miércoles, 21 de diciembre de 2016

- Papá, dijo la voz.


-         Papá, dijo la voz.

Luego escuchó una interferencia, era como si se hubiera introducido algo extraño en la línea y agudizó el oído. Dudó si había oído bien. Su pensamiento iba de la preocupación a la espera y volvía a la preocupación. Iba a decir algo, pero un susurro que se parecía a voz masculina y que surgió abriéndose camino entre las descargas e interferencias lo paralizó.
-          Papá, oyó otra vez.
Ahora estaba seguro que era su hija. Sin embargo enseguida, cuando estaba por responder, el ruido de fondo, algo que se parecía a un revoltijo de música y palabras sueltas, lo hizo callar y escuchar, se preguntó si las palabras correspondían a la canción, o eran de personas que estaban al lado de su hija. Dijo algo, pero la estática le hizo alejar el teléfono y cuando volvió a colocar el auricular en el oído, un silencio pesado e inmóvil lo sobrecogió. Sería un error. Su hija no lo había llamado. Sin embargo, era su voz, o creía que lo era. Miró la hora. No se había dado cuenta que seguía con el teléfono en el oído. Escuchó que algo se doblaba, ¿papeles? Alguien hablaba muy bajo, esperó.
-         Hola, dijo la voz de una chica, pero esta vez estaba preparado y se dio cuenta que no era la voz de su hija.
-         ¿Sí?, hizo la pregunta intentando mostrar tranquilidad.

No quería conversar con nadie. No quería que le estuviera pasando lo que le estaba pasando. No podía colgar. Sentía una angustia que le había endurecido el estómago y subía por el pecho. No quería comprobar que su hija todavía no había llegado. Del otro lado de la línea esperaban, le pareció escuchar un suspiro, fue como si se soltara un alivio y éste recorriera raudo la línea e intentara que del otro lado –él-, comprendiera. Se dio cuenta que actuaba en forma rara, que tantas historias que le habían contado los compañeros de la oficina, manejaban esta conversación. Tenía ganas de gritar y a la vez de correr. Miró la hora, todavía no eran las seis. Buscó, hurgó y miró entre los recuerdos de esperas un dato. Algo tenía que ver con el llamado, con la hora a la que habitualmente ella llegaba. La carcajada lo sobresaltó y se le cayó el teléfono. Desesperado, con las manos sudadas y de rodillas, volvió a ponerse el auricular y dijo “¿Hola?”. La línea estaba muerta. Ni siquiera por más que le dio un golpecito a la tecla de corte había tono. No podía pensar. El pasillo cuando se encaminó a la pieza de su hija pareció tragarlo.


miércoles, 14 de diciembre de 2016

LAS PIERNAS DE MAMÁ


Primero fue el bastón, algo que pasaba bastante desapercibido. Un bastón de aluminio marrón con un taco de goma y una empuñadura plástica. Creo que mamá solo andaba con un poco de artrosis, pero todavía nunca se había caído. Cuando se cayó y se quebró la cadera del lado derecho, y la operación salió mal, apareció el andador. Era un artefacto ancho como si fuera un pedazo de baranda con dos rueditas abajo que mamá empujaba, y cuando debía dar el paso con el pie malo  –el derecho- descargaba todo el cuerpo sobre la “baranda”. Resultaba incómodo para circular adentro de la casa, chocaba con los marcos, con las puertas entreabiertas y rayaba las paredes del pasillo. Para ir al baño era una verdadera odisea, por momentos no se sabía si entrar de costado, de frente, o dejarlo afuera.
Me parece que después vino un cierto tiempo de mejoría, donde mamá se acostumbró otra vez a depender solo del bastón marrón y el andador quedó olvidado en el quincho del fondo juntando polvo. Pero un descuido cuando estaba por darse una ducha le quebró la otra cadera, y aunque en este caso la operación salió bien, estas cosas hicieron que mamá se fuera quedando más quieta. El desánimo hizo el resto. Ella ya no intentaba recorrer la casa y sus rincones ordenando y recogiendo las cosas abandonadas o tiradas. Dejó de preparar comidas. Apenas calentaba el agua en la hornalla. Ambos brazos que debido a la artrosis habían perdido movilidad, se le fueron pegando más al cuerpo y le costaba incluso levantar la pava unos pocos centímetros para cebarse un mate.

El resto es conocido. El tiempo pasó y a pesar de las visitas periódicas del médico y de la kinesióloga y de que ella incluso se resistiera llegó la silla de ruedas. Al principio se resistió a sentarse en ella, pero cuando vio que no tenía alternativa para salir de la pieza, dejó que la sentáramos y la lleváramos como si fuera un chico. Me acuerdo de esa primera mirada de mamá mirando sus piernas sentada en la silla de ruedas, del suspiro que hizo, y de las palabras que no dijo cuando llegamos al patio.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

TRÁNSITO

Salimos del túnel de la cochería donde fue el sepelio y el tránsito de la calle Estomba nos recibe impiadoso, ofensivo. La comitiva es de apenas tres coches. Mamá va adelante, mi hermana y yo en el que sigue y mi familia en el último. El semáforo de la esquina nos detiene. No quiero mirar a mi hermana, sin embargo la miro y veo su cabeza algo inclinada hacia la izquierda y hacia adelante, no está llorando aunque percibo que cualquier palabra, un monosílabo, otro semáforo que nos detenga puede romper ese efímero equilibrio de agua por salir. Es viernes y la ciudad tiene el tránsito y los ruidos propios de un día laborable que molesta y sin embargo de alguna forma agradezco porque me sostiene. Mientras mi hermana ahora llora, ella sí puede.

Avanzamos lentamente, algunos coches nos demoran, otros, cuando advierten el pequeño cortejo se hacen a un lado y avanzamos un poco a los saltos por el estado de la calle, y otro poco zigzagueando para evitar los pozos. Me doy la vuelta para ver el coche de mi familia pero no está, pienso que el semáforo anterior los debe haber capturado. Pasan unos momentos y advierto al volver a mirar hacia atrás con la esperanza de verlos que una fila de varios coches, seis o siete está detrás de nosotros. Me alegro estúpidamente, pensando que la gente, los conocidos de mamá, estaban afuera esperando que saliéramos para acompañarnos. En algún momento cuando falta poco para llegar, suena el celular, mi hija me pregunta donde estamos. Intento pero no logro hacerme entender, ella no conoce la ciudad, y yo me he olvidado de los nombres de las calles. El semáforo libera la larga fila de autos y subimos a un empedrado que nos llevará directo al cementerio donde vamos a bajar el cajón, a dejar a mamá, a enterrar a mamá.

jueves, 17 de noviembre de 2016

LA ULTIMA VEZ QUE MAMA SE ENOJO CONMIGO



La muerte reciente de mamá me hizo acordar de la última vez que se enojó conmigo. La muerte hace estas tretas. Ella todavía caminaba bastante bien, solo se había quebrado una de las caderas y no necesitaba el bastón. Estábamos tomando mate en la cocina cuando entró mi hermana.
-  Dani, miré el resumen que me mandaste el otro día, dice mamá que hay un error. Eso dijo mi hermana y se fue a hacer no sé que mandado.

