jueves, 31 de diciembre de 2015

CONSEJERA ESPIRITUAL VIDENTE



Consejera espiritual vidente dice el aviso que el tipo me dio ayer en la esquina de Chiclana y O´Higgins. Lo guardo, no suelo tirar estos papeluchos a la calle, prefiero llegar a casa, leerlos, ver que provecho puedo sacar. Pienso que anoche dormí bien mientras escucho el ronquido de mamá. Amanece en el patio. El agua del mate se ha enfriado. El pedazo de queso que estoy masticando está muy salado. “Señora Lucía Cruz, lectura de Tarot y Caracoles”, caracoles, eso sí que es nuevo. Mi hermana se levanta y pregunta si le di la pastilla, le digo que no. Dice que anoche pidió menos, si estoy seguro que no se la di. Vuelvo a decirle que no pero ya no estoy tan convencido. Sorbo el mate lavado para enjuagarme la boca del regusto a queso. “No te resignes al fracaso, visitame hoy, con tu fé y mis conocimientos te guiaré por el camino del éxito”, eso dice Lucía Cruz en el papelucho, estoy tentado de llamarla. A mi hermana y a mí nos vendría bien un poco de buena leche. El cielo de la ventana está para llover y no hay viento. En la cocina, sobre la mesada quedan los rastros de la noche. Un vaso de agua por la mitad, fósforos, una jarra y pastillas de colores, también los guantes de látex en un bollo al lado del pan. Son las seis de la mañana y mamá llama desde la pieza.
“No te resignes al fracaso, visitame hoy”.

viernes, 18 de diciembre de 2015

CHARLOTTE

CHARLOTTE SALOMON
Pintora, nació en Berlín en 1917 y murió en Auschwitz en 1943.

La imagen que ilustra la tapa del libro que noveló David Fuenkinos (Charlotte, Alfaguara, 2015) me conmueve, es Charlotte a una edad incierta que puede estar alrededor de la veintena de años. En la pintura, una estela de corazones surge de su mente. Ella está de rodillas y sentada sobre sus piernas, se la ve sumergida en un estado intenso de introspección. A pesar del colorido del conjunto, una triste nostalgia invade al observador. La pintura de Charlotte Salomon  es colorida, y su trazo, además de ciertos rasgos en la fisonomía de las personas que ilustra, me hacen recordar a Van Gogh.
Suelo ingresar a determinados libros con precaución, quizás advertido por una reseña o el comentario de un amigo. Ya en la librería recorro las mesas evitando la ayuda de los vendedores, voy descubriendo los títulos y tapas que llaman mi atención. Siempre reflexiono sobre la importancia de un título o una buena tapa. Agarro el libro y lo sopeso, es lo primero que hago, a continuación leo la contratapa, cuidando de evitar los comentarios siempre elogiosos de críticos, autores reconocidos y periodistas. Si lo leído sostiene la expectativa de origen, lo abro, paso las hojas, testeo la calidad de la edición y leo como empieza.

Es curioso como una vida de escasos 26 años, cuya existencia se desarrolla en los bordes de la muerte y es acechada por la historia de suicidios familiares, logre arrancar esas paletas de colores. Charlotte pinta este cuadro, y parece decirnos que el amor es una actitud interna, una apuesta obligada. Una honda nostalgia surge de su obra. El amor es posible, a pesar incluso de la muerte, de su muerte, de su propia muerte. Es ese amor el que la sostendrá y la ayudará a pintar una obra especialmente diferente, y es la pintura la que la alejará del horror que invade a Europa. En 1942 Charlotte le entrega a un doctor amigo un cartapacio con la obra, le dirá: “Es toda mi vida”. Poco tiempo después, los alemanes la capturarán en el sur de Francia y será llevada a un campo de exterminio.

Conmovido por la lectura de la novela de Fuenkinos,
valgan estas líneas homenaje, 
a su lucha por la vida misma.

viernes, 4 de diciembre de 2015

LA VIDA MISMA



Vera nació prematura y estuvo algo más de un mes en la clínica. Quique está contento, pero se lo ve cansado. Es que todo empezó mucho antes, cuando la mamá de Vera tuvo una pérdida, y fue al médico y  éste le dijo que tenía que guardar reposo.
Hoy miércoles el viaje en tren está imposible, vamos hacinados y haciendo fuerza con las piernas y los brazos, las manos me duelen de tanto apretar el caño del que estoy amarrado. Cuando el tren se detiene en Castelar aprovecho  la mínima descompresión de la masa humana y doy un paso buscando el pasillo del vagón.

Veo a Quique cuando sale del baño: “¿Estuviste de viaje por algún lado?”, le pregunto. Es que Quique se dedica con entusiasmo adolescente al turismo. Al él le gusta viajar, pero hacerlo con poca plata, y con mucho tiempo. Hostel o casa de familia, nada de hotelería, menos all inclusive. “Ojalá”, me dijo. “Estuve en casa porque Flor tiene que hacer reposo”. Fue en ese momento que me enteré que esperaban un hijo.
Un viejo me está clavando el codo en el medio de la espalda y me empuja encima de una chica. Podría dejarme caer sobre ella y así aflojar la presión del viejo, pero no quiero que piense mal, por eso entre Castelar y Morón forcejeo y me sostengo como puedo. En Morón baja gente, pero suben muchos más. Prevenido y atento al flujo y reflujo, aprovecho el impulso y me muevo alejándome otro poco más de la puerta, del codo, y de la chica.

Quique me cuenta por lo que han pasado. Ella apenas se levanta lo necesario. Cada dos días vamos al médico agrega.
El tren sale de Morón, pasamos por Haedo y cuando estamos por llegar a Ramos una mujer se pone de pie. Lleva un bebé en brazos. Veo el bulto pero no veo nada del bebé. Los que estamos en el entorno nos damos cuenta lo difícil que le va a resultar a la mujer bajar. Ella queda por un momento de pie, esperando, no mira a nadie, tampoco pide. La mujer solo está ahí quieta y uniforme con el bulto encima de los brazos, sin embargo, no parece hacer falta que haga nada. Los que estamos a su alrededor comenzamos a hacer lugar para que pueda pasar.

Cuando una de las pérdidas fue preocupante la internaron y Vera nació por cesárea. Visitan a Vera todos los días, llegan temprano, a las siete ya están en la clínica detrás del acrílico que les muestra un sinnúmero de cunitas transparentes. Me cuenta que identifican a la beba porque es la más chiquita entre las chiquitas. 
Todos tenemos que empujar y resistir el empuje de los demás, y eso hacemos, para que la mujer pueda bajar del tren en Ramos Mejía. Cuando la mujer con el bebé en brazos avanza y llega adonde me encuentro, se detiene, pero no me mira, espera una vez más. Veo que no tiene espacio suficiente para poder pasar, al menos, no hay un espacio cómodo y seguro para que ella pase sosteniendo al bebé.

