Un
hombre en la calle está sentado encima de un carrito de cartonero, y a su lado
un perro. El sol brilla sacándole lustre a las cosas. Abro el libro que me
acaban de regalar, “Una suerte pequeña”. No sé muy bien porqué pero sonrío. Leo
un par de páginas de la novela, y la contratapa, la foto de Claudia Piñeiro es
la de sus libros anteriores. “La que es, la que fue, la que había sido alguna
vez”, señala la contratapa. Me encuentro a gusto en esta melancolía luminosa
que organicé sin proponérmelo.
El
hombre del carro se recuesta sobre los plásticos y los cartones que ha juntado.
El sol parece esforzarse por encandilar cada rincón de la calle. La gente que pasa
alrededor del carro no lo mira, el hombre parece sentir una alegría casi
infantil, y se lo ve retozar entre los cartones que recogió mientras acaricia
al perro.
Aunque
el tiempo modera las aristas del pasado, hay pasados que se sienten tan
presentes como la realidad cotidiana.
En
la novela Mary llega después de varios años a la ciudad que no quería volver,
sin embargo en ese no querer hay una ambigüedad que resulta tan sospechosa como
mi querer olvidar. Ella vuelve y el tránsito de la avenida Paseo Colón se
parece mucho al flujo de un río cuando el semáforo verde libera a los coches.
El hombre del carro no se molesta siquiera en darse la vuelta para ver el
tránsito que de alguna manera lo amenaza, sin embargo su perro está alerta.
Vuelvo al libro pero estoy distraído, miro la pantalla del celular para ver si
hay algún mensaje y comienzo a guardar las cosas. Echo una última mirada al
hombre del carro cuando voy saliendo, pareciera estar aguardando que algo
ocurra. Sin
embargo el tránsito fluye con cierta normalidad por la avenida, hasta el próximo
semáforo, en rojo, del otro lado.
En un tiempo viví del otro lado,
de esa persona,
de aquella espera.
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