Me corté un pedazo de queso y esperé que Ana María dijera algo. Pero no dijo nada. Los mates iban y venían y el agua se estaba enfriando, también se estaba por acabar. Me puse de pie y dije, restándole importancia al comentario de mi hermana. La televisión estaba encendida pero sin volumen.
Siempre me dice lo mismo, que me equivoco, que hago mal las cuentas.
Eso fue lo que dije, dando por sobreentendido que mamá estaría de acuerdo conmigo.
Cuando habló no podía verme ni yo a ella, nos dábamos la espalda. Ella miraba hacia el patio y yo estaba de pie queriendo prender una hornalla de la cocina para calentar más agua, masticaba todavía el pedazo de queso.
Daniel, dijo e hizo una pausa. Algo se removió en el recuerdo.
Mamá jamás me llamaba así, siempre fue Dani, o hijo, o cualquier otra cosa. Tuve que tirar el fósforo porque casi me quemo los dedos. Encendí otro y puse la pava al fuego. Ella habló.
Tu hermana tiene razón. Por una vez se la tengo que dar.
El tono de voz era distinto, provenía de un lugar que yo no le conocía a mamá. Las vocales marcaban una cadencia de molestia, cierta desazón. Pensé que podía ser que me hubiera realmente equivocado en las cuentas.
Está bien mamá, voy a revisarlo luego, dije.
Hirvió el agua, tiré la yerba vieja, puse la nueva, humedecí el primer mate, esperé que las burbujas del agua descendieran perdiéndose en la calabaza, chupé aire y agua, volví a sentarme al lado de mamá.
No son las cuentas hijo. Es la forma en que le escribiste. Ese es el error que le mencioné a tu hermana. Dijo mamá.
Ana María no estaba enojada, más bien estaba un poco triste o nostálgica, o ambas cosas. Agregó después:
La matemática nunca falla. El afecto con el que decimos o escribimos algo debería ser más matemático que humano, me dijo,  y siguió mirando hacia el patio.

viernes, 4 de noviembre de 2016

CUANDO LA REALIDAD SUPERA LA FICCION (reseña)



Las hermanas Katherine y Sheila Lyon tenían 10 y 12 años respectivamente, cuando desaparecieron el 25 de marzo de 1975 en Maryland, Estados Unidos. Fue luego de caminar al Wheaton Plaza Shopping Center. Habían planificado comer pizza. Pero nunca más fueron vistas.
En el inicio de la novela una mujer tiene un accidente de tráfico del cual sale ilesa, pero se ve envuelta luego en una investigación policial.
Laura Lippman parte de un hecho real ocurrido en 1975, dos hermanas desparecieron en un centro comercial y nunca fueron encontradas, y escribe una novela intensa, dinámica e inquietante.
Lippman va trazando el perfil de esta mujer, del detective que toma el caso, de la abogada que la aconseja, de la doctora que la revisa. Cada una de las personas que toma contacto con la mujer es cautivada por ella de alguna forma, y desean ayudarla.
Es ella un poco extraña, lo es.
Es ella de una belleza intrigante, lo es.
Es ella inteligente, decidida, testaruda, lo es.
Es ella sincera... tal vez sí, tal vez no.
Al final, cuando todos ya están comenzando a comprender por qué actúa así, quién es ella realmente, Laura Lippman nos sorprende dándole a esta estupenda intriga policial y dramática un giro nuevo e inesperado.
¿Es ella una de las hermanas desaparecidas? Pero si lo es, ¿Cómo ha sobrevivido? Y, ¿Dónde ha estado todos estos años?

LO QUE LOS MUERTOS SABEN - Laura Lippman, Ediciones B, 440 págs.



viernes, 28 de octubre de 2016

MURAL

Ana María se murió hace apenas unos días. Como no podía ser de otra manera, fue triste.
Hace un año los análisis indicaron que le quedaba poco tiempo. Vivimos lejos. Comencé a visitarla mucho más de lo habitual. Un fin de semana sí, un fin de semana no. En ocasiones me acompañaban mis hijos.
Cuando su cuerpo todavía se lo permitía, se levantaba y en la silla de ruedas la llevaba a la cocina donde solíamos pasar la mayor parte de las horas. Veíamos a Mirta Legrand en la televisión. Ella se divertía y me decía que Mirta era más vieja que ella y sin embargo lo bien que estaba. Las mañanas pasaban rápido, comíamos, después dormía la siesta.
Recién conocí a Ana María este último año, es que cuando uno es chico o joven, cuanta atención le presta a los padres. Ellos están ahí, disponibles, la comida y la ropa están a mano. Es una época donde no existe la conciencia de la muerte.
Las horas y los días que pasamos juntos, las charlas y los silencios que compartimos, el afecto manso que nos brindamos, las preguntas que no nos hicimos, me dieron y le dieron también a ella, una muerte amable. Igual dolió, igual duele. Estoy triste pero no me quejo.
La mañana en Bahía Blanca estaba soleada y ventosa cuando la llevamos al cementerio, y de la arboleda de eucaliptos centenarios que rodea las tumbas descendía una tranquilidad que reconfortaba. Comenzaba el día, la tierra arenosa y oscura cayó sobre el cajón, luego nos fuimos.
Al volver a la casa Agustina propuso pintar un mural en la pared medianera. Nos pareció bien. La pintura puede verse desde la pieza de Ana María y también desde la cocina. No estoy triste porque pudimos compartir lecturas y crucigramas, hablar de nuestras cosas, llevarte un libro, ayudarte con las pantuflas y tomar unos mates.

Yo no sé si como algunos creen te vamos a volver a encontrar, yo no tengo esa fé, pero lo que si tengo es un recuerdo tangible, entrar a tu pieza cuando ya no estabas y sentir el perfume que usabas, recoger la manta que cubría tus piernas, guardar la silla de ruedas, son sensaciones que no tienen nombre pero no estoy triste Ana María, solo me siento algunas veces un poco extraño, como ahora mientras escribo.

miércoles, 6 de julio de 2016

EL TREN PASA


Buscaba las vías esa mañana. Las buscaba como seleccionando donde. Las buscaba pensando en cuando. No había nubes ese día y las chicharras del paso a nivel sonaban y sonaban y no dejaron de sonar en toda la mañana. Me acuerdo porque uno se acostumbra más al ruido de la ciudad que al silencio, y puede descubrir los ruidos que son ajenos al ruido habitual. Me acuerdo porque no era el sonido de las chicharras lo que me molestaba, no el sonido en sí, sino que lo que modificaba el ruido habitual era la continuidad del sonido de la chicharra que iba dejando su cadencia para irse transformando en un grito, era como un alarido de animal herido. Aunque sea difícil de explicarlo había algo más en la persistencia de aquel sonido. El caos. Sentí que el caos estaba golpeando a mi mente. Laura se había ido hacía dos meses y su ausencia todavía escalaba el dolor. Me preguntaba cuando podría yo sentir que remitía, sin saber que eso, seguiría por más de un año acechándome, y que aún pasado ese tiempo, no es que me olvidaría o ya no me dolería, sino que, habría algo parecido a una transformación, una mutación, el dolor no sería dolor, sería un recuerdo doloroso.
El tren pasa todos los días por Flores, y el tiempo no pasa en las fachadas de este lado de las vías. Del otro lado, hacia Rivadavia, es distinto. Del otro lado se abren y cierran negocios. Del otro lado van y vienen los colectivos y las ambulancias, los taxis y la gente. Del otro lado el mundo no para. Del otro lado el tren tampoco para. Miro la hora. No es tarde pero tampoco es tan temprano para ser día de trabajo. Pero que importa la hora, que importa la costumbre de cumplir con ciertos horarios. Tiro el pucho a la cuneta de la calle, veo a una pareja que camina por la vereda de enfrente. La chicharra no deja de sonar. Busco el celular en el bolsito y miro la hora. Algo más de las ocho. Acomodo la correa del bolso para que no lastime al hombro. Ese hombro, está más caído que el otro.

