Salimos
del túnel de la cochería donde fue el sepelio y el tránsito de la calle Estomba
nos recibe impiadoso, ofensivo. La comitiva es de apenas tres coches. Mamá va adelante,
mi hermana y yo en el que sigue y mi familia en el último. El semáforo de la
esquina nos detiene. No quiero mirar a mi hermana, sin embargo la miro y veo su
cabeza algo inclinada hacia la izquierda y hacia adelante, no está llorando
aunque percibo que cualquier palabra, un monosílabo, otro semáforo que nos
detenga puede romper ese efímero equilibrio de agua por salir. Es viernes y la
ciudad tiene el tránsito y los ruidos propios de un día laborable que molesta y
sin embargo de alguna forma agradezco porque me sostiene. Mientras mi hermana ahora llora, ella sí puede.
Avanzamos
lentamente, algunos coches nos demoran, otros, cuando advierten el pequeño
cortejo se hacen a un lado y avanzamos un poco a los saltos por el estado de
la calle, y otro poco zigzagueando para evitar los pozos. Me doy la vuelta para
ver el coche de mi familia pero no está, pienso que el semáforo anterior los
debe haber capturado. Pasan unos momentos y advierto al volver a mirar hacia
atrás con la esperanza de verlos que una fila de varios coches, seis o siete
está detrás de nosotros. Me alegro estúpidamente, pensando que la gente, los
conocidos de mamá, estaban afuera esperando que saliéramos para
acompañarnos. En algún momento cuando falta poco para llegar, suena el celular,
mi hija me pregunta donde estamos. Intento pero no logro hacerme entender, ella
no conoce la ciudad, y yo me he olvidado de los nombres de las calles. El
semáforo libera la larga fila de autos y subimos a un empedrado que nos llevará
directo al cementerio donde vamos a bajar el cajón, a dejar a mamá, a enterrar a mamá.
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