No sé porqué el dorso
de un papel, que resultó ser el de una figurita de esas que coleccionan los
chicos me hizo acordar de ella. Quizás haya sido en donde estaba el papel, o en
como estaba cuando lo encontré. Lo cierto es que un momento después de aquel
suceso, comencé a extrañarla. Al principio fue como si de un descubrimiento se
tratara, y luego del primer momento extrañarla fue una acción sin pausas, algo
inevitable como el agua de todos los días. Llegué a la cocina comedor de la
casa con la inercia del pensamiento anterior, pero no pude darme cuenta ni
recordar lo que me había llevado allí. Lo primero que advertí fue que el ruido
de la casa seguía su normalidad y ese hecho vigorizó de alguna manera su
ausencia. Volver a su pieza, encontrar el acolchado violeta prolijamente
colocado, le encantaban las cosas en tonos lilas, la ausencia del destello de
la lámpara sobre la mesita, muerto su brillo, todo aquello me produjo una
nostalgia que no recordaba haber experimentado. Y ahí estábamos, el parquet
color marrón claro, este recuerdo y yo, todos nosotros como esperando ser
transitados.
Fue casi un susurro,
algo que no pude impedir, mis labios dijeron: “te extraño”, y acaso ellos confesaron por primera vez lo que
presentí cuando se marchó, cuando fue estirando las visitas y sus ausencias
tomaron la consistencia de días y semanas concretos. Sentí el efecto que una
lágrima por asomar produce cuando se reprime. Con temor me pregunté si ella
extrañaría. No supe responder, aunque en realidad no quise responderme.
Imaginarla en su nueva vida fuera de mi vida, lejos, madurando entre risas y
algunos llantos. La independencia te hace más fuerte. La independencia también
te hace más solo.
Cuando volví a la
cocina un silencio masivo se hizo evidente, miré hacia la ventana pero el cielo
ya no estaba ahí donde lo había dejado, sacudones oscuros lo reemplazaban.
Cuánto podría haber pasado desde que con aquel papel arrugado yo había ido y
vuelto de su pieza. Estábamos en verano, así que abrí la puerta que daba al
patio. Busqué la compañía de los perros de la casa, el verlos y hablarles con
frases de niño, saludarlos, esas nimiedades siempre me habían tranquilizado y
me hacían pensar con claridad. Pero ni Ciro ni Nero estaban ahí donde siempre
se echaban, molestando repatingados a todo lo largo del umbral, estorbando
mansos el paso y mirándome con esos ojos previsibles y tolerantes que solo
tienen los perros. No estaban ahí aguardando mis palabras y tampoco para que yo
manipulara su obediencia a mi antojo. Accioné el interruptor de la luz con la
cobardía que da el miedo posterior a la angustia, buscaba encender los faroles
del patio. Buscaba entender.
El día apareció ahí
después de ese clic de la llave de luz, la mañana brutal rugiendo y el cielo tan celeste que dolía
observarlo. El sol soberbio parecía burlarse de mi angustia reciente. Vi a mi alrededor
caras de preocupación. Pero ellos no miraban mis ojos, sino que lo hacían al
papel que yo aún sostenía y aferraba con mi mano derecha, bajé la vista
buscando yo también comprender esas caras de pánico que ninguno intentaba
disimular. Al hacerlo, el dolor emergió raudo desde los nudillos casi blancos
por el esfuerzo. Las venas de mi brazo parecían estallar y recorrían sin
estrategia aparente al mismo. Pero lo que sentía alrededor de las cervicales
era la acumulación de muchos papeles arrugados y apretados por manos de
nudillos casi blancos. Algo, el resabio de la nostalgia pasada en la visita a
la pieza, persistía.
¿Qué?!, dije en voz
alta, y lo más fuerte que pude. Quería y necesitaba que de alguna forma todos
volviéramos a la normalidad de nuestras rutinas. Pero no, nadie, ninguno de los
que me habían estado mirando, hizo algo para que el ruido retornara a su
cadencia interrumpida.
Desde aquel día desde
la cocina voy por las piezas y llego de regreso a la anterior olvidado de lo
que a ella me ha llevado. Cada tanto, no siempre, logro que el clic del
interruptor me devuelva un otoño. Esas veces me alegro estúpidamente, y contento,
salgo al patio y recorro las plantas y los frutales, los podo y los riego,
disfruto del color de malvones y de geranios, recojo alguna orquídea que ha
muerto, que los calores violentos han de haberla secado. También se escucha
ladrar a los perros del barrio, sus ladridos llegan envueltos de trinos y
bocinas lejanas de algún coche.
Cada día que
pasa descubro otro papel arrugado, que se hace otra pieza de acolchado lila o
violeta, cada día otro papel recorre un pasillo y me encuentra en la cocina
siendo observado cuando intento encender la luz del patio. Pienso en su
ausencia, en si me extrañará, y cuando la sensación es tan fuerte que me duelen
los huesos corro. Corro como un loco lo más rápido que puedo a encender el
cielo, pero he descubierto con terror que aunque accione una y otra vez el
interruptor de la luz, ya no ocurre nada. Me han cortado la luz, eso creo. El
lunes tendré que hacer el reclamo correspondiente a la compañía de energía, hoy
es domingo. En días como hoy, y que además son domingos siempre ocurren estas
cosas, se corta la luz y no hay servicios de emergencias que la puedan devolver
cuando se la necesita.