lunes, 22 de diciembre de 2014

LA CRÓNICA de la presentación de LAS CRÓNICAS

por Mariana Domínguez

En tramos, en tiempo...
es mi pensamiento predilecto cuando debo llegar a un sitio. El tramo es una suma de cortas y largas distancias, que puede tener un resultado interminable. Voy desde Coronel Díaz y Mansilla (donde trabajo) hasta la Biblioteca Nacional, creo estar cerca. Yo soy un punto cardinal que de inquieto se pierde solo, tal vez un día aprenda a conocer Buenos Aires, quién sabe, vivir en Capital no es ser porteña precisamente, aunque una lo termina pareciendo bastante, sobre todo cuando siente la avaricia del tiempo en esas promesas que te restan palabras, o en esa carrera en donde apenas empatas. El 92 me deja cerca, dicen, pero no viene. El tránsito es enérgico, me pregunto cuanto demoraré en llegar, ya estoy prácticamente sobre la hora.
Exceso imaginario, ensayo pesimista donde visualizo lo que no quiero ver. Una sala de ventanas extrañas, completamente a oscuras y vacía; una gran mesa desolada junto a la silla corrida de Daniel Fuster. Tal vez alguna cara que de lejos creo conocer, pero que más da, ya se marcha. Llego tarde. Supongo que diré que hice lo posible. Esta es una parte del tramo donde los nervios me acorralan, aunque sepa que son producto de algo que tal vez no ocurre.

Tomo un taxi. Así que me voy relajando, y regreso inevitablemente a un ayer de cotidianeidades, y luego a la semana, al momento en que agendé la presentación, y más atrás, cuando hablamos de ella, un día que encontré a Daniel en Rivadavia al 6500, y en un salto a una tarde de taller literario en que leímos uno de sus cuentos. Ahora recuerdo el bar de Ituzaingó, dos años atrás, junto a mis compañeros de la revista Faro Literario, la entrevista a Daniel. Ahí mismo un café, y Cortázar, y poesía, y tramos de un escritor de intenciones simples, que esperaba ser atravesado por lo que leía. Ese día comprendí que yo necesitaba lo mismo. Al preguntar por lo próximo a publicar, Fuster destapó a este "Soldado sin guerra", en hojas sueltas y largas dentro de un folio. Un soldado que aunque hacía rato estaba en camino, aún no llegaba a ningún sitio. Luego una foto, y otro café. Puse el folio con un sueño ajeno en mi cartera, y en los días siguientes leí hasta los márgenes.

Ya estoy en la Biblioteca Nacional, nada es lo que temí. La sala es perfecta, hasta las luces escuchan fragmentos de "1982 Crónicas de un soldado sin guerra". Cientos de Mafaldas miran y se conmueven con esas líneas que enredan el sonido inmejorable de una flauta traversa, haciéndote creer por un momento que estas viendo una película. A un costado, sobre otra mesa, una pila negra de "Crónicas" se distingue exquisitamente de todo lo demás, aunque nos raspe en la memoria. 
Ahora es un tramo distinto, el de la fila para un autógrafo. Somos muchos los que deseamos registrar el hecho de haber llegado hasta aquí... Daniel se apega y se desprende, mientras derrama la gentileza de sus circunstancias, y todos parecemos recoger cada palabra, como si nos despidiéramos de varios amigos a la vez. Ya habrá otro café, otra tarde de títulos y de historias.

El último tramo me devuelve a casa. Será un camino más largo, pienso, pero no importa. En la portada, la imagen blanca de unas botas de soldado me impacta. Un extraño y bien logrado efecto les da movimiento, parece que realmente dieran un paso, pero soy yo también la que me muevo.

Recuerdo otra vez esas páginas sueltas dentro del folio,  y sigo pensando en eso,  en tramos, en tiempo…

¡Gracias Mariana!
Daniel Fuster



domingo, 7 de diciembre de 2014

Mi forma de ver EL DÍA DESPUÉS


Uno no logra luego de tantas emociones volver a la vida cotidiana sin algo de esfuerzo. Mientras escribo, es 7 de diciembre, y han pasado ya cinco días de la presentación de las CRÓNICAS en la Biblioteca Nacional, sin embargo aún estoy flotando en una bruma de palabras, de luces y de sonidos que surgen de la flauta de Tomás, que me devuelven una y otra vez al martes pasado, a tanto afecto, a las palabras conmovidas de Laura Massolo y a las reflexiones increíbles y plenas de sensibilidad literaria de Silvia Hopenhayn.

Me levanté temprano como todos los días, con la férrea voluntad de releer el libro de las CRÓNICAS porque, imaginé con algún pánico a muchas personas hojeándolo y leyéndolo. Es que no hay otra forma de sufrir dulcemente esta fiesta que significa escribir y publicar, es el pánico “saludable” de que te “miren“ la intimidad. Yo también soy esto querés decir, o querés gritar. Entonces ocurre que, cuando retomo la lectura propia y ya editada!, me doy cuenta de la imposibilidad de corregirla porque el libro está en tus manos, advierto además que no puedo hablar en “defensa propia”, como ocurre cuando un texto es todavía un borrador y se comparte entre compañeros y tan grave no es (aunque muchas veces sí lo es), porque ya el lector está en algún lugar alejado de vos, a pocos km o a muchos km como es el caso de mi vieja en Bahía Blanca, que puede en cualquier momento levantar el teléfono y preguntarme: “¿Dani, esto que dice el capítulo tal o cual, te pasó en serio?… y qué bueno que esto sea así, pero qué terrible que también lo sea. 
La inquietud vuelve renovada, cuando te das cuenta que el lector tiene tu email en la solapa del libro o te conoce, o tiene tu celular porque es tu amigo, o quiere hablar con vos y te llama y cuando lo hace comienza a decirte que leyó tu libro y vos -él no te ve- comenzaste a ovillarte sobre tu propio cuerpo, en el lugar donde estás aguardando el  “golpe” de las palabras que te va a decir y que en general son buenas y te elogian, pero también te intimidan. 
Te podés cruzar al lector en el trabajo cualquier día, que te pregunta porqué escribiste apreta si se escribe  aprieta o viceversa, o tenés programado  alguna actividad compartida con alguien que sabe que publicaste, y que vos sabés que el compró el libro pero no si lo ha comenzado a leer, porque no te dice nada y entonces, pensás que te puede decir algo y te ponés alerta, y como él no dice nada también pensás, porque  tu cabeza se parece a una locomotora que perdió los frenos, pensás que por ahí no dice nada porque no le gusta lo que escribiste (parte de la botella vacía), o podés pensar que no te dice nada porque está tan contento y emocionado por lo que escribiste que no sabe como expresarlo (parte de la botella llena).
Y así transcurren tus horas y tus días, leyendo, pensando, escribiendo, sonriendo, llorando, trabajando, viajando en tren, en colectivo, en coche, inquieto y feliz, porque pusiste tu cara, y también pusiste tu cuerpo, pero por sobre todo, estás de pie.
Porque en definitiva pusiste la otra mejilla y eso sí que importa.



