que prodigara un nuevo animalito surgiría, así, inocente y vivaz,
correteando por donde él anduviera, en la cocina, en la mesa en la que
estuviera sentado, en la intimidad de su pieza. Como si fuera una pregunta que no iba a tener
respuesta se puso de pie y fue hacia la mesada con el mate y la azucarera. Dejó
el mate en la pileta y abrió la alacena para dejar el azúcar. Vio que el
paquete de la yerba estaba abierto. Cuando agarró el envase para cerrarlo, una
cucaracha, no un bichito, una enorme y brillante cucaracha se asomó y deslizó
por su mano primero y luego voló –¿podían volar estos animalitos?- y planeó un
poco por la cocina hasta caer sobre la mesa donde el tercer bichito parecía
aguardarla. La escena lo conmovió, parecía que ambas cucarachas acompañaran al
pequeño moribundo, que lo estuvieran velando. La pregunta sin respuesta,
aquella que había comenzado a gestarse en su mente cuando el primer animalito,
único y nervioso había aparecido mientras él leía como una mujer recordaba su
pasado se instaló con una nítida claridad en su pensamiento. Algunas veces en
la vida, estar convencido, levantar la voz, gritar, ordenar, aplastar, no
servían. Las preguntas seguirían apareciendo. Las respuestas seguirían
faltando.