Está débil dice el médico de Vera, y no hay todavía un diagnóstico que permita saber como evolucionará su peso y si podrán llevarla a casa pronto. Quique se va a trabajar y ella se queda ahí con la beba, sale a la hora del almuerzo, camina un poco por una plaza cercana y vuelve a la clínica a mirarla desde el pasillo como duerme y como la atienden.
Tengo que empujar para que la mujer pase, pero antes aviso: “Voy a empujar porque hay una mamá con un bebé que baja”, eso digo y luego, con toda mi humanidad presiono y abro el paso. La mamá avanza hacia la salida. El tipo que está detrás de mí y que ha soportado mi empuje se da vuelta y me golpea en la espalda.

Cuando Quique vuelve del trabajo se van juntos para la casa. Vera queda del otro lado del acrílico. Pienso lo duro que debe ser. Las ojeras desde las que Quique me mira me dan pena.

Me doy la vuelta y veo a un hombre que me mira con furia. Tiene los auriculares del celular puestos y está dispuesto a discutir o pelear. Nos miramos con el gordo que está al lado mío. Estamos tan cerca unos de otros que casi podemos olernos. “Dejá flaco, ni siquiera te escuchó”, me dice el gordo. Vuelvo a lo mío. Veo a la mamá con el bebé caminando por el andén. Vera va a casa mañana. Pienso en auriculares, también en acrílicos. Parecen objetos que explican ciertas cosas. La vida misma.

martes, 24 de noviembre de 2015

VIDA EXTERIOR


El chico estaba detrás de un árbol, aunque cuando habían hablado de aquello Lara decía que no había árboles, apenas unos yuyos sin cortar, que hacía mucho tiempo que nadie pasaba por ahí. Sin embargo el cuerpo del chico estaba tibio cuando él sin pensarlo le había tocado la cara. Es que parecía dormir, incluso recuerda que lo llamó, “¡Eh, EH!”, había insistido un par de veces hasta que Lara le tironeó la camisa.

Lara todavía dormía. El silencio que producía la ausencia de personas era acogedor, en la pileta de la cocina goteaba la canilla, y un sonido grueso, turbio y opaco llegaba a través de la ventana desde la calle. El encanto del momento desapareció cuando el ascensor arrancó ruidosamente. Extendió los dedos de su mano izquierda, cerró el puño y volvió a estirarlos. Amanecer en el departamento de Lara le hacía bien, se sentía relajado como si recién hubieran terminado de hacer el amor.

Ella le hizo un gesto, un movimiento de la cabeza indicándole una mancha oscura, casi negra y aún húmeda a un lado del chico y debajo de sus piernas desnudas. La sangre era roja y quizás más roja que cualquier otra sangre. Sería acaso el contraste con su piel, eso era lo que Lara decía.

Afuera, en alguno de los departamentos, el viento cerró con violencia una puerta. Comenzó a llover, los golpecitos de las gotas ensuciaban los vidrios dejándoles una pequeña fiesta húmeda. Luego vibró todo el edificio, el trueno debía de haber caído muy cerca. Se puso de pie y abrió la ventana. El calor del verano remitía y en su lugar el viento fresco y húmedo conquistaba su cuerpo.

Pensó en aquella tierra, el sol del ocaso, la ferocidad de los animales. Y la sangre del chico que fluía mansa y sin tropiezos.

martes, 3 de noviembre de 2015

VIDA INTERIOR


Decidió que si el sonido volvía ahora, sería un pájaro carpintero. No era común verlos, sin embargo el domingo que festejaron el aniversario habían visto uno encaramado a una gruesa rama del eucalipto. Era un pájaro hermoso y extraño. Cayó en la cuenta que de chico le gustaba ver a “Loquillo” el Pájaro Loco, y tuvo que admitir que alguna locura o si se quería alguna desviación del comportamiento natural de las aves había en esa tozuda actividad de picotear con vehemencia los troncos.
Pero el martilleo no volvió. Quiso creer que aquel ruido cadencioso que sintió sobre el techo también podría haber sido una rama del fresno movida por el viento. El árbol había crecido demasiado y él, habían discutido con su mujer, dijo que ya no lo podaría y si las raíces levantaban la vereda pues la harían de nuevo. Pero no había viento ni antes ni ahora que podría haber producido aquel movimiento de ramas.
No quería darle cabida en su pensamiento a la tercera y última opción. Un tipo. Un ladrón. Un intruso. Esperó. El perro a su lado estaba tranquilo. Y si salía al patio con el perro, y si dejaba que el animal recorriera el patio mientras él, de pie en el umbral, aguardaría el andar del perro. Conocía el lenguaje del perro, al menos, se dijo, estos animales eran honestos y transparentes. Auténticos. Viéndolo correr las palomas y los gorriones, o saltando tontamente hacia los bichitos que gozaban del sol, capaz que descubría alguna extrañeza, y quizás soltara un gruñido.
Pensó que a esa hora de la mañana, apenas eran las siete, nadie podía estar arreglando un techo. En un domingo, en aquel barrio de clase media, era posible, pero aun así era todavía muy temprano.
El ruido seguía sin volver, y suspiró con cierto alivio. El perro anduvo por todo el patio disfrutando su libertad, jugó con su “palo”, no se le notó sobresalto alguno, y corrió a las palomas que picoteaban aquí y allá. Todo estaba hermosamente feliz y luminoso y los pájaros de los árboles  trinaban a rabiar. Entró en la casa.
Cuando ocurrió lo que ocurrió, los pájaros seguían gorjeando. El perro iba hacia él, y él, de pie otra vez en la puerta, estaba demorado  en el umbral, esa frontera entre el exterior y el interior. Lo vio venir con su andar ladeado, pero grácil y atlético. El perro parecía contento de ir hacia él.
Cuando el animal estuvo a unos pocos metros, y él se preparaba para entrar definitivamente, ya un pie, el izquierdo dentro de la casa, el ruido del techo volvió sin que el perro pareciera darse cuenta de aquello, porque siguió andando hacia él con su tranco torcido y se introdujo alegre y torpe en la cocina, sin que él pudiera impedirlo. Cerró la puerta, que casi fue un portazo, y se quedó ahí de pie, esperando, una vez más.
Miraba al perro, y el perro lo miraba a él como siempre hacía. La cola del perro se balanceaba a los lados del peludo cuerpo, acostumbrada a ese diálogo silencioso, donde algunas veces él le hablaba, mientras el animal, las orejas erguidas y tensas, ladeaba la cabeza, como intentando escucharlo mejor, y la cola siempre en movimiento.
Buscó en el perro encontrar una respuesta al ruido que seguía escuchando en su cabeza, afuera, en el techo, el pájaro, una rama, o un ladrón. Sin embargo, el perro, nada manifestó. Tenía esa cara de estúpida fidelidad hacia él, el hombre que lo alimentaba y ocasionalmente lo llevaba a dar una vuelta por el barrio para que cagara y meara fuera de la casa.
Molesto y asustado, mandó al perro al patio a que hiciera su trabajo de guardián. El ovejero salió manso y obediente, y pareció no comprender porqué lo hacían salir tan temprano. Lo vio desde la ventana quedarse parado en el medio del patio, como una persona que desorientada, no recuerda que la llevó hasta ahí. El animal fue hacia la izquierda, meó en el pino y continuó hasta la medianera. En ese lugar lo perdió de vista. La ventana estrecha, le impedía seguir el andar de la bestia. Dentro de la casa descubrió que un dolor de cabeza pugnaba por conquistarlo, cuando el taconeo surgió desde el patio. Ya no pudo deducir si era en la vereda, o era en el techo.
La puntada fue potenciándose en la pelambre de la nuca hasta formar un núcleo sólido e incómodo que, al mover el cuello hacia ambos lados pareció quebrarse emitiendo un chasquido. No vio al animal cuando miró por la ventana, no lo escuchó ladrar y tampoco gruñir. El perro podría haberse echado en alguno de sus sitios favoritos para dormir. Los trinos volvieron como un ruido inesperado. El motor del bombeador de agua dejó de funcionar en el mismo momento, y su pensamiento flotó huérfano e ingrávido, en una zona remota de la mente. Cuando se sentó, tenía un cansancio infinito. El frío de la mañana afuera.El dolor en la espalda adentro. Estaba sediento pero sin ánimo suficiente para levantarse a buscar un vaso de agua.