viernes, 7 de noviembre de 2014

DÍA 3 - CRÓNICAS de un soldado sin guerra - 1982


Me llevo bien con casi todo el grupo pero no logro intimar con nadie. El turco Chacur anda por ahí como una laucha asustada, es que es tan flaco que no le cuesta casi nada el susto, le sale muy natural. Casi no vemos civiles. Anoche dormí muy mal, y soñé que nunca podría volver a Bahía Blanca, me encontraba en algún lugar de la Patagonia, y seguía siendo soldado, al menos vestía como soldado, lo raro era la casa y las personas que me rodeaban, ellas eran civiles normales, escribir civil me produjo confusión.

Me deprimo cuando llega la tarde, todo se acelera y hay una urgencia implícita que nos hace poner en movimiento como si formáramos parte de un mecanismo. El dónde dormir, dónde vamos a comer, cuándo y cuánto comeremos, cómo ir al baño. La cabeza de cada uno no deja de pensar en estas cuestiones, y el cuerpo acusa los pensamientos, entonces ocurre que de pronto estamos mirándonos entre nosotros, sin decir nada, más cuando uno dice por ejemplo: voy a baño, los demás hacemos causa común y todos vamos al baño. Y así con el resto. Creo que este tipo de reacciones tienen mucho que ver con no querer perder de vista a quiénes conocemos, aunque los conozcamos muy poco. En un naufragio deben ocurrir estas cosas. Una tabla a la deriva es muy buena compañía, incluso, puede ser la salvación. En definitiva es no perder de vista que podemos de un momento para otro recuperar la soledad.

viernes, 17 de octubre de 2014

PORQUÉ NO COMÉS ME DECÍA LA VIEJA

Porqué no comés me decía la vieja. En lugar de contestarle miraba la mesada, y hacia donde terminaba la cocina. Ahí la alacena que colgaba de la pared tenía un esquinero, debajo de éste y detrás de la licuadora, que hacía tiempo no se usaba, estaba el paquete de la yerba y la horma de queso, que yo había comenzado a comer con pan y unos mates a la mañana temprano, y había seguido picando a escondidas durante toda la mañana. Qué iba a comer si el regusto al pategrás en la boca no se había ido y el paladar se mantenía pastoso, mientras la panza se encontraba tirante y satisfecha. Entonces me sentaba a la mesa y miraba el plato que mamá me había servido con ñoquis, agarraba el tenedor, separaba algunos que aislaba del resto, jugaba un poco con tres o cuatro de ellos, pinchaba uno y me lo llevaba a la boca. Todo esto ocurría bajo la mirada de mamá, porque ella no comía, o no solía comer luego de servirme. Era una costumbre que yo le conocía bien cuando en los almuerzos o en las cenas le servía a mi viejo. Ella ponía la mesa, traía las fuentes y la bebida, luego el pan y las servilletas que su mamá había bordado, y le servía primero a papá y luego a mí, luego nos miraba. Dedicaba su atención a nuestros gestos manteniendo silencio, quizás anduviera buscando en nuestras caras los momentos en los que reflejáramos algún rastro de que nos gustaba la comida, un agradecimiento, el qué bueno está, el pedir un poco más, un guiño, que papá rara vez hacía y yo, aunque percibía su espera, no me animaba a realizar, aguardando que, el hombre de la casa, mi padre, hiciera o dijera algo, porque era lo que correspondía, aunque algunas veces lo que correspondía no fuera lo que era.


Ahora, su atención desde que Alberto  había muerto, era toda para mí. El queso, decía mamá, no le pusiste queso de rayar. Entonces, se levantaba, iba hasta la heladera, y traía el sobre plástico con el queso rayado que casi siempre estaba abierto, y algunas veces se encontraba vacío, porque yo, que era el único desde que papá murió que comía queso en la casa, me daba fiaca tirarlo y, como con el agua del botellón, ocurría que se vaciaba, pero no hacía el recambio de éste o proveía el sobre plástico nuevo, hasta que como en estos casos en que, mamá se ponía de pie y volvía desde la heladera y me decía Ricardito casi no hay, me daba pena, entonces le decía que luego, que en la tardecita iría al almacén y ella, entonces se sentaba un poco conforme y otro poco insatisfecha porque, los ñoquis ya se habían enfriado, y no había queso de rayar suficiente para que yo les pusiera. 

martes, 30 de septiembre de 2014

DÍA 2 - CRÓNICAS de un soldado sin guerra - 1982

Con mucha satisfacción anticipo la edición del libro para el mes de Diciembre de este año, acá la tapa y solapa, y párrafos del mismo.


DÍA 2

Cada vez somos más y más, y las filas se alargan de manera alarmante: para ir al baño, para tomar el rancho, para almorzar o para merendar, vivorean nuestros cuerpos aguardando su turno, no hay ganas, muchas veces no las hay, pero qué alternativa puede haber, cuestiones que nunca valoré, como ser, una ropa limpia y planchada, un desayuno a mano y sin espera, una pausa en el despertar o al acostarse, gritan en estas filas su ausencia de ser inacabables. Me pregunto qué estarán haciendo en casa, son las dos de la tarde y es jueves, si estuviera en Bahía Blanca seguramente estaría yendo a la universidad, andaría en estos momentos caminando por la avda. Alem, mirando chicas, no estaría preocupado por tener que anticiparme a una multitud –todos intentando anticiparnos a nosotros mismos– para llegar a tomar el rancho; así es hoy en una ciudad desconocida, con gente nueva y extraña, con calles diferentes, sin alegría. Hacemos las cosas con precaución, y más que hacerlas con cuidado, en realidad las hacemos con un temor que se palpa y es que no queremos llamar la atención, que de nuestros superiores surja un nombre, nuestro nombre. El cabo primero Costas es un tipo que se hace el amistoso –no confío en él–, el subteniente De María quiere parecer serio, pero su edad, muy próxima a la nuestra, lo desautoriza por más que tenga voz grave y nos grite, y cuando lo hace se eleve y balancee con los pies, aunque no sonría, su cara lampiña, sus ojitos claros, sus orejas rosadas nos inspiran gracia, no subordinación.

viernes, 12 de septiembre de 2014

TOMAR LA CURVA

Esa era la libertad. Tomar la curva. Que el coche pareciera andar sobre dos ruedas. Que la fuerza centrífuga nos escupiera hacia afuera. Vos, yo, y el coche lanzados. Esos momentos llenaban la vida de felicidad.