Ricardo se acomoda la camisa que se le ha salido un poco dentro del pantalón y comienza a caminar hacia el paso a nivel. A medida que avanza hacia las vías la chicharra del paso a nivel se hace cada vez más fuerte y Ricardo necesita abrir y cerrar la boca. Boquea. La barrera ha quedado a media altura y permite que los coches puedan pasar. Al ruido de la chicharra se suman los bocinazos. Un Renault 12 de color gris que está detenido, tiene el capó debajo de la barrera. Ricardo avanza al lado de la fila de vehículos que se ha ido formando. La mujer sentada al lado del conductor, parece decirle al marido que ni se le ocurra pasar. El hombre adelanta su cabeza e intenta mirar hacia ambos lados. Hacia la derecha puede ver bastante bien, eso piensa Ricardo que ha llegado al lado del coche, pero a la izquierda no. La vía a la izquierda, hace una curva que se cierra bruscamente y la visión se interrumpe por  el fondo de las casas construidas junto a la vía. La mujer se enoja, y aunque parezca increíble dentro de semejante bochinche, Ricardo la oye y la ve gesticular cuando el tipo adelanta el coche un poco, mientras se inclina sobre el volante. Los bocinazos y la chicharra parecen enloquecer, y hay tanto ruido que, de alguna forma no importa. Hay algo de incomprensible en  el Renault avanzando y a punto de cruzar las vías. Puede la vida valer tan poco, tan nada, y los demás coches insistiendo a bocinazos para que el Renault cruce.  Ricardo se demora en el zigzag metálico para peatones y vuelve a mirar la larga fila de ruidos que late en el paso a nivel. En ese momento el tren pasa.

miércoles, 8 de junio de 2016

AFUERA LA LLUVIA


Antes de salir de la cama tiene un pensamiento de los que él llama luminoso, sin haber abierto los ojos, en la tibieza y suavidad de la cama, apenas consciente, lo deletrea y lo sabe sólido, incuestionable. Contento pone un pie afuera de las sábanas con sigilo, no quiere despertarla.

-¿Y qué vas a hacer allá en una cabaña en la sierra?, le dice ella.
Él sonríe. Un poco lo hace para decir sin decir. Piensa: “como si uno no pudiera estar así, no hacer, solo estar”. Sabe que a ella le molesta pensarlo sin hacer nada, o leyendo, o mirando una película, pero por otro lado la pregunta es bien jodida, y se le ha incrustado en el cerebro de manera amenazante, tiene que responder para liberarse.
-¿Hay que hacer algo?, comenta y enseguida se arrepiente. En realidad el pensamiento se le escapa, sale de él como una provocación, como si el temor que incluso él mismo tiene, porque sería una tontería negarlo, se expresara sin poder  contenerlo.

Bajo el brazo lleva en un revoltijo apretado, la ropa que va a ponerse. Ya en el baño, esa primera meada del día le alivia el cuerpo pero no la mente. El espejo es amplio y alcahuete. No se detiene mucho en esa imagen, no debe. Cuando el dentífrico entra en contacto con su boca, algo de cordura mental llega al cerebro. Mientras se enjuaga, el pensamiento luminoso retorna manso y dulce.

Afuera la lluvia se escucha como un gorgoteo intenso que no parece encontrar la manera adecuada de discurrir. Se encuentra atrincherado al lado de un viejo calefactor que hace años debería haber dejado de funcionar. Sin embargo todavía funciona. Hay ciertas angustias que llevamos clavadas a la espalda. Recuerda que le ocurre a menudo, es como si las cosas cotidianas neutralizaran durante su práctica, las ideas y los deseos. También el dolor.

miércoles, 1 de junio de 2016

SE EXTRAÑAN TUS BESOS


Se extrañan tus besos. El pensamiento me asaltó como un robo mientras iba llegando a la estación de Liniers, y sentí que tanto yo, como el entorno, como el día, cambiaban. De pronto la sangre corría veloz. De pronto tuve que pensar adonde iba y que día era. De pronto mi cuerpo y mi mente reaccionaban a ese pensamiento, a tus labios, a tu boca entreabierta, casi podría asegurar que sentí el sabor y el aliento de aquellos besos. Podría demorarme en ellos, buscar donde sentarme, detenerme, bajar del tren en la próxima estación, abandonar las cosas que tenía por hacer, podía perderme en un café, olvidar el libro que leía, podría haber hecho todo eso y mucho más. Extrañaba tus besos, aquel ingreso a lo imposible, cuando el exterior desaparecía en aquellas habitaciones donde adivinábamos los rincones y medíamos la longitud de nuestros cuerpos. Tu piel en contacto con mi piel. Tu cuerpo esperando. Mis manos avanzando, tocándote. Recordé las luces que meticulosamente apagaba, la música que sonaba, la ropa arrinconada de cualquier manera, los zapatos dispersos. Sentí el abandono lacerante de caer, el abismo amado y ansiado y tantas veces buscado y otras tantas negado. El tren se detuvo. Bajó gente. Subió gente. Un vendedor voceaba su oferta. Un pibe le dio el asiento a una mujer. Me extravié en las cotidianeidades del tren, en su andar, en su falta de ruido ahora que los vagones eran nuevos. Miré hacia afuera, todavía tenía el libro en la mano y el bolso seguía en el piso. Suspiré con pena y dolor, volví a la novela sabiendo y comprendiendo, que iba a seguir extrañándolos.

jueves, 26 de mayo de 2016

UN MUNDO SOÑADO, reseña

Novela, 352 páginas, Salamandra.
distinguida con el Desmond Elliott Prize 2012

Hay libros que no sueltan.
Es decir, libros que no te permiten dejar de leerlos, o si tenés que hacer otra cosa estás deseando volver a ellos para ver como sigue la historia.
Hay libros que tienen la voz de un chico.
Dicen que los chicos no mienten, eso es lo que ocurre, entonces leer una historia narrada desde el punto de vista de un chico, tiene la brutalidad de la verdad lisa y llana.
Hay libros que además cuentan situaciones cotidianas y normales.
Que desprenden una tranquila normalidad que sacude.
Grace McCleen es una joven galesa que escribió un libro que no suelta, que tiene la voz de Judith,  una nena de diez años y que cuenta las cosas que esa nena vive ligada a un mundo, donde la religión es excluyente, donde el Armagedón, es decir el fin del mundo, está a la vuelta de la esquina.
Judith crea “Un mundo soñado” en su habitación. Con trocitos de telas, latas, cartones, alambres, vidrios y lápices de colores, esta chica tan particular y muy sensible, crece, y lo hace rodeada de estrecheces, tanto materiales como afectivas. Pero Judith también tiene esperanza como cualquier chico, que su papá le sonría y haga una caricia, y que también le vaya bien en el trabajo para que deje de angustiarse. Su mundo soñado.