Afuera el cielo que le mostraba la ventana iba limpiándose de nubes y, los pájaros dejaron de cantar. La cara de un hombre encuadrada por la luz del día, se asomó por la misma ventana que le traía el cielo. El intruso intentaba ver la posible vida interior de la casa, pero el reflejo del sol se lo impedía. Estúpidamente se sintió a salvo y sonrió. Mientras veía como la puerta se abría, volvió a sentir el martilleo en su cabeza.

martes, 20 de octubre de 2015

BARRERA

La barrera sesgada permite a los coches pasar. Al ruido de la chicharra que avisa el inminente paso del tren, se suman los bocinazos acostumbrados. Un Renault 12 color gris está detenido y a punto de cruzar. La mujer sentada al lado del conductor, parece decirle al marido que ni se le ocurra pasar. Ricardo camina al lado de la fila de vehículos. El hombre ignora a la mujer, adelanta la cabeza, y mira hacia ambos lados. A la derecha puede ver bastante bien, eso piensa Ricardo que ha llegado al lado del coche e imita al conductor. Pero a la izquierda, la vía hace una curva que se cierra bruscamente y la visión se interrumpe en las casas construidas junto a los terrenos del ferrocarril. La mujer se enoja. Ricardo la ve gesticular cuando el tipo adelanta otro poco el coche. Los bocinazos y la chicharra enloquecen, y hay tanto ruido que, de alguna forma ya no importa. 
Hay algo de incomprensible y extraño en el Renault 12 avanzando y a punto de cruzar las vías, y los demás coches acelerando los motores. Ricardo vuelve a mirar la larga fila de ruidos que late en el paso a nivel. Es en ese momento que el tren pasa.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

NO MIRES, NO PIENSES, NO HABLES

RACIMO, Diego Zúñiga
Literatura Random House, 248 páginas
Novela



por Daniel Fuster

Definición: La violencia de género es un tipo de violencia física o psicológica ejercida contra cualquier persona sobre la base de su sexo o género que impacta de manera negativa su identidad y bienestar social, físico y/o psicológico.

Compré la novela sabiendo que tenía por delante un viaje de muchas horas a la ciudad de Córdoba. Y que con los kilómetros por recorrer, dispondría  del tiempo necesario, para pensar y reflexionar sobre el contenido y la forma en la que el autor desandaría algo tan doloroso y vigente, como es la violencia de género.
“Un cuerpo a un costado de la carretera: una silueta, el pelo largo hasta la cintura, una mochila, un jumper, los focos del auto que la iluminan en medio del desierto, de la noche.”

Así comienza la novela de Diego Zúñiga, un escritor de 28 años que tiene cara de chico, y en las fotos se lo ve casi siempre sonriendo, o mirando a la cámara con cierta picardía. La novela que acaba de llegar a la Argentina, “Racimo”, es una novela sobre la violencia. Una violencia que está basada en hechos reales ocurridos en Chile en la década del ´90.
Un pueblo receloso de la gente de afuera recibe a Torres Leiva, un fotógrafo de bautismos y casamientos, quién ha llegado a Iquique a probar suerte en el diario local. Esta es la voz que el autor utilizará para mostrarnos una ciudad y sus alrededores, marcados por la pobreza, sitios donde es preferible no vivir, donde los que llegan, casi siempre lo hacen pensando que están de paso, y si llegan a quedarse es porque no tienen alternativa.
“Piensa en cómo hubiera sido sacarle fotos a ella ahí, tirada a un lado de la carretera. Esa imagen se repite y se va a repetir por mucho tiempo en su cabeza.”

El fotógrafo va cubriendo notas para el diario, y mientras esto hace pasan cosas al parecer irrelevantes, poca cosa. Un perro ladra en la hora de la siesta. Un almacén cerrado. Un control de carabineros. Una persona que mira desde una ventana. Y sol. Y viento. Y calor. Y el desierto cerca, cada vez más cerca.
“El sol empieza a bajar, despacio. Los colores cambian. El sabor de la tierra en la boca. Torres Leiva lo mira, pero finalmente el carabinero no dice nada. Se sube al auto y parten hacia las fábricas. Se llevan el bolso con su cámara.”

Algunas chicas del liceo Pedro Prado de edades entre los 12 a los 15 años desaparecían. La gente las busca por los alrededores. La policía hace muy poco al respecto.
“Esa noche fueron a Carabineros a poner la denuncia, pero les dijeron que esperaran, que quizás estaba en la casa de alguna amiga o de algún familiar y que ya iba a regresar. Pero no regresó.”
Entonces ocurre algo. El fotógrafo se topa en la carretera con una “niña”, así las nombra el autor en la voz de los periodistas, de Torres Leiva, de García. Así las nombran los familiares, los amigos: “la niña”, “las niñas”. Así las seguirán nombrando siempre, incluso cuando se encuentre al responsable, cuando se lo sentencie, y sin embargo, y a pesar de que un padre, una abuela, un tío, las sigan llamando así, hace tiempo que han dejado de serlo.
 “La niña respira, pero no abre los ojos. Hay un sueño –en el sueño de Ximena- una historia de horror, piensa Torres Leiva, un relato quebrado y lleno de miedos, un lugar imperfecto, el viaje que nunca podrán reconstruir.”