El señor dijo a la cámara de televisión: “De acá no vamos a irnos hasta que no se investigue a fondo y aparezca el culpable.”
El guardrail de la autopista nos acompañaba, se sumaba a nuestra euforia. Cuando el coche salió de aquella curva y tomó la recta, te pregunté que querías hacer, adónde querías que fuéramos. Mirabas al frente. El sol ya había salido y los dorados reflejos de tus cabellos festejaban. Dijiste algo. Era una palabra extraña que parecía tener música propia, luego giraste un poco el torso y me miraste. Fue en ese momento que sonreíste. En tu mirada de agua había amor.
Entramos en la huella marcada del asfalto y el Fiat pareció sisear un poco. Prendiste la radio. Mariana había dejado sintonizada  la 102.3, escuchamos un poco de la música que pasaban. Mientras viajábamos hacia el oeste por la autopista, pensé que todos estarían ya en la oficina. El sol rebotó en el espejo retrovisor y me cegó. Un coche azul pasó a nuestro lado.
La señora había dicho que el patrullero no se detuvo. La mujer ya estaba herida y el policía siguió de largo. Hablaba indignada. La gente que se había acercado miraba hacia la cámara.

El velocímetro marcó ciento veinte. Contagiado por el sol que estaba saliendo aceleré, el nuevo tramo que era casi recto daba valor. Te pregunté que habías dicho, pero balbuceaste otra cosa. Estabas linda, el cabello rubio caía por  encima de tus hombros, y eso que lo habías cortado hacía muy poco. Cómo me queda preguntaste con picardía cuando volviste de cortártelo. Yo, que estaba leyendo una biografía de Cortázar para el taller de los viernes, cuando te miré, se me ocurrió que siempre te querría.
La imagen de la chica en la fotografía con el buzo violeta y,  el pelo atado en una cola mientras sonreía apareció como una propaganda  al costado de la ruta. Treinta años, pensó.
Mariana había cocinado pastel de carne, y él tuvo que repetir. Le salía tan rico.
Por hacer algo subió el volumen de la radio. El micro de noticias interrumpió la música. Anunciaban vientos con fuertes ráfagas y temperaturas muy bajas para mañana. El tránsito en los accesos a la capital era lento. En General Paz a la altura de Constituyentes había un accidente. La línea A de subterráneos operaba con demoras. Lo de siempre, dijiste.
Una idea cobró forma en su mente. Cuando salió, Mariana dormía. No había querido despertarla. Después te llamo, decía la nota que le había dejado debajo del mate.
Por fin otra curva. ¡Esta era mejor que la otra! Sintió la velocidad que traía apenas entrar en ella, volvió a acelerar y las ruedas chirriaron. Pudo ver que el guardrail tenía algunas marcas de pintura y distintas abolladuras. La intimidad con los detalles del acero, y los postes de la luz que parecían pestañear en el paisaje, lo hicieron creer en un presagio. Se distrajo.
Recordó aquella palabra que ella había casi arrojado al interior del auto, es que parecía tener vida propia y se movía recorriendo su mente. Era como la música. Al final, decidimos ir a algún pueblo cualquiera. Llegar, recorrerlo, caminar. Era temprano, teníamos todo el día por delante.
El viento no dejó de soplar en toda la noche, y todavía soplaba. Cuando había abierto  la puerta para  que entrara el perro, pudo sentir algo diferente en el aire. El colgante que Mariana había comprado, sonaba y sonaba con las ráfagas del viento. Una melodía disonante le llegaba despareja al cerebro. Dentro de la casa, el aire frío circulaba a su antojo. Molestaba. No había forma de protegerse de aquellas gélidas caricias.
Claudia Burgos. Así se llamaba la mujer. “La bala perdida, no correspondía a los delincuentes”, decía el titular de Crónica TV.
El día estaba hermoso. Mirar el horizonte verde y amplio le producía algo en el pecho. Era como tomar una curva. Cierta algarabía de chico con un juguete nuevo lo invadió. Bajó el vidrio un poco para calmar una necesidad que el cuerpo le estaba exigiendo. El viento entró furioso y dispersó por el interior del auto el sonido de la radio, los papeles que estaban en la luneta se agitaron y vibraron en su lugar unos momentos hasta que volvió a subir el vidrio. Antes aspiró profundamente. Luego, sonrió.
“Queremos saber. Exigimos conocer de dónde, de qué arma salió la bala que mató a esa mujer”, eso decía el hombre a la cámara de televisión.
El celular cobró vida de pronto. Era Mariana. Él miró la pantalla, no quería atenderla y no atendió. El prip final le avisaba que le había dejado un mensaje de voz. Alzó el celular y a la vez miró la ruta. El cartel decía que faltaban veinte kilómetros todavía. Venía una curva, así que dejó el aparato y agarró el volante con ambas manos. Cuando advirtió que apretaba el volante y las mandíbulas con demasiada energía, decidió parar en la próxima estación de servicio.
Algunos curiosos parecían no entender de qué se trataba la aglomeración de gente y la presencia de las cámaras de televisión. Otros asentían con el gesto ceñudo acompañando los reclamos de una señora que hablaba casi a los gritos.
En la casa Mariana que había terminado de hacer la cama desayunaba con la televisión encendida. Siempre le pasaba que cuando Roberto salía sin despedirse, ella andaba un poco perdida. Además, no había atendido el celular. Anoche, todo estaba normal o ella había dicho algo que lo podía haber molestado. Pensó. Había cocinado el pastel de carne que le gustaba. Hablaron de los chicos. Le había dicho que su madre lo había llamado. Ella estaba bien. El reuma, la plata que no alcanza para nada, los días que se le hacían tan largos viviendo sola. Lo de siempre, nada de importancia le había dicho. Sería eso lo que lo había molestado. La forma. Roberto siempre hacía hincapié en la forma. En la importancia con que uno decía o no decía las cosas.
En la televisión, el canal 11 hablaba de la muerte de aquella mujer en la calle. Cambió al 12. También acá el periodista entrevistaba a un señor de saco y corbata, no alcanzaba a leer los subtítulos. Subió el volumen.
Mariana se puso los lentes para leer.  Al rato, aburrida de esperar, salió al patio. La jaula con los pájaros contra la medianera se venía abajo. Le iba a decir a Roberto cuando hablara con él que hiciera algo con eso. El perro había roto un par de macetas. Estaba harta. Iba a ser un día lindo. Volvió adentro de la casa con la idea de decirle a Sara que se encontraran en el shopping.