Estructurada en capítulos breves, organizada en V libros (hay un guiño bíblico en ello), los diálogos que Judith sostiene con la maestra, con sus compañeros, con los vecinos y con dios; motorizan la novela. El lenguaje es simple y transparente. Un libro para el asombro, que se disfruta y obliga a reflexionar.

martes, 17 de mayo de 2016

ATILIO ROSSI 1


El fresco de la sombra le produjo placer y el adormecimiento repentino lo invadió como un enjambre de abejas furioso y sorprendido en una tarde de verano. Durante esos momentos, escasos segundos de la vida diurna, Atilio Rossi volvió a ser un chico de pantalones cortos corriendo detrás de una pelota de fútbol en el barrio La falda de su ciudad natal. Jugaba de siete y en algunas ocasiones de nueve. Se le daba bien la búsqueda de la pelota en los centros o las corridas mano a mano con el zaguero que fuera, en algunas ocasiones cruzaba toda el área y sorprendía a los defensores que desorientados un poco por los gritos de atención del arquero perdían preciosos segundos en advertir que Atilio Rossi ya corría con pleno dominio del balón hacia el arco entrando en el área. 
El bocinazo de un taxi que circulaba detrás de un camión de reparto arrancó a Atilio Rossi de la posible conquista en el arco rival, y por unos momentos no supo si patear o tirarse al piso de la bronca. Él había perdido la oportunidad de convertir y ella seguía sin aparecer. Pero se equivocaba Atilio Rossi porque la mujer, sin que él pudiera advertirlo había comenzado a doblar la esquina que había dejado de mirar. Los zapatos negros y sin lustrar, tampoco se había afeitado y el olor a sudor que sentía dentro de la camisa lo acaloró un poco más, maldijo. Fue en ese momento de confusión que la vio venir. 
Habían ganado aquel partido y cuando terminaron, un hombre con saco y corbata, un señor diría su mamá, se le había acercado para preguntarle como se llamaba y donde vivía. Atilio Rossi criado en la crudeza de las calles de tierra de un barrio sencillo de familias tradicionales lo miró y no le contestó. El hombre –señor- dejó caer una sonrisa comprensiva y le deslizó un papelito sin decirle nada, tras lo cual se llevó la mano a un ala invisible de sombrero que a Atilio Rossi le pareció extraño y se fue cuesta abajo, hacia el centro de la ciudad por la calle Sarmiento.

lunes, 9 de mayo de 2016

SEÑALES 1

Pocas veces teníamos la fortuna que alguien viniera de visita a distraernos. Al menos, unos minutos o acaso una hora, y hoy me doy cuenta que tanto Ana María como yo, buscábamos esos momentos para olvidar un poco el tiempo que vivíamos, o el tiempo que le quedaba por vivir a Ana María. Como en la tregua de una batalla que seguiría, relajábamos nuestra mirada, los músculos y el pensamiento. Conversábamos las banalidades que la vida crea cuando se desconoce e ignora cierta fatalidad, tonteábamos, pero no había ironía ni burla en ello, llegábamos a convencernos que quizás esa era la forma más feliz de que los minutos pasaran, claro que cuando esta persona extraña a nuestro dolor se iba, éste resultaba más filoso y dañino, ya que se ponía en evidencia la farsa de la hora anterior, y entonces, el silencio se adueñaba de nuestra boca, y los movimientos se volvían torpes, dejábamos de mirarnos de frente, decíamos que estábamos agotados por la jornada, recordábamos un par de frases y simulábamos que debíamos irnos rápido a descansar, porque el día terminaba y mañana sería otro nuevo, una pequeña guerra distinta pero con ciertas similitudes, que nos encontraría escépticos pero dispuestos, porque durante la noche y la madrugada el inconsciente de cada uno construiría sin prisas y sin pausas, la personalidad necesaria para tal fin. Y así amanecía y nos levantábamos otro día, una vez más, esperando que llegara la próxima visita o que mamá muriera.

jueves, 5 de mayo de 2016

LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO

                                                                                                               Mariana Enríquez

Acaba de aparecer el nuevo libro de cuentos de Mariana Enríquez, y quiénes la hemos ido leyendo a lo largo de su trayectoria literaria percibimos en la lectura de sus relatos algo que cuesta definir y que se parece bastante, a esos pensamientos que podemos tener de cuestionable moralidad, y que nos inquieta muchas veces compartir. El morbo en su justa medida.
No resulta sencillo escoger un cuento por sobre otro, decir que este me gustó más, o que aquel resultó un cuento soberbio, y ese otro es  apenas un relleno, sería injusto.
La mecánica de los cuentos de Mariana nos introduce con mucha (demasiada) naturalidad en los hechos cotidianos y las relaciones humanas. En ellas hay cierto agotamiento, cansancio, desidia y disconformidad, y entonces ocurre algo.
Puede ser que aparezca una persona con alguna particularidad en su andar o le falte una parte de su cuerpo, un animal que se comporta de manera extraña, una casa cerrada y tapiada o una ruta poco concurrida, también un objeto que no podemos dejar de observar.
A partir de este momento ese elemento, o persona, o animal, nos irá guiando por la historia a un desenlace que el lector advertirá, se produce primero en su mente, es decir antes que lea la última frase del cuento.

Y acá radica lo mejor de la escritura de Enríquez. Ella logra mantener “incómoda” nuestra lectura, las cosas que cuenta Mariana incomodan, y en esa incomodidad tomamos la decisión de concluir inconscientemente el relato, y nos equivocamos, porque cuando llegamos al final, aquellos pensamientos de cuestionable moralidad y cierto morbo, han ocurrido dentro nuestro, y los relatos concluyen con la misma naturalidad (demasiada) con la que habían iniciado.

Mariana Enríquez
Anagrama, 197 páginas
Cuentos

lunes, 25 de abril de 2016

DEL OTRO LADO


Un hombre en la calle está sentado encima de un carrito de cartonero, y a su lado un perro. El sol brilla sacándole lustre a las cosas. Abro el libro que me acaban de regalar, “Una suerte pequeña”. No sé muy bien porqué pero sonrío. Leo un par de páginas de la novela, y la contratapa, la foto de Claudia Piñeiro es la de sus libros anteriores. “La que es, la que fue, la que había sido alguna vez”, señala la contratapa. Me encuentro a gusto en esta melancolía luminosa que organicé sin proponérmelo.
El hombre del carro se recuesta sobre los plásticos y los cartones que ha juntado. El sol parece esforzarse por encandilar cada rincón de la calle. La gente que pasa alrededor del carro no lo mira, el hombre parece sentir una alegría casi infantil, y se lo ve retozar entre los cartones que recogió mientras acaricia al perro.
Aunque el tiempo modera las aristas del pasado, hay pasados que se sienten tan presentes como la realidad cotidiana.

En la novela Mary llega después de varios años a la ciudad que no quería volver, sin embargo en ese no querer hay una ambigüedad que resulta tan sospechosa como mi querer olvidar. Ella vuelve y el tránsito de la avenida Paseo Colón se parece mucho al flujo de un río cuando el semáforo verde libera a los coches. El hombre del carro no se molesta siquiera en darse la vuelta para ver el tránsito que de alguna manera lo amenaza, sin embargo su perro está alerta. Vuelvo al libro pero estoy distraído, miro la pantalla del celular para ver si hay algún mensaje y comienzo a guardar las cosas. Echo una última mirada al hombre del carro cuando voy saliendo, pareciera estar aguardando que algo ocurra. Sin embargo el tránsito fluye con cierta normalidad por la avenida, hasta el próximo semáforo, en rojo, del otro lado.

