Se
extrañan tus besos. El pensamiento me asaltó como un robo mientras iba llegando a la
estación de Liniers, y sentí que tanto yo, como el entorno, como el día, cambiaban.
De pronto la sangre corría veloz. De pronto tuve que pensar adonde iba y que día
era. De pronto mi cuerpo y mi mente reaccionaban a ese pensamiento, a tus labios,
a tu boca entreabierta, casi podría asegurar que sentí el sabor y el aliento de
aquellos besos. Podría demorarme en ellos, buscar donde sentarme, detenerme, bajar
del tren en la próxima estación, abandonar las cosas que tenía por hacer, podía
perderme en un café, olvidar el libro que leía, podría haber hecho todo eso y
mucho más. Extrañaba tus besos, aquel ingreso a lo imposible, cuando el exterior
desaparecía en aquellas habitaciones donde adivinábamos los rincones y medíamos la
longitud de nuestros cuerpos. Tu piel en contacto con mi piel. Tu cuerpo
esperando. Mis manos avanzando, tocándote. Recordé las luces que
meticulosamente apagaba, la música que sonaba, la ropa arrinconada de cualquier
manera, los zapatos dispersos. Sentí el abandono lacerante de caer, el abismo amado y ansiado y tantas veces buscado y otras tantas negado. El tren se
detuvo. Bajó gente. Subió gente. Un vendedor voceaba su oferta. Un pibe le dio
el asiento a una mujer. Me extravié en las cotidianeidades del tren,
en su andar, en su falta de ruido ahora que los vagones eran nuevos. Miré hacia afuera, todavía tenía el libro en la mano y el bolso seguía en el piso. Suspiré con
pena y dolor, volví a la novela sabiendo y comprendiendo, que iba a seguir extrañándolos.