Es la madrugada del último día, aquel en el que no quiero estar, aquel al que no quería llegar y por si fuera poco, por si quedara alguna duda los pájaros, el cielo, el verde, la cabaña se han confabulado en sentir la nostalgia de mi ida y me protestan todos juntos. Detrás de mí siento el rítmico gotear de una canilla que no cierra bien, que también resiste y lo demuestra a su manera. Me enrostra nostalgias el celeste del cielo tan pálido, tan tenue que parece un niño recién nacido. Me voy y llevo recuerdos adheridos de la noche, una sonrisa interminable de brillitos que titilaban, que volaban, que se desplazaban, Orión, las Pléyades, los cúmulos, me tiré de espaldas en la tierra y quedé mirando la oscuridad. Pude ver como parecía irse pintando la noche de puntos que brillaban, el guía decía que había puntos rojos, azules y amarillos, yo no pude distinguir esas diferencias pero no me importaba porque el regocijo igual era enorme, el momento sublime, ver los meteoritos cruzar el cielo, de izquierda a derecha o como fuera, no comprender su desplazamiento, su velocidad, apareciendo y desapareciendo como si el cielo o la oscuridad terminaran en algún lugar, poder seguirlos, imaginarse un juego, o sería un deseo, nunca lo sabré, tampoco importa si al fin y al cabo saber qué es, saber es lo que uno en un momento dado traduce a sentimientos o a palabras lo que pudo captar con los sentidos, los amalgama o los bate un poco y expone las conclusiones, el poema, el cuento, un cuadro, la pasión, los recuerdos. Saber es pasión. Este relato por ejemplo.