Estacionó al lado del coche azul que lo había rebasado. Era un Mercedes. Ella dormía. Antes de ir al baño pensó en pedir el cortado para que se lo vayan preparando. La chica que lo atendió le sugirió que por diez pesos más  podía pedir un tostado de jamón y queso. Dijo que bueno. Pagó. No entendía como eran estas promociones. Le costó orinar. El frío. Cuando Mariana le había preguntado si tenía problemas para orinar, se enojó. Encima,  agregó que a su edad era conveniente que se hiciera analizar la próstata. Le había gritado que qué se creía. ¡Que él era un viejo! Al subirse el cierre del pantalón la sensación de ganas de orinar no se había ido.
Una bala perdida había matado a Claudia Burgos en la puerta de un negocio de Morón.
Volvió a la ruta. No había nada tan maravilloso como sobrepasar a un coche cuando iba a mucha velocidad. Algo químico le ocurría a su cuerpo, eso pensaba Roberto. En esos momentos su mente poseída se creía invencible. Pero no debía ser un coche común o uno tuneado, la satisfacción provenía de vencer en la ruta a un cero kilómetro, y si además el coche era japonés o alemán tanto mejor. El Mercedes de la estación de servicio iba aumentando de tamaño en el espejo. Se acercaba.
Mariana lo tenía podrido con las recomendaciones. Salir juntos a la ruta era cada vez más difícil. El miedo y los nervios, o una mezcla de ellos la trastornaban y no podía dejar de darle consejos mientras manejaba. En algún caso llegaba a gritarle. Él la observaba por el rabillo del ojo, la veía tensa, la frente casi pegada al vidrio y en dirección a la ruta. No dormía nunca, y tampoco leía para distraerse.
Llevaba el Fiat por la mano rápida de la autopista de dos carriles. Quería ver que hacía el Mercedes. No iba a mover el coche de carril. Buscó un caramelo, cuando volvió a mirar por el espejo, el Mercedes apareció pegado al suyo y le hacía ansiosas señas de luces. Fue como si le tocaran el culo.
Íbamos con la radio a todo volumen y los vidrios abiertos, la avenida Rivadavia estaba vacía y hecha pedazos, el coche brincaba cada tanto como un caballo. El tren delantero iba a quedar destruido, no tenía plata para arreglarlo, tampoco le importó. Hacía bastante calor, volaban, tuvo ganas de gritar y gritó. Estabas callada, no obstante parecías contenta. No dije nada, el rodeo por debajo de la General Paz al entrar a la Capital nos mantuvo expectantes, cuando retomamos la Avenida hice caracolear el coche para despabilarte. El policía que estaba pasando el semáforo de Puan llegó a levantar la mano, sin embargo seguí de largo.
El Mercedes se abrió a la derecha y se puso a la par, vio que la ventanilla polarizada bajaba lentamente y un muchacho de unos veinte años lo miraba con suficiencia. Ni siquiera abrió la boca, el odio caía de sus ojos con superioridad.
Antes que dijeras nada habíamos pasado dos semáforos en rojo. Pará, pará!, gritaste. Yo me reía. Busqué una calle lateral tranquila y estacioné. Te me echaste encima. Creí que quizás me golpearías o insultarías para canalizar el susto, sin embargo, me abrazaste y besaste. Reí de alegría. Éramos parte de una locura.
El motor del Fiat rugía por la exigencia. Cuando las revoluciones llegaron a casi cinco mil, la carrocería comenzó a vibrar. El coche azul no obstante seguía alejándose y, parecía que nada podría hacer para evitarlo.
Metiste tu lengua gruesa, inquieta y generosa en mi boca. Después, te apartaste un poco y cuando me miraste otra vez, tus ojos brillaban. El miedo se había transformado en adrenalina. La adrenalina se había transformado en deseo. El deseo nos llevó a un hotel en el que por horas estuvimos haciendo el amor. Era muy tarde cuando salimos por última vez a la Avenida.
La estación de peaje que estaba antes de Luján nos reunió otra vez. El Mercedes se había estacionado antes de cruzarlo. Lo ignoré sabiendo que, esta vez, me seguiría.
Nos despedimos bajo las luces de mercurio. Cruzaste sin volver a mirarme y tuviste que correr un poco porque el semáforo había liberado los coches. El tren pasaba a mi derecha y alborotó con su andar los sonidos habituales de la hora. Te detuviste unos momentos en la vereda del Coto  y agitaste tu mano. Esa fue si se quiere, la última vez que sentí tu afecto.
Ya no volvimos a amarnos.
Había tres o cuatro carriles luego del peaje. La radio decía algo sobre la chica muerta. Por alguna razón que hoy no puedo explicar estaba emocionado. Quizás fuera el paisaje que reconocía en nuestras salidas, quizás la noche sin dormir, o lo que había estado soñando. La imagen de la ruta se distorsionaba por el agua que salía de los lagrimales. El coche azul se puso a la par, esta vez del lado izquierdo. Lo adelantó y lo desaceleró. Hizo esto un par de veces. Me desafiaba. El próximo puente ya se veía un par de kilómetros adelante. Esa era la largada. Sin embargo el coche iba tomando la curva amplia que iba a Campana.
El celular sonó. Era Mariana. Me decía que al mediodía iba a almorzar con una amiga. Que luego haría unas compras. Me preguntó donde estaba. Mentí.
La cantidad de carteles había llamado mi atención, sin embargo, hoy, todavía no logro explicarme claramente lo ocurrido. Siempre me había gustado esta ruta por lo amplia, por la sensación de libertad que surgía al manejar en ella. El pavimento estaba roto en varias partes. Se veía que lo estaban arreglando. Era temprano y muy pocos autos andaban. Comenzaron a aparecer en cantidad tambores pintados de blanco y naranja que nos hacían desviar. Enfrente, de la mano de la autopista que iba a Cañuelas no veía pasar a nadie. Vi como el Mercedes se perdía detrás de la loma al frente, que era larga y alta. Me llamó la atención que fuera por la derecha. Aún faltaban muchos metros para alcanzarla.

