Pasé la infancia en una bruma de
duendes, de elfos, con un sentido del espacio y del tiempo diferente al de los
demás. Fui un niño enfermizo y pasé mucho tiempo en cama, dedicado a los
libros. Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años una novela que
guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla. En cierta
ocasión un pariente descubrió mis poemas y se los dio a ella diciéndole que
evidentemente esos poemas no eran míos y que los copiaba de alguna antología. Estaba
tan dedicado a la lectura que algún médico llegó a recomendarle que leyera
menos.
Debíamos tener doce años y la novela
que le presté a un compañero de clase era una que acababa de leer y me había
dejado absolutamente fascinado; una de las novelas menos conocidas de Julio
Verne, “El secreto de Wilhelm Storitz”, en la que Verne planteó por primera vez
el tema del hombre invisible luego recogido por H.G.Wells […] me la devolvió
diciendo: “No la puedo leer. Es demasiado fantástica.”, me acuerdo como si me
estuviera diciendo eso en este momento. Allí me di cuenta de lo que me sucedía:
desde muy niño lo fantástico no era para mí lo que la gente considera
fantástico; para mí era una forma de la realidad que en determinadas
circunstancias se podía manifestar, a mí o a otros, a través de un libro o un
suceso, pero no era un escándalo dentro de una realidad establecida.
Julio Cortázar, Clases de literatura.
Berkeley, 1980 (Alfaguara)