Contada en la primera persona del fotógrafo, la novela avanza mostrando una realidad de ciudades lejanas de la capital. Lugares que han ido surgiendo debido a la explotación  de los  recursos locales. Sitios que han ido adaptándose a la rigurosidad del clima y también a la soledad de sus gentes. Porque si algo está presente a lo largo de la novela es ese silencio abrumador de los pobladores, y el menosprecio de una policía conscientemente inoperante.

Diego ZÚÑIGA, un escritor para seguir descubriendo.

miércoles, 12 de agosto de 2015

PALABRAS CRUZADAS


Hay una costumbre que tenemos con mamá, ella me separa el suplemento de cultura y  la revista que el diario trae los domingos y los va guardando hasta que voy a visitarla.
Visito a mamá dos o tres veces en el año. Visitarla no es fácil. La ciudad en la que vive mamá tiene salida al mar, es un lugar ventoso en verano y muy frío en invierno. No puedo acordarme cuando fue que comenzamos con esta cuestión de las revistas, pero creo que tuvo que ver con cuando edité mi primer libro de cuentos.
Las revistas que mamá me reserva traen para completar las palabras cruzadas en la última página. Los intentos de mamá por hacer el crucigrama están claros sobre la hoja. Es como leer una carta, las letras que han ocupado su casillero tienen un pequeño temblor, es una caligrafía titubeante debido a los años que ella tiene. Las letras un poco movidas son ella en la mesa de la cocina desayunando, o también puede ser ella a la hora del mate. Las letras de los casilleros nunca pueden estar hechas al mediodía o en horas de la noche, a mamá no le gusta modificar las costumbres cuando hace palabras cruzadas.
Cuando hablamos por teléfono ella me cuenta: “Hoy vino Rosa, dice que recibió carta de Guillermo”. Cuando viajo a verla algunas veces voy solo, en ese caso, viajo de noche y en colectivo. Duermo. En general entro en un estado de duermevela durante el viaje donde pierdo años y recupero pedazos de infancia. Llego  a la terminal de la ciudad donde mamá vive y yo nací sintiéndome de buen ánimo. El viento de allá cuando sopla te lava la cara. Eso siento.

Las revistas que voy trayendo se van acumulando en casa, y siempre que comienza el fin de semana me levanto con el entusiasmo de intentar ponerme al día, pero por una cosa o por otra van quedando y se van apilando en el sitio donde las he dejado cuando las traje. “Acción de labrar piedra o madera”, anoto: “LABRAR” y uso las mayúsculas porque mamá escribe con mayúsculas. Siete vertical: “Azar, suerte.” ALBUR. Siento algo muy privado en lograr completar los casilleros que mamá ha dejado inconclusos y en blanco. En realidad es raro que mamá no haya encontrado una respuesta como sinónimo de azar o suerte, además mirando bien las otras palabras que había completado, ya tenía la letra con la que comenzaba la respuesta. A veces sospecho que ella deja los casilleros en blanco para que yo los complete. Vienen las vacaciones de invierno pero mis hijos no quieren ir a visitar a la abuela. Las palabras cruzadas incompletas son un desafío permanente.

Encontré un crucigrama en el que mamá no había escrito ninguna palabra, no había letras. Fue como si ella de pronto no supiera que decirme. Quizás estuviera enojada conmigo. Ver todo un crucigrama nuevo por completar no me gustó. Llamé a su casa esa noche. Atendió mi hermana. Me preguntó que quería. Cuando le dije que quería hablar con mamá, me respondió que no podía atenderme. Dormía. Cuando le pregunté cuando podía volver a llamarla, me respondió que no valía la pena que no escuchaba. Cuando le pregunté si la podía llamar igual, y que mamá me hablara me respondió que hacía tiempo que tampoco hablaba. No llamé a mamá aunque estuviera despierta más tarde. Para qué me dije. El crucigrama en blanco estaba claro.

viernes, 31 de julio de 2015

DELICIAS DE UN PUEBLO NORMAL

EL INVIERNO DEL LOBO, John Connolly
Tusquets Editores, 336 páginas
Policial negro

por Daniel Fuster



Invitado destacado del festival BAN 2015 (Buenos Aires Negra) que se desarrollará en Buenos Aires entre el 31/7 y el 8/8 próximos, este irlandés de 47 años ha escrito una novela inquietante.
En una localidad pequeña y tranquila llamada Prosperus, donde a pesar de la recesión económica la gente vive bien, un lugar donde los mayores deciden las normas de convivencia y las leyes que la rigen a través de un Consejo, un sitio donde los jóvenes no emigran a las grandes ciudades y en el cual el Jefe Morlan, comisario del pueblo recorre sus calles y las afueras del mismo velando por los vecinos, todo parece normal. Pero tanta normalidad es siempre y paradójicamente anormal.

Que ocurre en Prosperus que los jóvenes no emigran, y donde los hijos siguen los oficios de sus padres generación tras generación. Que pasa en Prosperus donde los pocos lugareños que han emigrado han decidido eliminar todo contacto con el pueblo, incluso desaparecer. En el comienzo de la novela un lobo herido huye de una matanza, un sin techo muere ahorcado, y una joven desaparece. El detective Parker, protagonista de los policiales de Connolly tropieza con la muerte de Jude (indigente e informante de la policía), comienza a investigar, viaja a Prosperus y se entrevista con el Jefe Morlan. A partir de ese momento el pueblo tan apacible hasta entonces se transforma, y como el lobo que huye y que está herido y con hambre, y que mata para sobrevivir, los hombres y las mujeres del lugar, también matarán para sobrevivir. Una iglesia traída piedra por piedra desde Inglaterra, los descendientes de aquellos que la trajeron, un dios con hambre.

