por Mariana Domínguez
es mi pensamiento predilecto cuando debo
llegar a un sitio. El tramo es una suma de cortas y largas distancias, que
puede tener un resultado interminable. Voy desde Coronel Díaz y Mansilla (donde
trabajo) hasta la Biblioteca Nacional, creo estar cerca. Yo soy un punto
cardinal que de inquieto se pierde solo, tal vez un día aprenda a conocer Buenos
Aires, quién sabe, vivir en Capital no es ser porteña precisamente, aunque una
lo termina pareciendo bastante, sobre todo cuando siente la avaricia del tiempo
en esas promesas que te restan palabras, o en esa carrera en donde apenas
empatas. El 92 me deja cerca, dicen, pero no viene. El tránsito es enérgico, me
pregunto cuanto demoraré en llegar, ya estoy prácticamente sobre la hora.
Exceso imaginario, ensayo pesimista donde visualizo lo que no quiero
ver. Una sala de ventanas extrañas, completamente a oscuras y vacía; una gran
mesa desolada junto a la silla corrida de Daniel Fuster. Tal vez alguna cara
que de lejos creo conocer, pero que más da, ya se marcha. Llego tarde. Supongo que diré
que hice lo posible. Esta es una parte del tramo donde los nervios me
acorralan, aunque sepa que son producto de algo que tal vez no ocurre.
Tomo un taxi. Así que me voy relajando, y regreso inevitablemente a un
ayer de cotidianeidades, y luego a la semana, al momento en que agendé la
presentación, y más atrás, cuando hablamos de ella, un día que encontré a
Daniel en Rivadavia al 6500, y en un salto a una tarde de taller literario en
que leímos uno de sus cuentos. Ahora recuerdo el bar de Ituzaingó, dos años atrás, junto a mis compañeros de
la revista Faro Literario, la entrevista a Daniel. Ahí mismo un café, y
Cortázar, y poesía, y tramos de un escritor de intenciones simples, que
esperaba ser atravesado por lo que leía. Ese día comprendí que yo necesitaba lo
mismo. Al preguntar por lo próximo a publicar, Fuster destapó a este
"Soldado sin guerra", en hojas sueltas y largas dentro de un folio. Un
soldado que aunque hacía rato estaba en camino, aún no llegaba a ningún sitio.
Luego una foto, y otro café. Puse el folio con un sueño ajeno en mi cartera, y
en los días siguientes leí hasta los márgenes.
Ya estoy en la Biblioteca Nacional, nada es lo que temí. La sala es
perfecta, hasta las luces escuchan fragmentos de "1982 Crónicas de un
soldado sin guerra". Cientos de Mafaldas miran y se conmueven con esas
líneas que enredan el sonido inmejorable de una flauta traversa, haciéndote
creer por un momento que estas viendo una película. A un costado, sobre otra
mesa, una pila negra de "Crónicas" se distingue exquisitamente de
todo lo demás, aunque nos raspe en la memoria.
Ahora es un tramo distinto, el de la fila para un autógrafo. Somos
muchos los que deseamos registrar el hecho de haber llegado hasta aquí...
Daniel se apega y se desprende, mientras derrama la gentileza de sus
circunstancias, y todos parecemos recoger cada palabra, como si nos despidiéramos
de varios amigos a la vez. Ya habrá otro café, otra tarde de títulos y de
historias.
El último tramo me devuelve a casa. Será un
camino más largo, pienso, pero no importa. En la portada, la imagen blanca de
unas botas de soldado me impacta. Un extraño y bien logrado efecto les da
movimiento, parece que realmente dieran un paso, pero soy yo también la que me
muevo.
Recuerdo otra vez esas páginas sueltas dentro del folio, y sigo pensando en eso, en tramos, en tiempo…
¡Gracias Mariana!
Daniel Fuster