miércoles, 23 de abril de 2014

EL EPISODIO DE LA VACA

Este cuento que he escrito es para recordar a Gabriel García Márquez.
Por su sana  alegría en la escritura.
Por haberme divertido tanto durante las lecturas.
Por su magia.


“El martes amaneció una vaca en el jardín. 
Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, 
hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada.”

“Isabel viendo llover en Macondo”, Gabriel García Márquez.



EL EPISODIO DE LA VACA

 José Gabriel apareció en la mañana anunciando que tenía que ir al campo El Águila porque una vaca, una vaquillona en realidad, se había enredado con un alambre, y lo que yo imaginé en ese momento era que el animal estaría en algún lugar oscuro, un sitio húmedo y lóbrego, y que quizás habría quedado en una posición difícil y sin poder moverse, desfalleciente de muchas horas de tironear y echando espuma por la boca, sin embargo José Gabriel lo decía como si tuviera que ir al Banco antes de que cerrara. Yo volvía de la quinta con una bolsa de membrillos recién sacados del árbol cuando Eduardo José, el hermano de José Gabriel, llegaba en su cuatro por cuatro, calzaba botas de carpincho, un pañuelo de seda al cuello y el Rolex nuevo en la muñeca derecha. Lo vi maniobrar con unas mangueras y accionar unas palancas, hasta que el motor del compresor de la herrería dejó escuchar su actividad de aspiraciones y bufidos, para luego emitir el clásico zapateo con un tap tap tap cariñoso. Me llamó la atención que Eduardo José anduviera a horas tan tempranas fuera de la cama, y me preocupaba también que la cándida palidez de su cara se viera amenazada por la brisa fresca de la mañana. La camioneta, su cuatro por cuatro, tenía una goma delantera en llanta y nos entretuvimos en esas cuestiones, convinimos que cada vez era más habitual pinchar cubiertas en los caminos de tierra, decíamos estas cosas como si fuéramos asiduos conductores de aquellos lugares pedregosos. Eduardo José pensaba llevar a José Gabriel en su cuatro por cuatro a desenredar aquella vaca de una muerte segura. Pregunté si podía acompañarlos y un montón de chiquilines que rondaban por ahí se sumaron al paseo del salvataje –las Pascuas habían reunido a toda la familia-, y entonces hubo que cambiar de vehículo por una camioneta más grande y atrás, en la caja abierta fueron los chicos, mientras nosotros nos ubicábamos en los asientos. Para llegar a El Águila había que pasar por Mayol, un poblado fundado a principios del mil novecientos que guardaba en sus calles polvorientas las huellas que la prosperidad supo imprimirle de la mano de los ferrocarriles. Luego de rodear el pueblo y tomar la curva que iba a la laguna se llegaba enseguida, pero tardamos más dado que los chicos iban sentados en los bordes de la caja y los barquinazos que hacía el vehículo los hacía rebotar sobre los flacos culitos a pesar de la pericia con la que manejaba José Gabriel.
Comenzamos a hacerle algunas preguntas a José Gabriel, qué era esto, qué era aquello, dónde estaba la vaca, si había llovido, todo esto ocurría mientras José Gabriel manejaba y Eduardo José bajaba de la camioneta cada tanto y abría las tranqueras, lo cual me pareció que hacía con excesiva parsimonia, quedaba claro que Eduardo José no quería hacer el tonto, era de suponer que se habían criado en el mismo lugar y con los mismos padres, que también habían aprovechado los afectos de los mismos abuelos, realizado travesuras con los mismos primos y sospechado amoríos paralelos de las mismas tías, y fue por eso que entendí entonces que las botas de carpincho de Eduardo José y su pañuelo de seda no eran coqueterías de un tipo que vivía de su éxito profesional en la ciudad, sino más bien detalles que manifestaban una tradición aprendida en aquellas llanuras, por otro lado el Rolex de oro resultaba una coartada evidente de Eduardo José para disimular al gaucho que tenía dentro. Luego de trasponer el cuarto tranquerón y de no haber perdido ningún chico, José Gabriel evaluó la situación del grupo de animales que se veían al frente y a unos quinientos metros de donde estábamos. “Puede ser aquel que está solo”, dijo y agregó, “Los que tienen algún problema se separan o lo aislan los otros”. José Gabriel le preguntó a Eduardo José si se acordaba como era la vaca, “negra” dijo y todos nos reímos, los chicos metían su jarana sin pausas atrás en la caja y de pronto escuchamos que alguien gritó que ahí iba, “Allá va” se escuchó, y pudimos ver un alambre embellecido por el sol lanzando destellos plateados, era de unos tres metros de largo y todavía mantenía la silueta circular de estar colgado por años en una ferretería, el alambre parecía seguir al animal con una fidelidad de mascota que enternecía.