A John Connolly sus detractores le cuestionan el uso de elementos sobrenaturales, sin embargo muchas veces la realidad contiene hechos que no pueden ser explicados ni razonados, solo presenciados, y son estos mismos hechos los que le dan vida a la vida misma.

fuente: EL ALMACEN DE LIBROS, http://blog.elalmacendelibros.com.ar/

viernes, 3 de julio de 2015

LA COSA ES MÁS O MENOS ASÍ



La cosa es más o menos así. En el momento menos pensado te cae como un piedrazo un pensamiento brillante. Pero esto precisamente ocurre cuando todavía estás un poco dormido. O quizás puede ser que estás demasiado cansado y durmiéndote mirando el techo en medio de la lúdica oscuridad de tu pieza y sonreís estúpidamente. Nadie puede verte y la atmósfera donde estás sumergido contiene cierta extrañeza, no hay sonidos, el tiempo pasa, eso es casi seguro, hay cierta certeza de que los minutos corren, pero vos estás regido por otras leyes que modifican la realidad, tu duermevela se parece mucho a dos personas que están haciendo el amor, y lo sensorial es estupendamente  placentero. Cómo explicarlo. Hay lucidez y entrega, relajación y claridad, pero basta un instante para que todo se escabulla como una brisa rápida y esquiva y te quedes ahí acostado, sentado o de pie sin saber que hacer, como si alguien hubiese hurtado un momento feliz de tu vida. Hay algo de melancolía y desasosiego en tu forma de esperar encontrar lo que tenías hasta hace solo un momento. Pero finalmente comprendés que no vas a poder dar con ello, y como un chico que esperaba un tren eléctrico y ha recibido una caja de lápices de colores, suspirás y mirás a nadie, porque estás solo con tu tristeza y vas a lavarte la cara. La puerta cruje un poco cuando se cierra confirmando que todo se ha perdido en algún lugar de tu cerebro, que cada ruido que escuches, que cada palabra que digas, que cada acción que ejecutes son pasos ineludibles que te alejan y distancian de aquello que te hacía sonreír tontamente sin saber que era. Y  cuando te mirás al espejo y ves a ese hombre con el pelo revuelto, la cara marcada todavía por los pliegues de la almohada y los ojos muy abiertos, pensás que es otra piedra que cae haciendo ruido, una piedra que no trae nada brillante, sino una que hay que llevar a trabajar dentro de un rato, una piedra que saldrá como otra mochila que llevás al hombro, que esperará en el andén una formación de trenes a la que pueda subirse, una piedra que será empujada y que empujará a su vez, una piedra que intentará buscar un mínimo espacio entre los codos, las carteras y las mochilas, las panzas y los brazos, una piedra que no tiene forma de piedra pero que es dura e indiferente a tu persona.

jueves, 11 de junio de 2015

CUANDO PONE LA MESA



Suspendido entre las esperanzas y los anhelos que han dejado de ser importantes para mí, es que escucho a Mariana entrar en el baño, usar el inodoro, luego la ducha, y finalmente el sonido del agua chapoteando en el lavabo. Ella abre la puerta, y comienzo a mirar hacia el pasillo por donde Mariana aparecerá. No puedo evitarlo, entiendo que tiene que ver con el amor, quizás con el temor a que dejaré de verla, poco importa la explicación, hay ciertos actos que hago por impulso. Mariana llega con el pelo húmedo, está más delgada. Hace un par de semanas que he tocado su cuerpo en la noche cuando ella dormía. Cuánto hace que no hacemos el amor. Cuánto hace que no la beso. Cuánto hace que evito que me bese. Me dice hola. Su cara trasunta vida. La mía, me pregunto, que es lo que le dice.
El dolor. Las punzadas llegan a mi espalda y perduran. Cuánto. Cuándo. La vida afuera, ajena a que me voy muriendo, continúa. Espero que termine de amanecer para levantarme. Postergo distraerme del dolor como si sentirlo fuera, una manera categórica de sentirme vivo. Mariana duerme a mi lado ignorante de los días que me quedan junto a ella. A veces cuando se molesta por cuestiones domésticas, me ve sonreír y entonces llega a enfurecerse, y en lugar de decir nada, prefiere callarse y se va. La ira silenciosa que Mariana demuestra, quizás pretenda que yo recapacite, que de alguna forma vaya en su búsqueda y le pida disculpas por no haberla tomado en serio. Sin embargo, no hago nada de eso y ella, se siente abandonada. Porqué hago esto. Todo me parece vano, fútil, temporal. A un paso de mi muerte, ya no hay miedo.
En el lado nuevo de la casa que hemos construido no hace mucho, ella busca refugio. Por horas dejo de verla.  Sé que en esos momentos anda trajinando entre las plantas, que hunde en la tierra negra los guantes de látex color naranja que ha comprado para hacer jardinería, sé que está buscando descargar, quizás también deseando que, todo lo que ella siente y que yo no siento sobre aquellas cuestiones domésticas, queden en la tierra fértil para, de alguna forma perdonarme, y cuando me doy cuenta, que ella vuelve, que su cara refleja aquel hundimiento y comienza en la cocina el entrechocar de las cacerolas y el agua comienza a correr en la pileta, entonces sonrío sin levantar la vista del diario que estoy leyendo y, mi pie izquierdo comienza su rítmico zapateo, algo que hago sin proponérmelo, como un tic, un gesto que ella no oye pero ve cuando voltea a abrir la heladera. Esa mirada suya, ese cacharreo por la cocina, ese pie que sube y que baja, son parte de nuestro estar juntos y a gusto, y aquella cuestión doméstica, como la tierra negra, han quedado en otro lugar de la casa, al fondo, fuera de la cocina donde ahora otra vez estamos enamorándonos, sin saber ella, sabiendo yo, que me estoy muriendo.
Mariana pone la mesa, no lo mira. Destapa una olla, abre el horno, saca una asadera, pero no lo mira. Deja el repasador en la mesada y va al baño. El espejo le devuelve una mirada que brilla con el silencio del miedo. Prefiere discutir con él. Prefiere que la tensión que le produce no hacer el amor se sienta. Prefiere que le sonría satisfecho de que ella se preocupe por nimiedades. Mariana deja que los días pasen así, distraído por las cuestiones domésticas, condescendiente con la cara de enojo que ella suele poner, prefiere que crea que las manos en la tierra le quitarán las preocupaciones mínimas, de eso se trata después de todo piensa Mariana, de llegar con las preocupaciones mínimas y cotidianas, de no darse cuenta, de seguir haciendo ruido en la cocina cuando pone la mesa.



miércoles, 20 de mayo de 2015

BICHOS

Dibujo de Franz Kafka. "Hombre con la cabeza sobre la mesa"
Aparece en "Diarios". 7 diciembre 1916

