“La oscuridad es otro sol”, Olga Orozco.
Avanzo inseguro detrás de él, y cada paso que doy, siento que no es solo avanzar a ciegas sino también que, cuando el pie, sea el derecho o sea el izquierdo, se hunde en ese sustrato de ramas que crujen, de hojas desperdigadas, de tierra suelta y espacios vacíos, podés caer y tener que levantarte luego sin saber las consecuencias de la caída, caerse en estos momentos puede ser una verdadera caída.
Unos pocos
minutos luego de reconocer el sitio y lidiar con la hojarasca encendida, sobreviene
la necesidad de saciar la sed que todo tu organismo reclama a través de la boca
reseca. “Dejame y andá por agua”, le digo cuando escucho: “Ya está controlado y
por suerte no hay viento, que sed. Qué sed”. Él habla desde su experiencia, desde
las cosechas y los veranos acumulados, desde los riesgos, apuros y sobresaltos;
pero también lo hace desde la tranquilidad que le transmiten las horas de
máquinas andadas, reparadas, rotas y vueltas a reparar, de aquellas horas
incontaminadas de los tractores aporcando, de los tiempos dedicados a las
bromas, de risas y charlas en los breves descansos entre las tareas de los hombres
rurales, hombres que llevan la tierra negra hundida en los pliegues del cuerpo,
bajo las uñas, y que como si de una pátina se tratara se desplaza con ellos.
Hubo corridas.
Primero, cuando apenas el corte de luz en la noche disparó en la conciencia
preguntas sobre lo que podría haber ocurrido. Luego, él hizo ese pasaje cuando
los sentidos de la percepción visual se murieron, y el cuerpo lo llevó fuera de
la casa con premura, para percibir en la noche agobiante el calor del día, el
calor de los días, la falta de lluvia, la necesidad de una lluvia, algo que en
su respuesta no estaba del todo bien, el corte de luz limpio y sin titubeos de
filamentos incandescentes resistiendo, no había sido habitual a otros cortes
con los que el viento y las tormentas de agua lo tenían acostumbrado. Quizás
fuera el aire que trajo los primeros rastros del fuego, o la vista que en el
exterior, ya liberada de la súbita oscuridad de la casa, con todo el horizonte
disponible, éste se tiñó con los destellos anaranjados del fuego. No fueron más
de unos segundos los que pasaron, dos, tres, tal vez cinco, cuando José puso en
movimiento los años acumulados de andar en el campo.
Avisar del
incendio se transformó en otra cuestión urgente de dedos resbalando por las
pantallas táctiles. Sin señal, todos comenzamos a deambular de acá para allá
buscándola, gritándonos, cada uno con el celular en la mano observándolo con
vehemencia, esperando el pequeño milagro, la escala de líneas en la pantalla,
la señal telefónica, para pedir auxilio, y sin embargo, con tanta tecnología disponible
y mientras José ya había partido a buscar los matafuegos, la tarea resultaba
casi inútil. Antes habían sido las llaves del galpón que no estaban, la vuelta
por las llaves, con dos matafuegos y una pala saltamos el alambrado, circunstancias
que iban testeado la extrema vulnerabilidad al fuego, a ese fuego de la noche
que es cuando mejor se lo percibe.
Ahora que es el
día siguiente, veo los tajos en las piernas, veo que alguna espina ha quedado,
que estas marcas pueden ser el llamado de atención que necesitamos. Las gotas
del sudor cayendo sobre la frente, enturbiando y salando los ojos, gotas de un
sudor ajeno, de un motivo ajeno. Trabajamos sobre el perímetro del fuego con
meticulosa celeridad, la que nos permite este andar abrasador a contraluz. Doy
con cuidado los pasos, las zapatillas que calzo pueden ser las primeras
víctimas del calor del piso que no siento pero que intuyo. Intercambiamos pocas
palabras, una pala y una rama gruesa son nuestras herramientas de control del
fuego, a lo lejos los faros de la camioneta en la que llegamos alumbra y surgen
deformes las sombras del monte, también las nuestras, imposible vernos las
caras, y aquellos faros cruzados por una niebla caliente intentando un afecto remoto,
el apoyo que nos hace falta mientras los bomberos llegan, y llegarán, pero no
lo sabemos, no conocemos todavía que está haciendo el mundo por nosotros y
este bregar nuestro entre las cenizas que va dejando el fuego.
El pequeño monte
se alza como una trampa más en esta noche tan distinto de su sombra que sosiega
durante el día. Caminamos el fuego, de alguna forma caminamos rodeándolo como
si de una danza se tratara, paleamos tierra sobre el infierno chico y
controlamos sus intentos por trascender para dar otro de sus espectáculos, evitar
mañana los titulares en el diario, de
alguna forma quemamos nosotros también nuestros pensamientos porque no es
posible en este momento pensar, hay que hacer, ahora, solo eso es, palear,
seguir paleando la tierra ya chamuscada, seguir ahogando los brotes que aquí y
allá el fuego alza como breves rebeldías requiriendo respuestas. Y aguardar. Los bomberos, ahora sabemos, están en camino. El momento está teñido de arañazos calientes y sed en la boca. Sudamos. Primero un coche, luego otro, y otro más, un cuarto vehículo aparece finalmente. Nos vamos a enterar que la autobomba se ha perdido en el cruce al llegar al pueblo, luego vamos a saber que hubo que ir a buscarla, que hubo que guiarla hasta el fuego mismo. Miro la hora, el cuarto vehículo ha sido la autobomba, los anteriores, dos de la policía y uno de la compañía eléctrica. Todo es materia opinable, que pasó, porqué pasó, era necesario arriesgarse así, y para qué hacerlo.
Al día
siguiente, la mayoría de los recuerdos se verán modificados por la luz, anoche,
las escasas luces que daban forma a la oscuridad sofocante del momento, eran
las llamas, esas que podrían si la fortuna hubiese estado de su lado, habernos
lastimado y dañado de tal manera, que no habríamos olvidado esa noche. Los arañazos en las piernas se
sienten con el ardor de la carne chamuscada, y desde los omóplatos hasta la
cintura, la vida, el fuego, y el deber moderan y equilibran. Con la audacia se esconden los miedos, eso dicen.