Pude acordarme por fin de esa palabra. Era musical. Lejaim dijiste aquella vez y luego, muchas veces más.  Se notaba que representaba mucho para vos. La decías con alegría pero también como si el solo hecho de pronunciarla fuera algo especial. Miré como dormías a mi lado. El cinturón de seguridad cruzaba al medio de tus pechos y tu cuerpo se había deslizado en el asiento. Las piernas juntas se doblaban a la derecha y la cabeza dorada se movía tontamente en las curvas apoyaba en el vidrio de tu puerta. Toqué tu hombro y lo sentí blando y querible. Todavía parecía posible sentirte así.
El camión blanco apareció en la parte superior de aquella loma. No sé porqué, pero alguna razón había que no llegaba a comprender,  te miré dormir y luego volví al camión que venía de frente. Algo en aquello que estaba ocurriendo no parecía lógico. Íbamos con el Fiat pegado al guardrail central de la autopista. Por unos momentos pensé qué haría el camión de este lado, cuando debería estar en el otro. Miré por el espejo retrovisor, detrás tampoco venían coches. El camión encima de la cresta de la loma era imponente. Lo vi hacer señales de luces y un sonido lejano que luego comprendí era la bocina, no lograba penetrar la comprensión de mis pensamientos. Por prudencia, bajé la velocidad aunque no fue suficiente. Cuando el camión nos alcanzó de lado al intentar esquivarnos, el velocímetro todavía marcaba casi cien kilómetros por hora.

El lado del acompañante donde ibas se abolló. El impacto te trajo muy cerca de mí. Dormías. Pude escuchar claramente la bocina que seguía sonando al día siguiente en mi cabeza y ver la cara de espanto del camionero. Vos dormías. El hombre abría la boca, gesticulaba y los manotazos de sus manos parecían las de un loco. No podía moverme. Estabas tan cerca de mí, apretada a mí, que me impedías tomar el volante con naturalidad. Dormías y no quería despertarte. El coche se había levantado en el aire y, la vida era linda. Era como volver a tomar la curva a más de cien y hacer chirriar las gomas en el asfalto. Fue la primera vez que sentí miedo de despertarte. Aún dormías. Dormías cuando nos despedimos. Dormías cuando agitabas tu mano en la vereda del Coto y dormías cuando el camión nos chocó. También dormías cuando la bala perdida te había dado en el pecho, y cuando el coche luego de andar unos cuántos metros golpeando el guardrail se levantó en el aire y cayó con las ruedas hacia arriba. Dormías cuando me sacaron del auto y apagaron la radio que habías dejado encendida. Y también dormías cuando Mariana me llamó por teléfono para decirme que iba al shopping y que tenía que hacer algo con la jaula de los pájaros. La vida es lo que es, vivir a veces es una velocidad de ciento veinte, un coche en la ruta, el amor de una lengua que se mete en tu boca, una curva. Porque vos no dormías, vos vivías abrazada a mi entusiasmo para poder amarte y tomar la curva. La palabra aquella que soltaste ese día de loca felicidad anda con vida propia recorriendo mis horas, y también, algunas veces se mete en mis sueños. La palabra aquella que pronunciaste en dos o en tres ocasiones y que te hacía brillar los ojos de agua flota, como flotamos en aquella autopista por un instante, como flota un globo en el aire, frágil, alegre, inconsciente. 

viernes, 22 de agosto de 2014

EL PERRO DUERME

Nota del autor
El presente relato debe ser leído como una continuidad de los cuentos CRUELES I y II publicados con anterioridad en este mismo Blog, no obstante como en los casos anteriores los relatos tienen cierta independencia y pueden leerse en forma individual.
CUENTO CRUEL I - La muerte. 
http://deloscuentosylaspoesias.blogspot.com.ar/2014/05/cuento-cruel-i.html
CUENTO CRUEL II - La cena. 
http://deloscuentosylaspoesias.blogspot.com.ar/2014/05/cuento-cruel-ii-la-cena.html
CUENTO CRUEL III - El perro duerme

óleo sobre lienzo (66x80cm) 1965 - Grandío Tino (1926 - 1977)