En un tiempo viví del otro lado,
de esa persona,
de aquella espera.

martes, 12 de abril de 2016

PREGUNTAS PARA ANA MARÍA, anticipo de la nueva novela de Daniel Fuster


Tengo la edad que Ana María tenía cuando estuve en la guerra. Tengo una hija que tiene la edad que yo tenía cuando estuve en la guerra. Es inevitable trazar paralelismos.
Tengo preguntas.
Ana María es una mujer vieja y tullida, un día cuando llegué a su casa la vi muerta, y si bien ahora anda mejor, ambos sabemos que la muerte es parte de su vida. De nuestras vidas.
Como se vive sabiendo que en cualquier momento te vas a morir.
Como se sonríe.
Como se puede leer un libro y hacer palabras cruzadas. Leer el diario.
Como se puede saborear la comida y levantarse de la cama.
Como fue la espera durante la guerra Ana María.
Como fue la despedida que no me acuerdo.
Como fue el regreso que tampoco me acuerdo.
Tengo preguntas Ana María.

Jamás nos sentamos a conversar de aquel tiempo en el que estuve en el Sur como soldado y la Argentina estaba en guerra con Inglaterra. Tantos días de ausencia, de incertidumbres, de incomunicación. Vos no preguntabas. Yo no te contaba.
Tengo preguntas que hacerte Ana María.

jueves, 31 de marzo de 2016

UNA IDEA ESQUIVA 2


Estudio para Sol de la mañana - 1952 - Edward Hooper

La idea comenzó a tomar forma aquel día lunes. Era feriado de carnaval que se extendía al martes inclusive. Hacía calor y entre las plantas del patio las chicharras ululaban. Elaboraban un sonido que le dominaba los pensamientos y a la vez una dulce modorra le pesaba en los párpados y se los cerraba. Desde la calle llegó el voceo familiar del megáfono, un hombre en una camioneta vieja compraba cosas en desuso por el barrio. El ruido de botellas chocando y la radio del vecino acallaron por un momento el frenesí de los insectos. Se equivocaba, aunque aún no lo sabía, erraba al sentirse tranquilo y cómodo, aletargado. Había estirado las piernas cuan largas eran y casi traspasaba la silla al otro lado de la mesa en la que se había ubicado para escribir y para leer. Ahora agarra la birome y escribe la fecha, siempre escribe la data antes de empezar, las chicharras reaparecen con inusitada intensidad, sale el sol y además, escucha que lo llaman. Todo ocurre en forma simultánea y es too much para que esa idea, la que iba cobrando forma pero que aún estaba en gestación se diluyera en no sabía exactamente qué, pero se daba perfecta cuenta que la idea se le había extraviado. Se molestó aunque no demasiado, estaba acostumbrado a que las ideas se fueran, volaran antes que llegara a verificarlas y escribirlas, se puso de pie y dejó para más tarde ordenar las cosas que estaban sobre la mesa. Claudia decía que partía siempre de una imagen, algo distinto y potente, antes de esa imagen ni siquiera intentaba sentarse a escribir.

Ella parecía a gusto mostrando las lechosas nalgas, miraba hacia la ventana mientras él veía como los lunares le recorrían la espalda. Pensó que estaba dentro de un sueño. Se pellizcó y nada ocurrió. Quizás también eso podía ocurrir en el sueño. 

jueves, 10 de marzo de 2016

L´AMICA GENIALE - Reseña

LA AMIGA ESTUPENDA, Elena Ferrante
Pengüin Random House, 388 páginas
novela



Tengo que reconocer que cuando leí la publicación que daba cuenta de este libro, ni el título: “La amiga estupenda”, ni el diseño de la portada me gustaron. Tampoco me había gustado ese halo a best-seller que se desprendía de la cantidad de ventas. Sin embargo de la nota, surgía el misterio creado alrededor del autor, desconocido, se dudaba que fuera una mujer, y solo daba entrevistas a través de un intercambio escrito con los editores. Sentí curiosidad.

“Vivíamos en un mundo en el que, con frecuencia, niños y adultos sufrían heridas que sangraban, luego venía la supuración y a veces se morían. Una de las hijas de la señora Assunta, la verdulera, se hirió con un clavo y murió de tétanos. El hijo menor de la señora Spagnuolo se murió de crup”.

UNA SORPRESA ESTUPENDA, así calificaría yo a esta novela (primera de la tetralogía Dos Amigas) que narra la relación entre dos chicas que van creciendo juntas en un barrio de gente humilde en la ciudad de Nápoles. Cronológicamente ubicada en los años de la posguerra, Lenú y Lila cuentan alrededor de 7 años. No conocen la ciudad más allá de las calles del barrio, nunca han ido al mar. En un ambiente social en el que el dinero no alcanza, donde vivir conlleva un esfuerzo, donde no parece haber futuro, y la hostilidad de la vida es manifiesta, una relación entrañable tiene su origen. ¿Estudiar?

“Lila apareció en mi vida en primer curso de primaria y enseguida me impresionó porque era muy mala. Todas éramos un poco malas en clase, aunque solo cuando la maestra Oliviero no nos veía. Pero ella era mala siempre.” 

A lo largo de la novela los hijos como los padres crean vínculos, afectos y rencores, lo único válido es trabajar, qué puede significar en ese mundo la lectura de un libro, pero para la hija del zapatero (Lila) y la hija del conserje (Lenú), los libros, el latín y el griego, el italiano y no los dialectos, las cartas y las conversaciones, trazarán un vínculo de amistad, donde una de ellas, Lenú (la voz narrativa) envidiará en Lila, esa forma de ser.

“En una de esas ocasiones levanté la vista un momento y vi a una muchacha alta, delgada, elegante, con un hermosísimo dos piezas rojo. Era Lila. Acostumbrada a atraer las miradas de los hombres, se movía como si en aquel lugar atestado no hubiese nadie. No me vio y yo dudé si debía llamarla.” Cuenta Lenú cuando ya han pasado varios años, y son adolescentes de 15 años.

Lila está siempre un paso delante de Lenú, en las lecturas, en los aprendizajes, en las relaciones humanas. Lenú por momentos la rechazará y se sentirá rechazada, y sin embargo el vínculo entre ellas no se romperá. Vivirán hechos duros y crueles, y habrá otros algo felices. Crecerán y a medida que esto ocurra, descubrirán cada una a su manera, lo que significa ser mujer, en una época y lugar donde los hombres tienen la autoridad que les da únicamente el haber nacido hombres, y los desafiarán con valentía.

“Yo creo que los libros, una vez que ya fueron escritos, no tienen ninguna necesidad de los autores. Si tienen algo para decir, los lectores lo encontrarán tarde o temprano y sino, no”. Elena Ferrante. 
Basta con haber leído esta novela para estar de acuerdo.

imagen del libro en su edición en Italia
origen supuesto de Elena Ferrante



martes, 1 de marzo de 2016

VERONICAS DE PAPEL ARRUGADO


No sé porqué el dorso de un papel, que resultó ser el de una figurita de esas que coleccionan los chicos me hizo acordar de ella. Quizás haya sido en donde estaba el papel, o en como estaba cuando lo encontré. Lo cierto es que un momento después de aquel suceso, comencé a extrañarla. Al principio fue como si de un descubrimiento se tratara, y luego del primer momento extrañarla fue una acción sin pausas, algo inevitable como el agua de todos los días. Llegué a la cocina comedor de la casa con la inercia del pensamiento anterior, pero no pude darme cuenta ni recordar lo que me había llevado allí. Lo primero que advertí fue que el ruido de la casa seguía su normalidad y ese hecho vigorizó de alguna manera su ausencia. Volver a su pieza, encontrar el acolchado violeta prolijamente colocado, le encantaban las cosas en tonos lilas, la ausencia del destello de la lámpara sobre la mesita, muerto su brillo, todo aquello me produjo una nostalgia que no recordaba haber experimentado. Y ahí estábamos, el parquet color marrón claro, este recuerdo y yo, todos nosotros como esperando ser transitados.