El pequeño bicho apareció de la nada mientras tomaba mate. De dónde habría salido. Sobre la mesa estaban la azucarera –cerrada-, un frasco de miel –un tarro enorme de miel, a él le gustaba comerla a cucharadas, no, de ahí el bicho tampoco podría haber venido-, chupó el mate que se había enfriado mientras el insecto con algo parecido a la desesperación iba y venía entre sus papeles. Entonces, se dio cuenta que el animalito – se preguntó si a estos bichos se los podía considerar animales-, había surgido de la yerba, del mate mismo. ¿Era acaso posible? A decir verdad, no se preocupó demasiado, corrió un poco la azucarera, tuvo que levantarla porque el bicho seguía ahí detrás de la misma o abajo, el animalito pugnaba por refugiarse en cualquier cosa, mientras él movía y agitaba las posibles protecciones o escondites. En un momento en el que el bicho se detuvo entre el frasco de la miel y uno de los libros que había sobre la mesa, desorientado seguramente, algo nervioso y agitado, y cuando la luz le dio de lleno, él, de un planazo lo aplastó. Cuando levantó la mano se lo quedó mirando. Algo en su mente se iba formando, se gestaba como una pregunta que buscaría respuesta, por algún motivo algo parecido a la inquietud lo ceñía. Cuando el animalito apareció había dejado de leer, se distrajo con esa manera frenética de deslizarse que tenían esos bichos sobre un mantel. Leía como una mujer exitosa estaba volviendo a su pasado mientras conducía un auto, la mujer recordaba a través del paisaje sitios en los que de niña, creía haber vivido. Sorbió otro mate y cuando esto hizo un nuevo bicho, parecido al anterior pero mucho más chico surgió al lado de su mano. Por un momento tuvo un pensamiento ingenuo, consideró que este bichito parecía el hermano menor del primero. Lo miraba moverse de una manera muy distinta, no tenía el frenesí del otro, se movía con cierta lentitud que le pareció impropia del bicho que era, lo persiguió sobre la mesa con una habilidad que se desconocía, matar algunos bichos le había procurado cierto estilo si es que podía decirse así. Había aprendido a cazar a estos animalitos sobre la mesa o en el piso, algunas veces sobre la mesada. Para él, iniciar el día sin la lectura de un libro era lo que para otros irse a trabajar sin haber desayunado. Sumergirse en esa selva de asfalto, personas y transporte público sin aquello, era salir desnudo, desprotegido. Cualquier cosa podría ocurrirte. De otro planazo, mató al nuevo intruso. En esta oportunidad había moderado la fuerza del golpe que había realizado. El cadáver de este último yacía frente a él, lo observaba con cierta obsesión, sentía algo especial, particular, enfermizo en la contemplación del animalito cuando de pronto, una patita, o un bracito, algo se movió. ¿Tenía patas o brazos que él pudiera ver? Para desplazarse era seguro que alguna de esas cosas tendría, pero que él pudiera distinguir esas patitas o bracitos, eso, era ciertamente imposible. Volvió al primer muerto. Yacía despatarrado en el centro de la mesa entre la pava y el frasco de la miel. Tomándose su tiempo sacó un pañuelo descartable del bolsillo trasero del pantalón, agarró al bicho estrujándolo con algo de asco y de bronca hasta que sintió el estallido del caparazoncito entre los dedos. El macho alfa había reventado, él lo había estrujado con gusto. Qué pensamientos extraños le sobrevenían esa mañana, el pequeñín seguía pataleando a su lado, cerca del antebrazo izquierdo. Se preguntó si era cruel dejarlo sufrir, el cuerpito se movía escasos milímetros hacia los lados, el golpe le habría dañado de una forma que no parecía recuperable, aunque muchas veces había presenciado con admiración la resistencia de las cucarachas al ser humano y sus estrategias para combatirlas, para eliminarlas. A las cucarachas ni siquiera un pisotón bien dado las mataba, y esto cuando uno lograba pisarlas. Toda una hazaña, las muy jodidas se movían a una velocidad increíble, y parecían tener un cuerpo diseñado contra el pisotón humano, se escabullían a los lugares más incómodos e inverosímiles, y lo hacían delante de tus narices, no importaban cuáles podían ser las medidas que adoptaras para que esto no ocurriera. El secreto estaba en no sentir asco. Era como todo un poco en la vida. Algunas veces podía decirse lo que uno quería, lo que uno deseaba. Hasta podía levantarse la voz. Gesticular. Ordenar. Había que estar convencido. El chiquitín que se debatía ahí entre la vida y la muerte, le hizo pensar en aquellas memorables persecuciones que había tenido. En general habían ocurrido en la cocina y ocasionalmente en su pieza, porque en alguna ocasión las malditas habían osado entrar a su pieza, recorrerla, ir dejando a su paso ese sutil babeo que de minúsculo pasaba inadvertido al ser humano. La resistencia del pequeño a morir era como una valentía ancestral. Quizás la genética de estos bichos pudiera transmitirse en este comportamiento lleno de cierta gloria. Era una pequeñita cucaracha que quería vivir. Entonces, superando cualquier expectativa posible apareció un tercer animalito vivaz visitando al moribundo. En un primer momento no supo que hacer, hasta creyó sentir pena, luego la furia, cierta aprensión, una protesta, algo dentro se revelaba. Acaso esto no terminaría jamás, a cada bicho que aplastara, a cada manotazo que diera, a cada pisotón que prodigara un nuevo animalito surgiría, así, inocente y vivaz, correteando por donde él anduviera, en la cocina, en la mesa en la que estuviera sentado, en la intimidad de su pieza.  Como si fuera una pregunta que no iba a tener respuesta se puso de pie y fue hacia la mesada con el mate y la azucarera. Dejó el mate en la pileta y abrió la alacena para dejar el azúcar. Vio que el paquete de la yerba estaba abierto. Cuando agarró el envase para cerrarlo, una cucaracha, no un bichito, una enorme y brillante cucaracha se asomó y deslizó por su mano primero y luego voló –¿podían volar estos animalitos?- y planeó un poco por la cocina hasta caer sobre la mesa donde el tercer bichito parecía aguardarla. La escena lo conmovió, parecía que ambas cucarachas acompañaran al pequeño moribundo, que lo estuvieran velando. La pregunta sin respuesta, aquella que había comenzado a gestarse en su mente cuando el primer animalito, único y nervioso había aparecido mientras él leía como una mujer recordaba su pasado se instaló con una nítida claridad en su pensamiento. Algunas veces en la vida, estar convencido, levantar la voz, gritar, ordenar, aplastar, no servían. Las preguntas seguirían apareciendo. Las respuestas seguirían faltando.

domingo, 26 de abril de 2015

REPARAR A LOS VIVOS

Maylis de Kerangal
Novela, Anagrama

En el comienzo de la novela de Maylis de Kerangal, Simon Limbres regresa con sus amigos de practicar surf, la pasión que siente por este deporte lo ha llevado a convertirse en un buscador, es un “cazador” de olas que aguarda el momento en el que las condiciones meteorológicas hagan surgir a la presa de las entrañas del océano. Puede ser en Australia, en Nueva Zelanda, o en cualquier otra costa, puede ser incluso cuando duerme, Simon está siempre al acecho.
El vehículo en el que viaja con sus amigos sufre un accidente, y entonces, muere el cerebro de Simon, pero su  corazón sigue latiendo. Tiene 19 años.

