El fresco de
la sombra le produjo placer y el adormecimiento repentino lo invadió como un
enjambre de abejas furioso y sorprendido en una tarde de verano. Durante esos
momentos, escasos segundos de la vida diurna, Atilio Rossi volvió a ser un
chico de pantalones cortos corriendo detrás de una pelota de fútbol en el
barrio La falda de su ciudad natal. Jugaba de siete y en algunas ocasiones de
nueve. Se le daba bien la búsqueda de la pelota en los centros o las corridas
mano a mano con el zaguero que fuera, en algunas ocasiones cruzaba toda el área
y sorprendía a los defensores que desorientados un poco por los gritos de
atención del arquero perdían preciosos segundos en advertir que Atilio Rossi ya
corría con pleno dominio del balón hacia el arco entrando en el área.
El bocinazo de
un taxi que circulaba detrás de un camión de reparto arrancó a Atilio Rossi de
la posible conquista en el arco rival, y por
unos momentos no supo si patear o tirarse al piso de la bronca. Él había perdido
la oportunidad de convertir y ella seguía sin aparecer. Pero se equivocaba
Atilio Rossi porque la mujer, sin que él pudiera advertirlo había comenzado a doblar
la esquina que había dejado de mirar. Los zapatos negros y
sin lustrar, tampoco se había afeitado y el olor a sudor que sentía
dentro de la camisa lo acaloró un poco más, maldijo. Fue en ese
momento de confusión que la vio venir.
Habían ganado
aquel partido y cuando terminaron, un hombre con saco y corbata, un señor diría
su mamá, se le había acercado para preguntarle como se llamaba y donde vivía.
Atilio Rossi criado en la crudeza de las calles de tierra de un barrio sencillo
de familias tradicionales lo miró y no le contestó. El hombre –señor- dejó caer
una sonrisa comprensiva y le deslizó un papelito sin decirle nada,
tras lo cual se llevó la mano a un ala invisible de sombrero que a Atilio Rossi
le pareció extraño y se fue cuesta abajo, hacia el centro de la ciudad por la
calle Sarmiento.