El chico estaba
detrás de un árbol, aunque cuando habían hablado de aquello Lara decía que no
había árboles, apenas unos yuyos sin cortar, que hacía mucho tiempo que nadie
pasaba por ahí. Sin embargo el cuerpo del chico estaba tibio cuando él sin
pensarlo le había tocado la cara. Es que parecía dormir, incluso recuerda que
lo llamó, “¡Eh, EH!”, había insistido un par de veces hasta que Lara le tironeó
la camisa.
Lara todavía dormía. El silencio que producía la ausencia de personas era acogedor, en la pileta de la cocina goteaba la canilla, y un sonido grueso, turbio y opaco llegaba a través de la ventana desde la calle. El encanto del momento desapareció cuando el ascensor arrancó ruidosamente. Extendió los dedos de su mano izquierda, cerró el puño y volvió a estirarlos. Amanecer en el departamento de Lara le hacía bien, se sentía relajado como si recién hubieran terminado de hacer el amor.
Ella le hizo un gesto, un movimiento de la cabeza indicándole una mancha oscura, casi negra y aún húmeda a un lado del chico y debajo de sus piernas desnudas. La sangre era roja y quizás más roja que cualquier otra sangre. Sería acaso el contraste con su piel, eso era lo que Lara decía.
Afuera, en alguno de los departamentos, el viento cerró con violencia una puerta. Comenzó a llover, los golpecitos de las gotas ensuciaban los vidrios dejándoles una pequeña fiesta húmeda. Luego vibró todo el edificio, el trueno debía de haber caído muy cerca. Se puso de pie y abrió la ventana. El calor del verano remitía y en su lugar el viento fresco y húmedo conquistaba su cuerpo.
Pensó en aquella
tierra, el sol del ocaso, la ferocidad de los animales. Y la sangre del chico
que fluía mansa y sin tropiezos.