A Thomas Rémige le gusta cantar y siente debilidad por el canto de los jilgueros. Cuando recibe la llamada, lo que escucha del director del hospital al otro lado de la línea, hace que su reloj interno comience a funcionar. Instantes después, con casco, botas y la cazadora cerrada, Thomas sube a la moto y arranca en dirección al hospital. Sabe que cada minuto cuenta, que a partir de esa llamada que acaba de recibir puede ser posible REPARAR A LOS VIVOS, de él depende.

La novela cuenta la historia del accidente de Simon volviendo de surfear, es también el dolor de sus padres por la muerte del hijo y sus dudas por la donación de los órganos, y es también otras muchas historias. Thomas sabe que para REPARAR A LOS VIVOS hace falta con qué. El tiempo apremia, busca con preguntas hacer reflexionar a los padres del chico inmersos en el dolor, necesita convencerlos, proyecta los silencios cuando son necesarios, y espera. Thomas, de alguna manera acecha la respuesta que permita obtener el consentimiento para que el corazón de Simon pueda seguir viviendo en otra persona. Y aunque suene duro, Thomas también a su manera es un buscador, Thomas se convierte a partir de aquella llamada telefónica en un “cazador” de órganos para REPARAR A LOS VIVOS.

Redactada con un ritmo muy particular que va in crescendo, la novela no se detiene, no puede detenerse, y no hay tiempo para ello. En las veinticuatro horas en las que transcurren los hechos, la intensidad de las situaciones que se narran, los diálogos y los silencios, laten, y seguirán latiendo aún después de la última página.

jueves, 26 de marzo de 2015

REALIDAD o FICCIÓN

2 de Abril del año 2008, en el diario La Capital de Rosario salía esta nota: “Una carta que llegó 25 años después”, y surgía también el germen de las CRÓNICAS.


Seis años después y luego de mucho andar, de emociones encontradas y esfuerzo, serían editadas en Diciembre del 2014 por La Letra EME.
La realidad y la ficción en la página 11 del libro, dejan de diferenciarse.

<< Cristina eligió una caja y la llenó de chocolates. Además colocó unos guantes y un echarpe que había comprado hacía unos días. Luego escribió la carta.
La voz del hombre que surgía de la radio la embargó.
Adónde alcanzar la caja, pensaba Cristina, mientras escribía.
Salió a la calle. La agitación del barrio parecía surgir
como la misma luz del día.
El conflicto con los ingleses se había instalado en la ciudad.
Por suerte –pensaba Cristina– mis hijos son chicos y con tristeza miró hacia la casa de enfrente.
Caminó hasta la esquina con un extraño presentimiento.
En la avenida el tránsito avanzaba muy despacio. Las banderas y las manos se agitaban.
Pensó en las hojas de otoño a punto de caer.
Una formación de camiones del ejército y varios colectivos de larga distancia circulaban a paso de hombre.
Los soldados se asomaban por las ventanillas. Son más jóvenes de lo que pensé, se dijo Cristina. Avanzaba.
Las manos, los brazos, y las caras de los soldados recibían cosas. Caricias. Recibían afecto sin comprender. Qué importaba.
Volvió casi corriendo y recogió la caja que entregó a uno de los camiones.
Pensó que la mejor recompensa por ese acto era justamente eso, haberlo hecho.

“Tengo tres hijos varones de nueve, siete y cuatro años, pero me imagino y me pongo en el lugar de las madres que, de este lado del océano, tienen la incertidumbre de la espera. Por eso, en nombre de todas, les hago llegar este sentimiento. Suerte y fe. Una madre santafesina”.

Que llegue, anheló la mujer. Que llegue, pensó y volvió a su casa. La esquela en un sobre, y en medio de los demás objetos: comida, chocolates y algún abrigo, llegó. >>

jueves, 12 de marzo de 2015

INFARTO


Cuando abre los ojos algo diferente a cuando se despierta ocurre. Cuando él abre los ojos, la oscuridad es distinta. Mariana lo mira entre las tinieblas de la pieza. Había gritado y luego se revolvió entre las sábanas. En el giro arrastró parte de la colcha y de la sábana que cubría ambos cuerpos, uno de ellos a punto de morir.  Agua por favor. No pudo decir otra cosa. Incluso cuando ella le contestó y le hizo una pregunta, no comprendió las palabras.

La vida era linda. Una frase sencilla. Un pensamiento honesto. El pasado que había utilizado lo alejó del dolor en el pecho. Masajeame acá, le dijo a Mariana. Me duele el pecho agregó para darle una referencia concreta. Ahora sí, ahora podía imaginar el pánico en los ojos, en las cejas, en los labios de Mariana. Conocía esos gestos en ella. El aire, aunque Mariana aún no había hecho nada, le llegaba un poco mejor. Después de todo , todavía podía seguir respirando. Lo hacía despacio, con sumo cuidado, era como estar llevando con las manos las copas que usaban para brindar en ocasiones especiales, esas de boca ancha y generosa, pero que de tan grandes muy expuestas a romperse. Así respiraba, llevando copas de cristal con cuidado.

Mariana había estirado el brazo izquierdo tanteándolo en la oscuridad, le llamó la atención que no había prendido la luz del velador a su lado. Sentía como la mano de Mariana intentaba reconocer dónde estaba él, donde su pecho. La mano andaba por la cama llena de interrogantes, un poco perdida. Había comenzado por tantear en el exterior la colcha, pero ya andaba sumergida entre las sábanas arrugadas. Dio un respingo cuando los dedos fríos de Mariana le tocaron el costado y fueron un poco más allá hundiéndose en la grasa de su cintura.

Una lágrima brotó de la punzada que sintió, pensó que así sería el pre infarto. Se quedó muy pero muy quieto, hasta la mano de Mariana detuvo su peregrinaje al sentir que el cuerpo de él se ponía rígido. Ninguno se animó a decir nada. Estiró su brazo derecho hasta tocar la almohada y la dobló un poco en el extremo para que la cabeza estuviera más arriba que el resto del cuerpo. Le pareció que así le iba mejor. Mariana seguía quieta y callada. Por unos momentos el dolor en el pecho, como asimismo la rigidez que el cuerpo había adquirido, comenzaron a remitir. El entusiasmo lo llevó a inspirar profundamente y la llaga que se había comenzado a formar en el corazón creció uno o dos milésimas mientras seguía babeando sangre.

