Me gustaría
escribir otra cosa, pensar en otra cosa, hablar sobre otra cosa. Pero no puedo.
Me paso contando los días, las semanas, y los meses. Desde que Ana María se
murió pasaron tantos meses. Desde que mi hermana se volvió loca pasaron tantas
semanas. Relaciono una muerte con otro tipo de muerte, la muerte de la
normalidad de mi hermana. Voy tres o cuatro veces por semana a la clínica
psiquiátrica donde mi hermana se encuentra internada. Estoy un rato con ella, siempre
tomamos mate, la escucho, cuenta poco, a mí me cuenta poco, pero cada tanto
libera en palabras ese mundo terrible que la acosa mientras otra interna de la
clínica se va desnudando delante de mí sin que nadie la mire, sin que nadie la
vea, ella hace un desnudo solo para mí, eso veo en sus ojos mientras a mi lado
mi hermana habla y habla ajena a lo que ocurre. Este es parte de mi nuevo
mundo. El beso de otra interna que tiene retraso mental. La sonrisa lasciva de
otra que abre mucho los ojos. La mujer del labio caído. Un mundo enfermo. Un mundo
triste y sorpresivo que no se cansa de golpear mis pensamientos y mi descanso,
que tensa mis músculos y deforma mis palabras y me obliga cada tanto a correr
con furia. Otra cosa es lo que preciso. Creer que todavía puede ser posible
recuperar ese andar mío con pausas y sonrisas, mirando a la gente que va y que
viene por la ciudad, sonreír con las lecturas que descubro y que no me han abandonado,
y detenerme a sacar fotos que necesito mirar una y otra vez y compartir con quién
quiero, volver a ser yo, besar y amar, soñar. Otra cosa, saber que en algún
lugar, en algún momento todo va a terminar. Vivir un poco mejor. No así. Vivir un
mundo feliz.
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