En el sueño, el perro duerme.
En ese sueño siempre es de noche o al menos está oscuro.
En el sueño él está sentado a la mesa y el perro está echado a su lado.
En el sueño no puede pero quiere matar al perro.
Poder y querer son dos verbos. Qué definen. Cuántas veces pudo y no quiso, cuántas quiso y no pudo. En el sueño mira al perro y piensa en matarlo, quiere matarlo. Recuerda que de chico quería tener un perro, no recuerda que tipo de perro, pero sí que quería uno.
Se ve de pie en la vidriera de la veterinaria que está frente a la plaza del barrio donde vive, donde ha crecido. Es domingo y han salido a pasear con su padre. Él esta ahí, mirando las jaulas expuestas con los perros mientras su papá conversa con otro hombre. Se ve entrar a la veterinaria, se ve trasponer la puerta vidriada y dirigirse hacia donde se encuentran las jaulas, pero ya en el lugar busca y no encuentra lo que busca. Busca un perro o busca que su padre que aún sigue conversando en la vereda entre y lo ayude a elegir un perro.
Hay olor. Dentro de la veterinaria huele, dentro del lugar también hay jaulas con pájaros, peceras con peces de llamativos colores, por unos momentos los cardúmenes de pequeños pececitos luminiscentes lo distraen y se ve sonreír extasiado por el navegar de esos peces. Algunas lauchas blancas dormitan entre el aserrín y parecen esconderse debajo unas de otras, los cobayos hacen andar las rueditas frenéticamente. Se pregunta de donde procede ese olor que lo ha perseguido apenas traspuso la puerta, aunque en realidad él -un chico- que está siendo soñado por él –un adulto- no es quién se lo pregunta.
En el sueño quiere salir pero elige el pasillo equivocado y en lugar de dirigirse hacia la salida no sabe que se está adentrando en la veterinaria. El lugar es inmenso, el negocio le hace acordar a un enorme supermercado donde la madre lo lleva cuando va a hacer las compras para la casa. En el lugar los pasillos están divididos por jaulas y por peceras. En el súper en lugar de animales hay comida. Camina entre jaulas, gran cantidad de jaulas con lauchas y cobayos de un lado y, jaulas con pájaros y cotorras del otro. Algunas jaulas tienen animales, y otras solo tienen el olor de los animales que estuvieron en ellas, es, un intenso olor del vacío que ha dejado el animal que alguien ha comprado, como ese espacio que dejan los productos o paquetes en las góndolas del súper cuando se acaban.
Se siente incómodo y molesto. Un leve aleteo que supone proviene de alguna jaula cercana donde hay pájaros lo sobresalta. En ese momento, o apenas unos instantes después al aleteo ve la silueta al final del pasillo por el que va caminando y la luz se apaga.
En el sueño siente miedo.
En la cama mientras está soñando ha comenzado a transpirar profusamente.
En la veterinaria luego de ver la silueta que no  alcanza a saber de quién es, la luz se apaga.
Todas y cada una de las luces que iluminaban los pasillos han ido apagándose una detrás de la otra. Sus sentidos están alterados, el olor de los animales que están o que han estado, la visión que todavía guarda su pensamiento de las jaulas, el sonido de los aleteos que no ha llegado a identificar, aquella silueta oscura desapareciendo en una oscuridad mayor, en una oscuridad más global, todo modifica su percepción de las cosas. En el sueño que está viendo y que acaso está soñando, es decir, mientras suda en la cama y se ve sudar y transpirar y a su vez emitir algunos gemidos, o quizás sean llantos que está intentando ahogar, en el sueño los sentidos están modificados, rotos, eso es, sus sentidos habituales se han quebrado en el momento en el que confluyeron la oscuridad con los olores y aquel aleteo.
Ahora llora.
En el sueño llora en la oscuridad de la veterinaria pero también está llorando entre las almohadas sudadas de su cama. Ve ambas situaciones en una y otra edad y no se logra explicar como puede estar viendo y sintiendo lo que siente.
En el sueño no puede ver el piso pero si puede sentir el movimiento de algo que anda por el piso.
En el sueño mira hacia el fondo como si pudiera ver, sabiendo que está oscuro, e imagina que aquella silueta que vislumbró cuando la luz se apagó avanza hacia él. Algo, quizás sea el aire que, como una leve brisa le mueve el pelo, le dice que la silueta o lo que fuera que haya visto está a su lado. Despierta.

Cuando despierta está a la misma mesa del sueño, de la primer parte del sueño, y el perro aún duerme echado a su lado. Cuando despierta ya es de día. Tarda en comprender que se ha dormido.
Ahora despierto y viendo al perro ahí, comienza a recordar lo que ha soñado. No todo, uno nunca logra recordar los sueños tal como los ha soñado pero si recuerda a su padre en la vereda. El supermercado y las compras con su madre. Ahora piensa porqué odia o porqué quiere o cree querer matar a ese perro que está echado a su lado. No es fácil para él ser honesto con la respuesta, nadie es totalmente honesto ni siquiera en soledad con determinadas respuestas. Tampoco en los sueños. Piensa que acaso soñar, es también matar un poco.


viernes, 8 de agosto de 2014

NO JULIO, equivocaste el título

Hay un tramo del recorrido del tren que tomo a diario para ir a trabajar, que se encuentra saliendo de Floresta en dirección a Once, en el que por unos momentos breves, apenas unos instantes y dependiendo de la velocidad a la que marcha el tren, puede verse un muro de ladrillos rojos muy alto y parte de la zona baldía cercana a las vías. Si uno alza la vista, para lo cual hay que acercarse a las ventanillas del tren, puede verse en lo alto de esa pared, el fondo de las casas del barrio. Esos momentos del viaje me recuerdan el cuento “Final del Juego” de Julio Cortázar.

El dibujo corresponde a Francisco de 11 años, el hijo de un amigo

Agosto es el mes en el que nació Julio Florencio Cortázar, hace ya cien años, y también en Agosto festejamos el día del niño. Me pareció bueno recordarlo así, con un cuento que incluye la palabra JUEGO. 
El que nunca dejó de JUGAR. 
Ni siquiera hoy. 
Tampoco mañana.
No Julio, equivocaste el título. Jamás hay final del juego.

Unos párrafos del cuento y donde encontrarlo para quién quiera leerlo.
“Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. 
< ... > 
Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí, era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca.”

miércoles, 23 de julio de 2014

Lo único que se mueve en el paisaje son mis ojos y una serpiente

ENTREVISTA a Ariana HARWICZ
Por Daniel Fuster
LA DEBIL MENTAL
Narrativa, 112 p.
Junio 2014, editorial Mardulce


Conocí personalmente a Ariana Harwicz en un encuentro literario en Palermo en el marco de los talleres de escritura de Laura Galarza. Ariana había venido a Buenos Aires a presentar su última novela, “La débil mental” y dentro de lo apretado de su agenda y la inmediatez de su regreso a París donde vive, tuve la posibilidad de escucharla. Una escritora de escritura verborrágica como ella misma se define.
No recuerdo exactamente en qué momento surgió la idea de la entrevista, pero sí que fue leyendo alguna de las tantas reseñas que hicieron de su libro. Fue entonces que le pregunté si era posible hacerle algunas preguntas para que con sus respuestas y con una breve introducción de quién era ella y del libro, me permitiera publicarla en un sitio web del cual le suministré la información necesaria para que lo analizara. Al poco tiempo me llegó su respuesta afirmativa.
Destaco esta frase que me envió cuando se disponía a contestarme:
“Escribo ahora a partir de tus preguntas, lo único que se mueve en el paisaje son mis ojos y una serpiente.”

La entrevista salió publicada en el blog de Casa de Letras:
http://www.casadeletras.com.ar/blog/ariana-harwicz-me-gusta-la-manera-obsesiva-de-vivir-a-la-que-te-empuja-la-escritura/