José Gabriel dijo que el plan consistía en mantener a todos los animales juntos, él  se acercaría a pie e intentaría enlazarla, yo me bajé de la camioneta sin saber mucho como ayudar en la cacería, la vaca en cuestión ni echaba espuma por la boca ni estaba en las últimas como me había imaginado, apenas tenía una renguera cuando andaba, y eso solo podía notarse si uno prestaba mucha atención. Eduardo José con los chicos atrás en la camioneta agarró el volante y esperó con el motor en marcha. Mientras tanto cuando José Gabriel iba hacia la izquierda, la manada iba hacia la derecha, luego yo iba hacia la derecha para cortarles el paso y la manada se detenía unos momentos, a mí se me antojó agitar los brazos y gritarles monosílabos, “Eah, Ooh, Uhhh “, imagino que haría el ridículo, intentaba que los vacunos volvieran sobre sus pasos, pero lo único que conseguía era que los chicos, Eduardo José, José Gabriel, y las vacas, me miraran expectantes como si de mi dependiera el curso de los acontecimientos que vendrían. Así estábamos todos estáticos como en una pintura del Renacimiento cuando José Gabriel dio un salto olímpico y se sumergió en la manada, y esta lo engulló sin que se escucharan esos sonidos que surgen del resollar grupal de los animales rurales amotinados contra la voluntad del hombre.
Como si fuera algo practicado o reconocieran en él al domador del circo, los vacunos comenzaron a girar alrededor de José Gabriel mientras enarbolaba el lazo que giraba y giraba buscando a la vaquillona y a su fiel alambre. José Gabriel arrojaba el lazo a la manada, dos, tres, cuatro, cinco veces, y muchas más. En ningún caso el lazo enlazó nada, ni a la vaca del alambre ni a cualquier otra vaca y eso que eran muchas. Los tiros de José Gabriel se parecían a los juegos de argollas que suele haber en los parques de diversiones donde parece tan fácil acertar y llevarte el enorme oso de peluche del primer premio y uno estira el cuerpo y luego el brazo y estando a escasos centímetros de los elementos en los cuales se debe acertar, pero no se acierta. Creo que fue la camioneta que Eduardo José probablemente cansado de esperar movilizó hacia el piquete vacuno lo que deshizo la adoración que el círculo de animales cernía sobre José Gabriel, y las bestias  emprendieron el escape en una estampida hacia donde me encontraba, yo trastabillé y caí de culo sobre la tierra arada y llena de mierda cuando retrocedí, y desde el piso pude ver lo milagroso que resultaba que enormes y torpes animales lanzados a la carrera sobre sus cortas y frágiles patitas, no se revolcaran sin remedio, mientras atrás, bastante más lejos de la última vaca, José Gabriel agitaba sus brazos y maldecía su inoperancia, cuestión en la que todos comenzábamos a estar de acuerdo.
Los animales –al fin pensamos todos- quedaron encerrados luego de aquella corrida contra un tanque australiano y parecieron esperarnos. El primero en llegar fue José Gabriel que comenzó a dar su número de circo, mientras Eduardo José ubicaba la camioneta con la carga de chicos de tal forma que cerraba la única salida a una nueva y potencial desbandada, finalmente, tanta alharaca de José Gabriel dio sus frutos que no fueron los que se esperaban, ya que una docena de vacas rebeldes saltaron el cable del boyero eléctrico, electricidad que las iba haciendo hacer morisquetas y contorsiones cuando lo tocaban y José Gabriel, desentendido de la vaquillona y su fiel alambre, comenzó a correrlas mientras aquellas ya pastaban en ese paraíso de forraje verde y sabroso que aún no se había criado lo suficiente. Era verdaderamente un misterio el despliegue de energía de José Gabriel, porque iba y venía y no lo acobardaban ni las caídas ni las patadas eléctricas que también él recibió cuando intentó sin éxito hacer volver a las vacas fugadas. Fue entonces que su mente fría y calculadora organizó la estrategia que contribuiría al éxito del salvataje de la vaca del alambre, aunque a estas alturas era cuestionable pensar en un salvataje, José Gabriel rengueaba, a mí me dolía con insistencia el culo debido a la sentada y Eduardo José que se había bajado de la camioneta sin tomar los recaudos pertinentes, mostraba un rojo bermellón en sus mejillas y el pañuelo de seda sosteniéndose apenas ladeado todavía del cuello, nuestra facha hacía pensar que estábamos casi en una trifulca con las bestias y aunque se hacía la hora del almuerzo y los ravioles ya se estarían calentando en las cacerolas, el orgullo íntimo e inexplicable del hombre tonto, no nos permitía resignar un metro del terreno conquistado a las vacas aunque hubiera un par de fugitivos que no era posible hacer volver al redil.