Fue casi un susurro, algo que no pude impedir, mis labios dijeron: “te extraño”, y acaso ellos confesaron por primera vez lo que presentí cuando se marchó, cuando fue estirando las visitas y sus ausencias tomaron la consistencia de días y semanas concretos. Sentí el efecto que una lágrima por asomar produce cuando se reprime. Con temor me pregunté si ella extrañaría. No supe responder, aunque en realidad no quise responderme. Imaginarla en su nueva vida fuera de mi vida, lejos, madurando entre risas y algunos llantos. La independencia te hace más fuerte. La independencia también te hace más solo.

Cuando volví a la cocina un silencio masivo se hizo evidente, miré hacia la ventana pero el cielo ya no estaba ahí donde lo había dejado, sacudones oscuros lo reemplazaban. Cuánto podría haber pasado desde que con aquel papel arrugado yo había ido y vuelto de su pieza. Estábamos en verano, así que abrí la puerta que daba al patio. Busqué la compañía de los perros de la casa, el verlos y hablarles con frases de niño, saludarlos, esas nimiedades siempre me habían tranquilizado y me hacían pensar con claridad. Pero ni Ciro ni Nero estaban ahí donde siempre se echaban, molestando repatingados a todo lo largo del umbral, estorbando mansos el paso y mirándome con esos ojos previsibles y tolerantes que solo tienen los perros. No estaban ahí aguardando mis palabras y tampoco para que yo manipulara su obediencia a mi antojo. Accioné el interruptor de la luz con la cobardía que da el miedo posterior a la angustia, buscaba encender los faroles del patio. Buscaba entender.

El día apareció ahí después de ese clic de la llave de luz, la mañana brutal  rugiendo y el cielo tan celeste que dolía observarlo. El sol soberbio parecía burlarse de mi angustia reciente. Vi a mi alrededor caras de preocupación. Pero ellos no miraban mis ojos, sino que lo hacían al papel que yo aún sostenía y aferraba con mi mano derecha, bajé la vista buscando yo también comprender esas caras de pánico que ninguno intentaba disimular. Al hacerlo, el dolor emergió raudo desde los nudillos casi blancos por el esfuerzo. Las venas de mi brazo parecían estallar y recorrían sin estrategia aparente al mismo. Pero lo que sentía alrededor de las cervicales era la acumulación de muchos papeles arrugados y apretados por manos de nudillos casi blancos. Algo, el resabio de la nostalgia pasada en la visita a la pieza, persistía.
¿Qué?!, dije en voz alta, y lo más fuerte que pude. Quería y necesitaba que de alguna forma todos volviéramos a la normalidad de nuestras rutinas. Pero no, nadie, ninguno de los que me habían estado mirando, hizo algo para que el ruido retornara a su cadencia interrumpida.

Desde aquel día desde la cocina voy por las piezas y llego de regreso a la anterior olvidado de lo que a ella me ha llevado. Cada tanto, no siempre, logro que el clic del interruptor me devuelva un otoño. Esas veces me alegro estúpidamente, y contento, salgo al patio y recorro las plantas y los frutales, los podo y los riego, disfruto del color de malvones y de geranios, recojo alguna orquídea que ha muerto, que los calores violentos han de haberla secado. También se escucha ladrar a los perros del barrio, sus ladridos llegan envueltos de trinos y bocinas lejanas de algún coche.

Cada día que pasa descubro otro papel arrugado, que se hace otra pieza de acolchado lila o violeta, cada día otro papel recorre un pasillo y me encuentra en la cocina siendo observado cuando intento encender la luz del patio. Pienso en su ausencia, en si me extrañará, y cuando la sensación es tan fuerte que me duelen los huesos corro. Corro como un loco lo más rápido que puedo a encender el cielo, pero he descubierto con terror que aunque accione una y otra vez el interruptor de la luz, ya no ocurre nada. Me han cortado la luz, eso creo. El lunes tendré que hacer el reclamo correspondiente a la compañía de energía, hoy es domingo. En días como hoy, y que además son domingos siempre ocurren estas cosas, se corta la luz y no hay servicios de emergencias que la puedan devolver cuando se la necesita.


viernes, 19 de febrero de 2016

VACACIONES DE INVIERNO


Llega el viernes y papá se va a trabajar. Mamá nos llama para ir al colegio y hoy sí tenemos ganas de ir, y no tiene que insistir para que nos levantemos. Por dos semanas no voy a ver a mis amigas y compañeros del colegio. Mamá nos mira cuando tomamos la leche, y no anda caminando por los pasillos de la casa juntando cosas como los demás días. Pareciera que mamá también está por comenzar las vacaciones de invierno. Vamos al colegio y la mañana pasa muy lentamente. No prestamos atención en clase, no hay forma y los profesores conversan con nosotros de cualquier cosa, no hacemos tareas y tampoco nos toman lección. Salimos del colegio un poco antes y nos despedimos a los gritos, las madres agitan los brazos en alto para que cada uno ubique a la suya y mientras lo hacen sonríen y abren mucho la boca. Cuando llegamos a casa vemos los bolsos que cada uno tiene que llevar, mamá los ha dejado en cada pieza. La ropa seleccionada está prolijamente colocada sobre la cama de cada uno. Tiramos las mochilas del colegio por cualquier lado pero mamá hoy no nos reta. El perro ladra afuera contra la medianera de la vecina porque seguramente María del Carmen anda con sus plantas y mamá calienta la comida que vamos a almorzar. Papá llega mientras hacemos los bolsos, y mi hermana mayor se queja porque mamá no le ha lavado la ropa que usó el sábado a la noche y dice que no tiene qué ponerse. Tomás anda por el pasillo arrastrando el oso que duerme con él y preguntando dónde lo guarda porque quiere llevarlo. A mí la ropa no me entra en el bolso, y papá le dice a mamá que tiene que quedarse unos días, mientras ella le dice a Tomás que deje ese oso en su pieza que no hay lugar para llevarlo. Papá cuenta porqué no puede venir, y Tomás llora, el llanto es tranquilo pero cuando se da cuenta que ni papá ni mamá le prestan atención, comienza a gritar mientras simula que llora y mamá me dice que lleve a Tomás a su pieza. Papá pone la mesa para almorzar, pero mamá no almuerza y mientras comemos papá es el único que habla. Almorzamos entre los llantos de Tomás, las preguntas de papá y las protestas de mi hermana mayor. Mamá no habla, nos mira a nosotros pero me doy cuenta que también evita mirar a papá. Cuando terminamos de almorzar papá se vuelve a trabajar y Tomás que todavía está lloroso ya no grita, mientras levanto la mesa, mamá lo alza y le habla cariñosamente, es como si finalmente luego de haber estado callada necesitara decir algo y se aferra entonces a los caprichos de Tomás para hacerlo. Ordenamos todo rápido y así nomás, llevamos los bolsos al coche, nos peleamos con mi hermana mayor por ir adelante, y Tomás está contento porque su oso viene con él. La última en subir al auto es mamá que nos habla despacio y tranquila y nos dice que en tres horas estamos en la costa. Cuando salimos el día está lindo y anda poca gente por el barrio. Mientras cargamos nafta en la YPF de la autopista, mi hermana mayor trae unas golosinas que ha comprado luego de ir al baño con la plata que mamá le dio. Nos peleamos con Tomás por los bubbaloo y después nos quedamos dormidos.

