Pocas veces
teníamos la fortuna que alguien viniera de visita a distraernos. Al menos, unos
minutos o acaso una hora, y hoy me doy cuenta que tanto Ana María como yo,
buscábamos esos momentos para olvidar un poco el tiempo que vivíamos, o el
tiempo que le quedaba por vivir a Ana María. Como en la tregua de una batalla
que seguiría, relajábamos nuestra mirada, los músculos y el pensamiento. Conversábamos
las banalidades que la vida crea cuando se desconoce e ignora cierta fatalidad,
tonteábamos, pero no había ironía ni burla en ello, llegábamos a convencernos
que quizás esa era la forma más feliz de que los minutos pasaran, claro que
cuando esta persona extraña a nuestro dolor se iba, éste resultaba más filoso y
dañino, ya que se ponía en evidencia la farsa de la hora anterior, y entonces,
el silencio se adueñaba de nuestra boca, y los movimientos se volvían torpes,
dejábamos de mirarnos de frente, decíamos que estábamos agotados por la
jornada, recordábamos un par de frases y simulábamos que debíamos irnos rápido a
descansar, porque el día terminaba y mañana sería otro nuevo, una pequeña
guerra distinta pero con ciertas similitudes, que nos encontraría escépticos pero
dispuestos, porque durante la noche y la madrugada el inconsciente de cada uno
construiría sin prisas y sin pausas, la personalidad necesaria para tal fin. Y
así amanecía y nos levantábamos otro día, una vez más, esperando que llegara la
próxima visita o que mamá muriera.
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