... Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que
iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una
piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso
como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse,
y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las
alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua
fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la
cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el
cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia
que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la
ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos
a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos
corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y
grandes lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a
esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos
por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder,
pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos
exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y
quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera
ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas,
imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento,
mirando hacia el río con sus ojos grises.
Extracto, “Final del
juego” (1956), Julio Cortázar
ilustración: Patricio Plaza