- Papá, dijo la voz.
Luego escuchó una
interferencia, era como si se hubiera introducido algo extraño en la línea y
agudizó el oído. Dudó si había oído bien. Su pensamiento iba de la preocupación
a la espera y volvía a la preocupación. Iba a decir algo, pero un susurro que
se parecía a voz masculina y que surgió abriéndose camino entre las descargas e
interferencias lo paralizó.
- Papá,
oyó otra vez.
Ahora estaba seguro que
era su hija. Sin embargo enseguida, cuando estaba por responder, el ruido de
fondo, algo que se parecía a un revoltijo de música y palabras sueltas, lo hizo
callar y escuchar, se preguntó si las palabras correspondían a la canción, o
eran de personas que estaban al lado de su hija. Dijo algo, pero la estática le
hizo alejar el teléfono y cuando volvió a colocar el auricular en el oído, un
silencio pesado e inmóvil lo sobrecogió. Sería un error. Su hija no lo había
llamado. Sin embargo, era su voz, o creía que lo era. Miró la hora. No se había
dado cuenta que seguía con el teléfono en el oído. Escuchó que algo se doblaba,
¿papeles? Alguien hablaba muy bajo, esperó.
- Hola,
dijo la voz de una chica, pero esta vez estaba preparado y se dio cuenta que no
era la voz de su hija.
- ¿Sí?,
hizo la pregunta intentando mostrar tranquilidad.
No quería conversar con
nadie. No quería que le estuviera pasando lo que le estaba pasando. No podía
colgar. Sentía una angustia que le había endurecido el estómago y subía por el
pecho. No quería comprobar que su hija todavía no había llegado. Del otro lado
de la línea esperaban, le pareció escuchar un suspiro, fue como si se soltara
un alivio y éste recorriera raudo la línea e intentara que del otro lado –él-,
comprendiera. Se dio cuenta que actuaba en forma rara, que tantas historias que
le habían contado los compañeros de la oficina, manejaban esta conversación.
Tenía ganas de gritar y a la vez de correr. Miró la hora, todavía no eran las
seis. Buscó, hurgó y miró entre los recuerdos de esperas un dato. Algo tenía
que ver con el llamado, con la hora a la que habitualmente ella llegaba. La
carcajada lo sobresaltó y se le cayó el teléfono. Desesperado, con las manos
sudadas y de rodillas, volvió a ponerse el auricular y dijo “¿Hola?”. La línea
estaba muerta. Ni siquiera por más que le dio un golpecito a la tecla de corte
había tono. No podía pensar. El pasillo cuando se encaminó a la pieza de su
hija pareció tragarlo.
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