Buscaba
las vías esa mañana. Las buscaba como seleccionando donde. Las buscaba pensando
en cuando. No había nubes ese día y las chicharras del paso a nivel sonaban y
sonaban y no dejaron de sonar en toda la mañana. Me acuerdo porque uno se acostumbra
más al ruido de la ciudad que al silencio, y puede descubrir los ruidos que son
ajenos al ruido habitual. Me acuerdo porque no era el sonido de las chicharras
lo que me molestaba, no el sonido en sí, sino que lo que modificaba el ruido
habitual era la continuidad del sonido de la chicharra que iba dejando su
cadencia para irse transformando en un grito, era como un alarido de animal herido.
Aunque sea difícil de explicarlo había algo más en la persistencia de aquel
sonido. El caos. Sentí que el caos estaba golpeando a mi mente. Laura se había
ido hacía dos meses y su ausencia todavía escalaba el dolor. Me preguntaba
cuando podría yo sentir que remitía, sin saber que eso, seguiría por más de un
año acechándome, y que aún pasado ese tiempo, no es que me olvidaría o ya no me
dolería, sino que, habría algo parecido a una transformación, una mutación, el
dolor no sería dolor, sería un recuerdo doloroso.
El
tren pasa todos los días por Flores, y el tiempo no pasa en las fachadas de
este lado de las vías. Del otro lado, hacia Rivadavia, es distinto. Del otro
lado se abren y cierran negocios. Del otro lado van y vienen los colectivos y
las ambulancias, los taxis y la gente. Del otro lado el mundo no para. Del otro
lado el tren tampoco para. Miro la hora. No es tarde pero tampoco es tan
temprano para ser día de trabajo. Pero que importa la hora, que importa la
costumbre de cumplir con ciertos horarios. Tiro el pucho a la cuneta de la
calle, veo a una pareja que camina por la vereda de enfrente. La chicharra no
deja de sonar. Busco el celular en el bolsito y miro la hora. Algo más de las
ocho. Acomodo la correa del bolso para que no lastime al hombro. Ese hombro, está
más caído que el otro.
Ricardo
se acomoda la camisa que se le ha salido un poco dentro del pantalón y comienza
a caminar hacia el paso a nivel. A medida que avanza hacia las vías la
chicharra del paso a nivel se hace cada vez más fuerte y Ricardo necesita abrir
y cerrar la boca. Boquea. La barrera ha quedado a media altura y permite que
los coches puedan pasar. Al ruido de la chicharra se suman los bocinazos. Un
Renault 12 de color gris que está detenido, tiene el capó debajo de la barrera.
Ricardo avanza al lado de la fila de vehículos que se ha ido formando. La mujer
sentada al lado del conductor, parece decirle al marido que ni se le ocurra
pasar. El hombre adelanta su cabeza e intenta mirar hacia ambos lados. Hacia la
derecha puede ver bastante bien, eso piensa Ricardo que ha llegado al lado del
coche, pero a la izquierda no. La vía a la izquierda, hace una curva que se
cierra bruscamente y la visión se interrumpe por el fondo de las casas construidas junto a la
vía. La mujer se enoja, y aunque parezca increíble dentro de semejante
bochinche, Ricardo la oye y la ve gesticular cuando el tipo adelanta el coche
un poco, mientras se inclina sobre el volante. Los bocinazos y la chicharra parecen
enloquecer, y hay tanto ruido que, de alguna forma no importa. Hay algo de
incomprensible en el Renault avanzando y
a punto de cruzar las vías. Puede la vida valer tan poco, tan nada, y los demás
coches insistiendo a bocinazos para que el Renault cruce. Ricardo se demora en el zigzag metálico para
peatones y vuelve a mirar la larga fila de ruidos que late en el paso a nivel. En
ese momento el tren pasa.