miércoles, 20 de mayo de 2015

BICHOS

Dibujo de Franz Kafka. "Hombre con la cabeza sobre la mesa"
Aparece en "Diarios". 7 diciembre 1916

El pequeño bicho apareció de la nada mientras tomaba mate. De dónde habría salido. Sobre la mesa estaban la azucarera –cerrada-, un frasco de miel –un tarro enorme de miel, a él le gustaba comerla a cucharadas, no, de ahí el bicho tampoco podría haber venido-, chupó el mate que se había enfriado mientras el insecto con algo parecido a la desesperación iba y venía entre sus papeles. Entonces, se dio cuenta que el animalito – se preguntó si a estos bichos se los podía considerar animales-, había surgido de la yerba, del mate mismo. ¿Era acaso posible? A decir verdad, no se preocupó demasiado, corrió un poco la azucarera, tuvo que levantarla porque el bicho seguía ahí detrás de la misma o abajo, el animalito pugnaba por refugiarse en cualquier cosa, mientras él movía y agitaba las posibles protecciones o escondites. En un momento en el que el bicho se detuvo entre el frasco de la miel y uno de los libros que había sobre la mesa, desorientado seguramente, algo nervioso y agitado, y cuando la luz le dio de lleno, él, de un planazo lo aplastó. Cuando levantó la mano se lo quedó mirando. Algo en su mente se iba formando, se gestaba como una pregunta que buscaría respuesta, por algún motivo algo parecido a la inquietud lo ceñía. Cuando el animalito apareció había dejado de leer, se distrajo con esa manera frenética de deslizarse que tenían esos bichos sobre un mantel. Leía como una mujer exitosa estaba volviendo a su pasado mientras conducía un auto, la mujer recordaba a través del paisaje sitios en los que de niña, creía haber vivido. Sorbió otro mate y cuando esto hizo un nuevo bicho, parecido al anterior pero mucho más chico surgió al lado de su mano. Por un momento tuvo un pensamiento ingenuo, consideró que este bichito parecía el hermano menor del primero. Lo miraba moverse de una manera muy distinta, no tenía el frenesí del otro, se movía con cierta lentitud que le pareció impropia del bicho que era, lo persiguió sobre la mesa con una habilidad que se desconocía, matar algunos bichos le había procurado cierto estilo si es que podía decirse así. Había aprendido a cazar a estos animalitos sobre la mesa o en el piso, algunas veces sobre la mesada. Para él, iniciar el día sin la lectura de un libro era lo que para otros irse a trabajar sin haber desayunado. Sumergirse en esa selva de asfalto, personas y transporte público sin aquello, era salir desnudo, desprotegido. Cualquier cosa podría ocurrirte. De otro planazo, mató al nuevo intruso. En esta oportunidad había moderado la fuerza del golpe que había realizado. El cadáver de este último yacía frente a él, lo observaba con cierta obsesión, sentía algo especial, particular, enfermizo en la contemplación del animalito cuando de pronto, una patita, o un bracito, algo se movió. ¿Tenía patas o brazos que él pudiera ver? Para desplazarse era seguro que alguna de esas cosas tendría, pero que él pudiera distinguir esas patitas o bracitos, eso, era ciertamente imposible. Volvió al primer muerto. Yacía despatarrado en el centro de la mesa entre la pava y el frasco de la miel. Tomándose su tiempo sacó un pañuelo descartable del bolsillo trasero del pantalón, agarró al bicho estrujándolo con algo de asco y de bronca hasta que sintió el estallido del caparazoncito entre los dedos. El macho alfa había reventado, él lo había estrujado con gusto. Qué pensamientos extraños le sobrevenían esa mañana, el pequeñín seguía pataleando a su lado, cerca del antebrazo izquierdo. Se preguntó si era cruel dejarlo sufrir, el cuerpito se movía escasos milímetros hacia los lados, el golpe le habría dañado de una forma que no parecía recuperable, aunque muchas veces había presenciado con admiración la resistencia de las cucarachas al ser humano y sus estrategias para combatirlas, para eliminarlas. A las cucarachas ni siquiera un pisotón bien dado las mataba, y esto cuando uno lograba pisarlas. Toda una hazaña, las muy jodidas se movían a una velocidad increíble, y parecían tener un cuerpo diseñado contra el pisotón humano, se escabullían a los lugares más incómodos e inverosímiles, y lo hacían delante de tus narices, no importaban cuáles podían ser las medidas que adoptaras para que esto no ocurriera. El secreto estaba en no sentir asco. Era como todo un poco en la vida. Algunas veces podía decirse lo que uno quería, lo que uno deseaba. Hasta podía levantarse la voz. Gesticular. Ordenar. Había que estar convencido. El chiquitín que se debatía ahí entre la vida y la muerte, le hizo pensar en aquellas memorables persecuciones que había tenido. En general habían ocurrido en la cocina y ocasionalmente en su pieza, porque en alguna ocasión las malditas habían osado entrar a su pieza, recorrerla, ir dejando a su paso ese sutil babeo que de minúsculo pasaba inadvertido al ser humano. La resistencia del pequeño a morir era como una valentía ancestral. Quizás la genética de estos bichos pudiera transmitirse en este comportamiento lleno de cierta gloria. Era una pequeñita cucaracha que quería vivir. Entonces, superando cualquier expectativa posible apareció un tercer animalito vivaz visitando al moribundo. En un primer momento no supo que hacer, hasta creyó sentir pena, luego la furia, cierta aprensión, una protesta, algo dentro se revelaba. Acaso esto no terminaría jamás, a cada bicho que aplastara, a cada manotazo que diera, a cada pisotón que prodigara un nuevo animalito surgiría, así, inocente y vivaz, correteando por donde él anduviera, en la cocina, en la mesa en la que estuviera sentado, en la intimidad de su pieza.  Como si fuera una pregunta que no iba a tener respuesta se puso de pie y fue hacia la mesada con el mate y la azucarera. Dejó el mate en la pileta y abrió la alacena para dejar el azúcar. Vio que el paquete de la yerba estaba abierto. Cuando agarró el envase para cerrarlo, una cucaracha, no un bichito, una enorme y brillante cucaracha se asomó y deslizó por su mano primero y luego voló –¿podían volar estos animalitos?- y planeó un poco por la cocina hasta caer sobre la mesa donde el tercer bichito parecía aguardarla. La escena lo conmovió, parecía que ambas cucarachas acompañaran al pequeño moribundo, que lo estuvieran velando. La pregunta sin respuesta, aquella que había comenzado a gestarse en su mente cuando el primer animalito, único y nervioso había aparecido mientras él leía como una mujer recordaba su pasado se instaló con una nítida claridad en su pensamiento. Algunas veces en la vida, estar convencido, levantar la voz, gritar, ordenar, aplastar, no servían. Las preguntas seguirían apareciendo. Las respuestas seguirían faltando.