El aire que entra por la ventanilla de mamá nos despierta y me doy cuenta de que ya estamos a pocas cuadras de la casa. El día está fresco pero muy soleado y mi hermana mayor dice que Sofi y Mary llegan hoy, si pueden salir a bailar. Mamá no le contesta y Tomás que no pudo quitarse el cinto, intenta agarrar su oso que está en el fondo del coche pero no llega y llorisquea. Mamá estaciona en la vereda de enfrente, y por unos instantes nadie hace nada, todos miramos hacia la entrada de la casa. El pasto está crecido, la verja de calle está abierta y un par de bolsas revolotean animadas por los remolinos que hace el viento. Cuando bajo la ventanilla el olor del aire salado me alegra. Bajamos alborotando la siesta del pueblo, no pasan coches y tampoco se ve a nadie caminando. La señora que vive con los perros al lado de nuestra casa se asoma al porche de la suya y agita su mano para saludarnos pero mamá que está intentando quitarle el cinto a Tomás no la ve, y yo la saludo por ella. El frío húmedo del interior del chalet nada tiene que ver con el día lleno de luz que hay en la calle y nos quita un poco el entusiasmo. Estamos cansados del viaje. Mamá entra con los bolsos más grandes y va hacia la caja donde hay que accionar una llave para que las luces puedan prenderse. Hace eso y luego se acerca a las persianas del living que dan a la calle, quita las trabas y las levanta. Vemos las motitas del polvo flotar cuando la luz invade el living y mamá abre las ventanas. El aire suave y apenas cálido de afuera lucha con el aire frío y estanco de la casa y nosotros que estamos esperando de pie que mamá nos diga algo, tiritamos. Ella pregunta si nos parece que mejor, antes que desarmar los bolsos nos vamos a caminar por la costanera y no hace falta que digamos que sí porque nuestras caras sonríen y las cabezas asienten, entonces salimos otra vez, mamá cierra la puerta, y  vamos hacia la esquina de la derecha que es donde comienza la peatonal que llega al mar. Todavía no hay mucha gente, es viernes, y aún es temprano, mamá dice que tuvimos un viaje lindo y yo pienso cuándo va a llamar a papá para decirle que llegamos bien. Mi hermana mayor parece tener el mismo pensamiento y se lo dice, pero mamá nos muestra una vidriera con ropa cuando vemos que Tomás se ha parado en la entrada de una heladería y está mirando a algunos chicos que toman helado. Me olvido de la pregunta de mi hermana porque la vidriera es muy llamativa, mi hermana ha entrado y detrás de ella entra mamá con Tomás a upa, y aún me quedo afuera viéndolas, mi hermana mueve un poco algunas perchas, le interesan las soleras, esas que solo tienen breteles finitos, dice que las que no lo tienen, que llevan un elástico y que se ciñen al pecho son para gente grande, viejas dice ella. Una chica apenas un poco más grande que mi hermana se les acerca, no las oigo desde la vereda pero me doy cuenta de que les pregunta sobre qué están buscando porque la chica asintiendo se aleja al fondo del local y regresa luego de un momento con dos o tres prendas que mi hermana y mamá miran con atención. Tomás se ha alejado un poco de mi madre y entra y sale de un montón de vestidos que cuelgan. La señora que está en la caja lo observa muy atenta, todo lo que mi familia hace se nota porque no hay otros clientes en el negocio. Entro. Mi hermana se ha metido en uno de los probadores del fondo, mamá está buscando a Tomás con la mirada cuando me ve entrar y me pregunta dónde estaba pero no espera que le responda, y cuando encuentra a Tomás lo alza y le da como siempre un beso en la mejilla y él se queda quieto, y se acomoda al espacio que mamá le hace entre los brazos, mi hermana sale sonriente, se ha puesto una solera color salmón, lisa y que parece tener un brillo parecido a los globos perlados, mamá sonríe también y le pregunta a la chica cuánto cuesta, la chica se aleja por unos momentos hacia el mostrador y se pone a hojear una carpeta. Desde allá le dice a mamá el precio y ella cuando se acerca luego de dejar a Tomás en el piso que parece contento de recupera la libertad, le pregunta si puede pagar con tarjeta de crédito. No, dice la chica, por el momento están canceladas agrega, y entonces mamá le dice gracias, luego se acerca a mi hermana mayor y le susurra al oído que en otro momento pasarán, pero ambas sabemos que no vamos a volver. 

Estamos llegando a la costanera, no hablamos, Tomás trota de un lado a otro y cada corrida es acompañada de las advertencias de mamá para que no se aleje y que tenga cuidado. Ahora hay más gente y ya no nos resulta sencillo caminar todos juntos. Para cruzar la avenida costanera mamá alza otra vez a Tomás que patalea un poco y hace fuerza arqueando su espalda para atrás queriendo zafarse. La vereda de la rambla es amplia, el aire nos revuelve las melenas, y aunque no hay gente caminando por la playa, nos quitamos las zapatillas y bajamos las escaleras, mamá ayuda a Tomás que no puede quitarse el doble nudo de las suyas y se ha puesto a refunfuñar sentado en el piso. Cuando piso la arena siento alegría, está fresca y aunque hay mucho sol todavía no hace calor. Los granos de arena invaden todos los espacios entre los dedos de mis pies, Tomás se ha adelantado unos cuántos metros pero mamá no le dice nada, mi hermana mayor sigue con la misma actitud distante, pensando en aquella solera, segura que no se la va a comprar, mamá que ya está acostumbrada le habla de cualquier cosa. En uno de esos lugares para comer hamburguesas que están en la playa, en la parte que la marea cuando sube no llega, se ve a dos hombres trabajando, cavan pozos, unos palos largos y redondos están acomodados cerca y prolijamente como si recién hubieran llegado. Cuando pasamos cerca uno de ellos deja de hacer lo que está haciendo y mira a mi hermana, los otros algo le dicen y ríen entre ellos pero no entiendo por qué, ni qué  dijeron, mamá se ha distanciado de mi hermana para ir a buscarlo a Tomás, y mi hermana se ha distanciado de mí como si no quisiera caminar a mi lado o las risas de los hombres la hubiesen hecho apurar el paso. Llegamos al mar, Tomás se ha mojado el jogging hasta las rodillas y mamá se ha agachado para arremangarle las botamangas mientras lo reta un poco pero sin convicción. La veo sonreír por primera vez desde que almorzamos en casa antes de salir. Me acerco al agua con frío en el cuerpo, acá la temperatura es diferente a la que sentíamos caminando por la peatonal y bastante más baja que la que hacía en casa a la mañana antes de salir. El viento incluso sopla más fuerte y ha comenzado a nublarse, Tomás es el único que no parece sentir el cambio de temperatura y corre feliz soltando grititos cuando el agua que sube lo toca, la esquiva huyendo de ella hacia la arena seca y cuando la ola se retira la persigue. Mamá y mi hermana se han echado en la arena y lo ven correr, yo juego con mi pie izquierdo en el agua, poniéndolo y sacándolo pero como me estoy aburriendo me dan ganas de correrlo a Tomás un poco, lo hago y mi hermano chilla de alegría, un hombre grande que está muy bronceado para la época pasa a nuestro lado cuando estoy persiguiendo a Tomás y me sonríe. Volvemos caminando adonde están mamá con mi hermana mayor, tenemos los pelos alborotados, las mejillas coloradas y los pies fríos, Tomás le dice a mamá que tiene sed y por un momento creo que ella no va a hacer nada con eso, sin embargo, se sacude la arena de las manos, le dice algo a Tomás y lo atrae hacia ella. Tomás se deja hacer y se tranquiliza cuando se ubica en el nuevo hueco que mamá le ha hecho y yo me quedo de pie sola y con los pies fríos mirándolos. Mi hermana tiene la vista hacia el mar, los ojos celestes muy bonitos y también melancólicos, sé que está pensando en el chico que le gusta porque siempre que lo hace pone la misma cara. Mamá habla por el celular con papá y Tomás le tironea el pantalón y a la vez que lo hace salta y le dice cosas para que le preste atención, se nota que está cansado, yo también estoy cansada y tengo ganas que volvamos al chalet, desarmemos los bolsos y comamos algo, entre una y otra cosa me doy cuenta que tengo hambre y se lo digo a mamá cuando corta, pero es como si ella no entendiera lo que le digo, entonces vuelvo a hablarle y ahora sí me contesta que vamos mientras alza a Tomás y le dice algo a mi hermana mayor que también se pone de pie. 