La batalla final comenzó cuando José Gabriel enlazó de puro ojete a la vaquillona rebelde y su consabido alambre, y una algarabía generalizada surgió del grito de los chicos que parecían un grupo de huérfanos abandonados sobre la caja de la camioneta, nosotros suspiramos aliviados, claro que no deberíamos habernos relajado pensando “Ya está, ahora es nuestra”, porque la vaca mañera al sentir el tirón de un elemento extraño comenzó a saltar, un corcoveo que alejó al resto del ganado y pudimos ver a José Gabriel sosteniendo la soga y detrás de la vaca como si fuera un héroe de la mitología, lamentablemente esta impresión duró poco, porque casi enseguida José Gabriel comenzó a ser arrastrado por el animal y a seguirlo servilmente para no perderlo, me preguntaba quién se cansaría primero, si el animal o el hombre, y en eso estaba cuando vi surgir de la sombra de un eucalipto a Eduardo José que con agilidad impensada alcanzó a José Gabriel y juntos se aferraron a la soga, y hundieron con fuerza los talones a la tierra arada, fue un instante en el cual grandes y chicos saboreamos la posibilidad del triunfo, fue un momento en el cual la vaquillona se quedó casi quieta, bufó, y de ese resollar apreciamos que le colgaban gruesas babas lánguidas y blanquecinas, la vaca levantó el lomo y la tensión de la cuerda llegó a su máxima expresión. Podía verse en las caras de José Gabriel y Eduardo José que casi rezaban porque la vaca recuperara la docilidad que estos animales suelen tener en las propagandas de chocolates, había que quitarle el alambre y así poder ir todos a almorzar, pero ninguna de estas cosas ocurrieron, porque la vaca rebelde corcoveó y comenzó a avanzar, y cuando la vaquillona comenzó a moverse, José Gabriel y Eduardo José eran arrastrados por ese avance, la vaca aceleraba y frenaba, lo cual aflojaba la cuerda y desparramaba a los hombres, y entonces la vaca tomando velocidad los hizo correr un buen trecho hasta que en una curva lo perdió a Eduardo José, al cual vi caer hacia adelante y rodar con cierto estilo, para luego pararse de inmediato como una continuación de la voltereta, los lentes siguieron en su lugar sobre el generoso puente de la nariz de Eduardo José a pesar de la acrobacia realizada. José Gabriel ya solo no pudo sostenerla y la vaca, con la soga al cuello y el alambre en la pata, huyó a campo traviesa, con un José Gabriel detrás que no desistía y la perseguía con enfermiza obstinación, un despliegue que nos hacía emocionar.
Es un hecho que de lejos no veo muy bien, así que lo que voy a contar a partir de este momento puede ser que lo haya imaginado, o que el deseo de que terminara este episodio me haya distorsionado la poca memoria visual a aquella distancia, es que yo había quedado rezagado y muy lejos luego que José Gabriel saliera corriendo detrás de la vaca y Eduardo José se subiera a la camioneta con todos los chicos a cuestas. Me pareció ver la camioneta en el horizonte y a la vaca girando a su alrededor, una figura chiquita que imagino sería José Gabriel rondaba a la vaca, se acercaba y se alejaba sin llegar a tocarla, hubo un momento en el vi a Eduardo José salir del vehículo y correr a la par de José Gabriel detrás del animal que seguía rodeando a la camioneta. Al parecer la soga era sostenida de alguna forma al vehículo, luego vi caer a la vaca al piso, lo vi saltar a José Gabriel con energía, como si la alegría de que el animal cayera al piso fuera incontenible, lo vi agacharse, imagino que retiraba el alambre de la pata, pero no tranquilo con ello, era evidente que algo pasaba, le gritaba y gesticulaba con los brazos a Eduardo José que subió a la camioneta y dio marcha atrás, cuando llegué al sitio, la vaca yacía de lado y aunque liberada de la soga no se ponía de pie, los ojos negros habían adquirido la opacidad de la arcilla, la respiración era corta y fraudulenta, José Gabriel se lamentaba en lugar de estar contento porque el animal parecía dar bocanadas desesperadas intentando respirar, pero era notorio que le costaba aferrarse a la vida, José Gabriel y Eduardo José llevaban incrustadas en las zapatillas y dispersas por la ropa la mierda de los revolcones y corridas, los chicos de pie en la caja miraban la situación en un silencio de espanto, la vaca se moría.
Cuando hoy prendí la computadora  y accedí a mi Facebook me encontré que José Gabriel y los chicos posaban con Tito en una fotografía de felicidad, la vaca que se había liberado al fin del alambre y que resultó ser un novillo de cuatrocientos cincuenta kilos -Tito-, no murió, José Gabriel y los chicos se encariñaron hasta la lágrima con ella o él, al parecer el animal agradecido luego de resucitar manoteando bocanadas aire -aunque se cuenta que se salvó porque José Gabriel llegó a hacerle respiración boca a boca- se apareció en el jardín al día siguiente de aquel episodio y parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada.


FIN