Por Daniel Fuster

Ariana Harwicz nació en Buenos Aires en 1977. Estudió guión cinematográfico en el ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica), dramaturgia en el EAD (Escuela de Arte Dramático) y completó sus estudios con una licenciatura en Artes del espectáculo en la Universidad Paris VIII y un máster en Literatura comparada en La Sorbona. La débil mental es su segunda novela. Actualmente vive en Francia.
Leer el último libro de Ariana Harwicz, que acaba de salir por editorial Mardulce me produjo vértigo. En la novela que se titula La débil mental y es el segundo libro de ficción de esta autora radicada en Francia hace ya varios años, se cuenta una relación entre madre e hija que llega a los límites de la naturaleza humana. Escrita en un lenguaje por momentos poético, introduce al lector en una montaña rusa de sensaciones que se van potenciando unas con otras:
“El mundo es una luna cortada a latigazos negros, a flechazos y escopetazos. Cuánto hay que cavar para dar con el desprecio, para hacer que mis días ardan.”
Al dar vuelta cada página de esta nouvelle, la realidad humana toca la crueldad y nos cuestiona: ¿somos así, somos esto? Ariana rompe cánones, aborda sin vueltas aspectos de la miseria humana, pero es curiosa la lectura de su prosa. Su forma de escribir nos lleva hasta el borde del acantilado que no deseamos mirar, pero a la vez nos quedamos ahí, observando todo.
Hace años que vivís en Francia, sin embargo el tono del libro y su lenguaje resultan muy naturales, muy de Argentina si se quiere. ¿Cómo se vive esa extranjerización de lo cotidiano? ¿Cómo creés que influye o afecta a tu escritura?
No vivo afuera ni adentro de nada y mi contacto con el habla sigue fluyendo con la misma intensidad. Una lengua es una corriente de pensamiento que no se detiene nunca. Además del habla, el pensamiento y la escritura,  están los sueños, y la voz de ese Otro que escuchamos. Lo que ya se sabe del doble de uno mismo apuntándonos, hostigándonos, en mi caso, además es verborrágica.
Se podría decir que no sos una escritora que viene precisamente de la carrera de Letras. ¿Cómo ha sido tu formación profesional y qué te ha llevado a la escritura?
Mi formación académica empieza en una carrera de cine y otra de guión, luego dramaturgia, Artes y Filosofía en Puán, Fotoperiodismo en Tea, Historia del Arte y Letras combinadas en dos universidades de París. A la escritura me llevó la intriga que me provocó siempre el acto de escribir. Eso de ver por ejemplo a un tipo acostado en un sillón con las patas en el apoyabrazos y saber que puede que esté escribiendo, en ese mismo instante, una frase brillante. Si escribís no estás comiendo y nada más, no estás andando en bicicleta y nada más. Me parece imposible. Nunca estás únicamente hablando. Me gusta la manera obsesiva de vivir  a la que te empuja la escritura.
¿Sos alguien que escribe con una rutina y respeta un espacio y un tiempo para escribir?
¿Me repite la pregunta? No rutina. Y sobre todo no espacio y no tiempo. ¡Sacrilegio! Cuando arranca, arrancó.
Al leer la novela uno va deduciendo que el lugar donde se desarrolla la misma mucho tiene que ver con una casa, pero dónde está esta casa. No hay negocios cerca, los vecinos no aparecen, el lugar de trabajo de las protagonistas tampoco, ¿trabajan acaso?, etc. ¿Qué podrías comentarnos en ese sentido y qué intentaste o imaginaste hacer al darnos esta no-geografía donde los hechos ocurren?
Es que no intenté ningún no-lugar. Pero la geografía donde fue escrita es cierto que es una no- geografía en Argentina. Es interesante lo que pasó porque fue escrita casi desde la mímesis, no en la manera de describirla, pero sí de situarse en escenarios realistas: casa, bosque, pueblito, zona industrial, rotondas con motoqueros, río con piedras, policías y enjambre de ramas. Todo eso que da como ecuación final la apariencia de un lugar afantasmado, poetizado, imposible, es en verdad,  de lo más concreto.
Pienso que el título del libro es una apuesta muy fuerte que hiciste, ¿Podrías contarnos cómo surge o si hubo la posibilidad que fuera otro? Lo que el imaginario común entiende por débil mental es muy distinto a las conclusiones que llega el lector al finalizar la novela, aunque la debilidad de la protagonista es evidente.
No había otro título porque eso es lo que les pasa. Son débiles mentales. La debilidad que le provocan los hombres las vuelve por momentos, puro cuerpo. En La montaña mágica el narrador dice que “la enfermedad vuelve al cuerpo, doblemente cuerpo”, acá ese efecto destructor sucede con el deseo.
La novela aborda temas que pueden ser considerados sórdidos, sin embargo tu lenguaje por momentos poético, y en otros vertiginoso, hace que los mismos sean “curiosamente” disfrutados. ¿Qué explicación le encontrás a esta sensación que produce tu escritura?
Intento que mi escritura esté todo el tiempo sumida al efecto de una tormenta. Oscuridad, luz, oscuridad. La estructura, la impresión visual de sorpresa y a la vez de temor que me genera una tormenta eléctrica me parece digna de una clase de dramaturgia. Eso sí, tiene que haber estallido. En La débil mental se va a lo hondo de una infancia cruzada por el sexo. En ese cruce hay mucha oscuridad, lo que podría volverla sórdida, lo que la salva es el deseo de vivir. La tentación de mantenerse en vida.
¿Cómo y cuáles son tus lecturas actuales? Y en relación con tus lecturas pasadas, ¿cuáles rescatás? Me refiero a aquellos autores que han perdurado a tu alrededor y te resultan necesarios.
Contestar esto es imposible. Las obras de arte  quedan incrustadas, pero también de algún modo los libros buenos y los mediocres. Y el fragmento de un poema del siglo VII. Y una exposición sobre la vida de Cleopatra. Y un cuadro. Y el comentario del cuadro o del libro. Y la nota al pie. Y una sonata. Y lo que pensaste al leer, lo que pensaron sobre un libro. Y así.

miércoles, 16 de julio de 2014

DESAYUNO


El hombre no se había puesto los zapatos, seguía con las pantuflas con las que se había levantado, miró como desayunaba su hijo. El chico parecía estar algo dormido, aún no eran las siete. 
-Samy, lo llamó, qué tenés hoy después del colegio. 
Por unos momentos la cara del chico reflejó cierta sorpresa, no parecía comprender la pregunta. 
-Tengo Inglés, dijo finalmente el chico.
En el pasillo la mujer hacía algunos ruidos, estaba recogiendo cosas, ordenaba mientras se acercaba hacia donde ellos estaban desayunando. Afuera ladró el perro. 
-Cuánto hace que vas a Inglés, ¿dos, tres años? 
-Dos años seguro, dijo el chico y se quedó pensando en lo que había dicho. 
-¿Te gusta?, insistió él, le había molestado la breve respuesta de Samy. 
-Sí, aseguró el chico, parecía convencido.