Regresamos por otra calle y no hablamos, el único que hace preguntas es Tomás y se nota que mamá está cansada porque ya ni le contesta aunque a él no le importa. Entramos a la casa y sentimos la humedad y el frío de una casa que no ha estado abierta por meses, mamá enciende la luz y suspira cuando agarra la valija más grande,  mi hermana agarra su bolso y yo el mío, Tomás se tira de panza en el sofá del living y veo que mamá lo mira con ternura y tristeza y no lo reta porque haya puesto las zapatillas encima. Yo dejo mi bolso y voy al baño, cuando tiro del depósito del inodoro, sale agua algo amarillenta que parece ensuciarlo todo y lo mismo me ocurre cuando abro la canilla del lavatorio, no hay agua caliente porque no hemos prendido el termotanque, y después de unos momentos el agua ya sale limpia y se lleva los restos amarronados de óxido, y entonces me lavo la cara y como no hay toallas en el baño salgo al pasillo y algunas gotas chorrean y mojan la alfombra, me dirijo a la cocina y veo antes de hablarle a mamá que está distraída mirando por la ventana que da al patio, no digo nada y me quedo de pie mirándola desde el umbral de la puerta mientras escucho el sonido de la televisión que mi hermana mayor ha encendido para que Tomás se entretenga y nos deje poner en marcha algunas cosas de la casa. Cuando mamá se da la vuelta y me ve intenta quitarse algunas lágrimas que tiene en los ojos, pero sabe que ya la he visto, así que me pregunta que necesito y antes que le diga nada me pide que vaya a la despensa que está enfrente a comprar leche, algo de pan y un paquete de chocolinas, me da el dinero y cuando lo hace toco a propósito su mano que está fría pero suave, ella me mira e intenta sonreírme pero no puede y para evitarle un mal momento, salgo corriendo a comprar lo que me ha pedido gritándole a mi hermana que cierre la puerta con llave cuando salgo. Cruzo la verja de calle y camino despacio, la avenida tiene ahora mucho tránsito, así que me voy hasta la esquina y espero que el semáforo corte para cruzar, en la despensa no reconozco a quienes atienden, y ellos tampoco me reconocen a mí, es gente nueva y son más jóvenes que los dueños anteriores, no tienen leche en sachet así que me dan en cartón y descremada, sé que a mamá no le va a parecer mal aunque ella prefiere que tomemos leche entera. El dinero que me dio mamá no me alcanza, pero cuando les digo que estoy enfrente el hombre me sonríe y me dice que mañana le pague lo que falta. Mi hermana me abre la puerta y me dice que mamá está bañando a Tomás que ponga una cacerola de agua a hervir que comemos tallarines, odio que mi hermana mayor me de órdenes y estoy a punto de decirle que por qué no la pone ella cuando escucho a mamá cantándole a Tomás la canción que le gusta, así que me olvido y voy a la cocina a prender el fuego. Guardo la leche en la heladera y cuando mamá ve el cartón me dice que no hace falta si no está abierta dejarla ahí, pero que no importa que es igual, no nota que es descremada y echa un puñado de tallarines en la cacerola que ya tiene el agua caliente, yo voy a mi pieza y me tiro en la cama con un libro a esperar que se haga la hora de cenar, no pienso poner la mesa, que lo haga mi hermana que se lo pasa enviándose mensajes con el chico que le gusta y con sus amigas desde que salimos de Buenos Aires, afuera ya se hizo de noche así que cierro la ventana de mi pieza y escucho que abajo alguien también está cerrando las otras persianas. Mamá nos llama a cenar y mientras le sirve a Tomás los tallarines nos dice que ella y papá van a separarse, que no nos preocupemos porque a nosotros no nos va a pasar nada, que ellos decidieron que es lo mejor para todos, que hace tiempo que han dejado de quererse, Tomás agarra los tallarines con la mano y ensucia todo lo que tiene a su alrededor, y mamá no se da cuenta porque se ha quedado mirándonos a nosotras, mi hermana mayor y yo no decimos nada, yo quiero decir algo pero no me salen las palabras, me asoman unas lágrimas que mamá nota y le hacen arquear las cejas de una forma que no recuerdo haberle visto, mi hermana mayor se pone de pie y casi tira la silla cuando lo hace, agarra su celular y se va de la mesa sin decir nada, Tomás grita y a mamá que todavía no ha soltado la olla con los fideos se la ve muy seria y pálida.


Algunas veces pienso en cosas raras, como ahora que estamos volviendo y vamos por la ruta, y veo el campo, a las vacas y también los alambrados como una línea continua y sinuosa que sube y que baja, a veces se ensancha y otras se angosta y también cambia de colores, miro a mamá, aunque en realidad miro la nuca de mamá, y en el espejo retrovisor puedo ver su cara, pero solo veo los lentes para el sol que lleva puestos y que ocupan casi todo el espacio del espejo, encima de ellos una arruga gruesa y algo más oscura que parece hecha con un lápiz corta la piel que va de una ceja a la otra, ella mira hacia el horizonte que monótono surge adelante, y es permanentemente atravesado por las líneas pintadas en el asfalto, hay sol, bajo un poco la ventanilla para sentir el viento, y cuando lo hago se me revuelve un poco el pelo y el sonido interior del coche se altera, por unos instantes hasta que la vuelvo a cerrar quedamos mirándonos con mamá aunque ella sí pueda verme y yo solo puede ver los lentes y, siento que mamá está más vieja, no es algo que me pongo a pensar sino que lo vivo como si se estuviera muriendo, es que todos acá dentro del auto también nos vamos a morir alguna vez, incluso Tomás que está dormido y tiene los cachetes muy rojos y calientes, lo sé porque al verlo recostado así contra uno de los bordes de la sillita en la que va sentado, no puedo evitar acercar mi mano y tocarlo, mi hermana mayor tiene los auriculares puestos y la música que está escuchando está tan fuerte que puedo oírla, mamá le dice que la baje, que se va a quedar sorda, pero ella no hace nada, o bien no puede oír a mamá, o bien no quiere oír a mamá, o ya se murió, como yo, como las vacas en los campos que estamos atravesando, como papá en Buenos Aires.