Suspendido
entre las esperanzas y los anhelos que han dejado de ser importantes para mí,
es que escucho a Mariana entrar en el baño, usar el inodoro, luego la ducha, y
finalmente el sonido del agua chapoteando en el lavabo. Ella abre la puerta, y
comienzo a mirar hacia el pasillo por donde Mariana aparecerá. No puedo
evitarlo, entiendo que tiene que ver con el amor, quizás con el temor a que
dejaré de verla, poco importa la explicación, hay ciertos actos que hago por
impulso. Mariana llega con el pelo húmedo, está más delgada. Hace un par de semanas
que he tocado su cuerpo en la noche cuando ella dormía. Cuánto hace que no hacemos el
amor. Cuánto hace que no la beso. Cuánto hace que evito que me bese. Me dice hola. Su cara trasunta vida. La mía, me pregunto,
que es lo que le dice.
El
dolor. Las punzadas llegan a mi espalda y perduran. Cuánto. Cuándo. La vida
afuera, ajena a que me voy muriendo, continúa. Espero que termine de amanecer
para levantarme. Postergo distraerme del dolor como si sentirlo fuera, una
manera categórica de sentirme vivo. Mariana duerme a mi lado ignorante de los
días que me quedan junto a ella. A veces cuando se molesta por cuestiones
domésticas, me ve sonreír y entonces llega a enfurecerse, y en lugar de decir
nada, prefiere callarse y se va. La ira silenciosa que Mariana demuestra,
quizás pretenda que yo recapacite, que de alguna forma vaya en su búsqueda y le
pida disculpas por no haberla tomado en serio. Sin embargo, no hago nada de eso
y ella, se siente abandonada. Porqué hago esto. Todo me parece vano, fútil,
temporal. A un paso de mi muerte, ya no hay miedo.
En
el lado nuevo de la casa que hemos construido no hace mucho, ella busca
refugio. Por horas dejo de verla. Sé que
en esos momentos anda trajinando entre las plantas, que hunde en la tierra
negra los guantes de látex color naranja que ha comprado para hacer jardinería,
sé que está buscando descargar, quizás también deseando que, todo lo que ella
siente y que yo no siento sobre aquellas cuestiones domésticas, queden en la
tierra fértil para, de alguna forma perdonarme, y cuando me doy cuenta, que
ella vuelve, que su cara refleja aquel hundimiento y comienza en la cocina el
entrechocar de las cacerolas y el agua comienza a correr en la pileta, entonces
sonrío sin levantar la vista del diario que estoy leyendo y, mi pie izquierdo
comienza su rítmico zapateo, algo que hago sin proponérmelo, como un tic, un
gesto que ella no oye pero ve cuando voltea a abrir la heladera. Esa mirada
suya, ese cacharreo por la cocina, ese pie que sube y que baja, son parte de
nuestro estar juntos y a gusto, y aquella cuestión doméstica, como la tierra
negra, han quedado en otro lugar de la casa, al fondo, fuera de la cocina donde
ahora otra vez estamos enamorándonos, sin saber ella, sabiendo yo, que me estoy
muriendo.
Mariana
pone la mesa, no lo mira. Destapa una olla, abre el horno, saca una asadera,
pero no lo mira. Deja el repasador en la mesada y va al baño. El espejo le
devuelve una mirada que brilla con el silencio del miedo. Prefiere discutir con
él. Prefiere que la tensión que le produce no hacer el amor se sienta. Prefiere
que le sonría satisfecho de que ella se preocupe por nimiedades. Mariana deja que los días pasen así, distraído por las cuestiones domésticas, condescendiente
con la cara de enojo que ella suele poner, prefiere que crea que
las manos en la tierra le quitarán las preocupaciones mínimas, de eso se trata
después de todo piensa Mariana, de llegar con las preocupaciones mínimas y
cotidianas, de no darse cuenta, de seguir haciendo ruido en la cocina cuando pone la mesa.