El hombre abrió el libro donde estaba el señalador y bebió algo que humeaba en su taza. Leyó un párrafo, cuando estaba por comenzar el siguiente la mujer que llegaba con algo en la mano le habló. Se miraron, ella pareció esperar que él dijera algo pero él no dijo nada. El chico miraba un punto fijo en la mesa, se había sentado con las manos debajo del pantalón porque tenía frío. Todavía no se había puesto el buzo del colegio.

-Papá, dijo de pronto Samy, necesito plata para unas fotocopias. 
El hombre no lograba concentrarse en lo que estaba leyendo. Le extendió un billete de diez pesos que el chico agarró sin agradecer. La mujer trajinaba en la mesada, guardaba unos platos y los vasos de la noche anterior en la vitrina. Los cubiertos tintinearon alegremente cuando los dejó caer en el cajón correspondiente. La escuchó canturrear una melodía cuando iba hacia el lavadero con el cesto de la ropa sucia. Se oyó que estaba poniéndola en el lavarropas. Los sonidos le llegaron a través de un siseo modificados por el ruido del tambor que había comenzado a girar. El viento sacudía la ventana que había quedado apenas abierta, todavía estaba oscuro. 

Volvió a mirar al chico que no tomaba la leche. Samy empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. Se parecía al abuelo, tenía sus ojos. La claridad en  los ojos del chico era por momentos verde y por momentos gris. Samy se metió en el baño y el hombre se encontró disfrutando de la soledad del comedor. Esperaba.
-No venís con nosotros, te dejo cerca de donde salen las kombis, dijo la mujer sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, ahora estaba en el living corriendo las cortinas. 
-No, dijo el hombre alzando la voz, me quedo un rato más, quiero leer un cuento antes de ir a trabajar, respondió fijando la vista en el libro. 

La mujer apareció con la cartera en una mano, las llaves del auto en la otra y el chico detrás de ella como una extensión de su cuerpo. Samy ya se había puesto el buzo con el logo del colegio y tenía la mochila al hombro. El hombre permaneció sentado frente al libro, desde ahí los vio irse. Cuando se iban, el chico lo miraba desde sus ojos grises.  Algo que no llegaba a formarse totalmente en una idea en su pensamiento lo seguía molestando y le impedía concentrarse. Los pies del hombre se removieron dentro de las pantuflas con satisfacción.

sábado, 5 de julio de 2014

CUANDO LLUEVE


Cuando llueve debes levantarte temprano y estar solo y hacer eso que haces cuando estás solo. Cuando llueve el perro no debe entrar a la casa porque ensucia. Cuando llueve no debes abrirle la puerta para que entre. Cuando llueve no puedes salir afuera porque no tienes campera y puedes mojarte. Cuando llueve no debes salir afuera. Nunca. Cuando llueve debes sentirte mejor porque estás dentro de tu casa. Cuando llueve tus pensamientos tienen más tiempo porque no sales afuera porque no puedes. Cuando llueve muchas veces quieres que siga lloviendo, y puedes hacer adentro lo que no puedes hacer afuera, y ella no puede tocarte. Cuando llueve se suele cortar la luz y no hay internet. Cuando llueve y si la lluvia es tranquila como una garúa, entonces recuerdas la tristeza que tuviste con ella. Cuando llueve nadie anda por la calle y tienes que cocinarte si quieres comer, aunque muchas veces no te hace falta o no deseas comer. Cuando llueve no puedes ir a comprar tu bebida y ella no viene a tu casa y no puede tocarte. Cuando llueve el perro no debe entrar a la casa porque ensucia y a ella le molesta que la casa se ensucie.
Cuando llueve, llueve.

jueves, 12 de junio de 2014

EL MUNDO CORTAZAR, homenaje en el día del Escritor

“Pero existe algo que el tiempo no puede, a pesar de su innegable capacidad destructora, anular: y son los buenos recuerdos, los rostros del pasado, las horas en que uno ha sido feliz”. 
de Julio Cortázar, en una carta de 1939, tenía 25 años.



Es tan vasto el universo literario de CORTAZAR, que me pareció mejor concentrarme en una etapa de su vida. Elegí apenas un pedacito que transcurre en la localidad de Banfield cuando con cinco años llega con su familia a la Argentina en 1919 y se establecen en esa localidad. Hoy la casa original no existe y hay un cartel indicador con la referencia de que allí vivió Julio Cortázar.

Cortázar empieza segundo grado con 10 años de edad, la escuela primaria en esos años comenzaba a los 8 años. Aparentemente el retraso se debió a que su madre intentó anotarlo en otra escuela. Testimonia Nicolaza Frega, una compañera de Julio cuando tenía 14 años: “Era hermoso, muy blanco. Tenía unos ojazos azules que bailaban solos. Estaba siempre impecable. Jamás se lo veía sin corbata, era muy prolijo. Y tenía un acento muy particular, con un gangueo como el de los franceses al hablar.”

El fondo de la casa era muy amplio, había árboles frutales y también algún sauce. En los fondos existía un potrero donde se jugaba al fútbol. El frente de la casa estaba protegido por una pared baja. Julio tenía un amigo muy querido a quién llamaba Doro, que vivía también en Rodríguez Peña pero en la vereda de enfrente.
Extracto del cuento Deshoras, “Estaba seguro de que entre mis amigos había pocos que recordaran a sus compañeros de infancia como yo recordaba a Doro, [...] Tan inseparables habíamos sido en esos tiempos del sexto grado, de los doce o trece años, que no era capaz de sentirme escribiendo separadamente sobre Doro, aceptarme desde fuera de la página y escribiendo sobre Doro. Verlo era verme simultáneamente como Aníbal con Doro, y no hubiera podido recordar nada de Doro si al mismo tiempo no hubiera sentido que Aníbal estaba también ahí en ese momento, [...] Y con todo eso venía también Banfield, claro, porque todo había pasado allí, ni Doro ni Aníbal hubieran podido imaginarse en otro pueblo que en Banfield donde las casas y los potreros eran entonces más grandes que el mundo."


En  el cuento Los venenos Cortázar recrea otros aspectos de su vida: "El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Banfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y lospedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tio Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas".

Cuando uno lee una frase o un párrafo de un cuento cualquiera de Cortázar siente enseguida que le hace bien, y hace tanto bien que se nos clava una sonrisa en la cara. "Volvé Cortázar, total que te cuesta" (Sic).

NOTA: algunos tramos de lo que aquí se incluye forman parte de una exposición que va a ser llevada a cabo en el Auditorio de la Municipalidad de Ituzaingó, el 13 de Junio de 2014, con motivo del día del Escritor.