El dolor llegó como un rugido y el ahogo atrapaba su garganta. Aguardó lo que le pareció un par de minutos mientras pensaba en el almuerzo sin darse cuenta que el hambre lo estaba capturando. Qué extraño ese vacío que surgía ahora en el centro mismo de su organismo. Había cenado milanesa a la napolitana y papas fritas. Vino tinto. El flan casero con dulce de leche que Mariana había hecho por la tarde había sido un manjar. Cómo podía estar muriéndose y pensar en estas cosas.

Mariana encendió la luz y entonces tuvo que cerrar los ojos. Ella  preguntó si se encontraba bien. Se podía realizar una pregunta tan estúpida. Las palabras que quería decir nadaban en su pensamiento, pero no llegaban a vibrar entre sus cuerdas vocales. La lengua se secaba, la frente y las mejillas ardían, la nuca hacía agua en la almohada. Quiso mover las piernas pero no fue suficiente con querer, no solo no pudo, sino que tampoco las sentía. Alargó la mano derecha y la fue deslizando hacia abajo lentamente. Tocó su cuerpo a la altura de la cadera, los dedos se entretuvieron ahí un momento. Mariana esperaba, él sabía que ella esperaba que dijera algo pero qué podía decir. El pensamiento funcionaba bastante bien dada las circunstancias. Afuera se escuchaban los pájaros y el amanecer anticipaba un día primaveral. 

sábado, 21 de febrero de 2015

UNA IDEA ESQUIVA



Ahí estaba otra vez. Había almorzado, tenía sueño pero se había propuesto escribir sobre aquella idea que había soñado. ¿Había soñado realmente eso? Dudaba. Pero no había nada de raro en ello. Los sueños eran momentos sin testigos. ¿Color? Se olvidaba de recordar apenas se despertaba si lo que había estado soñando había sido en colores. Creería que sí. Se sentó, estiró el cuerpo y los pies rozaron algo que no se molestó en saber que era. Cerró los ojos. Con la nuca apoyada en el respaldo de la silla, y la cola en el borde de la sentadera,  disfrutó del momento, luego se durmió. Estaba acalorado y feliz. No supo cuándo ni porqué pero estaba en el mar. Escuchaba el oleaje detrás de las dunas y corría una brisa. No sabía la hora pero tenía hambre, así que por el sol que estaba vertical y las ganas de comer dedujo que sería mediodía. Estaba solo. No, no lo estaba. Las sandalias y el pareo se encontraban a un lado de sus ojotas. Pestañeó con fuerza en el sueño, y se removieron las órbitas oculares en la realidad pero siguió durmiendo. La vida era un poco eso. Dormir y no. Soñar y no. Reír y no. Dudar y no. ¿Quién no dudaba? ¿Quién no reía? ¿Quién no soñaba? De la parte superior del médano surgió la silueta de una persona. La figura, que por la amplia curva que nacía encima de la cintura y recorría la cadera, dedujo era una mujer, estaba a contraluz y por eso él la veía solo por su exquisito perímetro. El viento le agitó la cabellera. Tenía pelo largo. La mujer de pie en la parte superior del médano se mantuvo estática. Una intensa luminosidad rodeaba su cabeza y acentuaba el deseo de descubrirle el rostro. Cuando él más se empecinaba en intentar descubrirlo, la luz, tanta luz, paradójicamente lo oscurecía.

-       ¿No vas a venir a bañarte?
No dijo nada porque la sorpresa de que ella le hablara lo enmudeció. ¡Ella estaba ahí y hablaba! No parecía real si no fuera porque el viento le daba vida a la cabellera. Sintió la garganta demasiado seca. Se sentía vulnerable.

-       ¿Te pasa algo?, dijo la voz. Una voz suave y muy clara. Una voz seductora que le removió recuerdos en el cerebro. Siguió callado.
En realidad algo quería decir pero un impulso que no sabía de donde provenía le obligaba a mirar y a no hablar. Solo mirar. La chica o la mujer, debería ser una mujer, la voz y la silueta no eran de una chica, pateó con el pie derecho un montón de arena que como una lluvia seca y áspera le cayó encima, parte en el cuerpo y parte en la cara. Los granos de arena se le diseminaron por todo el pelo. Ella rió.

-       ¿Decidiste que ibas a hacer con eso que me comentaste?
Ella parecía intentar una estrategia diferente dado su silencio. ¿Qué le había comentado? ¿Cuándo? Había algo extraño, y era que en las preguntas de ella faltaba un pasado. Su pasado, el de él. El presente de este sueño estaba ocurriendo, pero había comenzado después del inicio.

-       Haceme espacio, le dijo empujándolo suavemente y sentándose a su lado. Luego ella, dándose la vuelta se recostó en la lona.
La mujer era indudablemente real, al menos en el sueño lo era, no tenía que olvidarse que se trataba de un sueño, sino podría llegar a pensar en algo, una relación, una amistad, quizás un amor con ella y después le pasaría lo de otras veces. Ella lo dejaría, y en el mejor de los casos lo convencería que no era la persona que le convenía, llenaría la conversación de gestos y de hechos que justificaran que lo estaba dejando, aunque también podría darse el caso que no. Que lo abandonara de un día para otro sin avisarle, que lo dejara plantado esperándola en el café en el que habían quedado verse, si tenía suerte podía llegar a llamarlo por teléfono, o a lo sumo enviarle un mensaje de texto, algo breve como: “No voy. Lo lamento.”, y él tendría que aferrarse a esa palabra. Necesitado de creer que ella lo estaría lamentando, y que tal vez se encontraría en otro café, muy lejos o muy cerca del café en el que él estaba, que tendría una mirada melancólica, quizás incluso mientras le escribía ese mensaje, alguna lágrima se deslizaría por el borde del ojo corriendo algo del rimmel celeste que ella solía usar. Sí, era mejor así, pensar en esa palabra que en la mujer haciendo algo, o lo que podía ser peor engañándolo.

-       Tengo hambre, dijo ella.
Escuchó las palabras como una invitación a mirarla pero no lo hizo, temía que cuando se volteara y la viera, ahora que no le daba el sol en la espalda, se encontrara con una cara que no reconociera, o una cara que nada tuviera que ver con la voz, es decir, un rostro distinto al que él ya se había formado. En ese momento el estómago le hizo ruido.
-       Dale, no ves que vos también tenés hambre, ¿Vamos a comer una paty acá nomás?
Apretó los labios como si con ello pudiera evitar el próximo ruido que surgiera de sus entrañas. ¿Quién era ella? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaban? Se sentó todavía sin mirarla y cuando apoyó su mano en la lona la tocó. La mujer pareció vibrar cuando la rozó, tenía la piel suave y caliente. Una llamarada de deseo se instaló en el cuerpo.

-       Andá querido, dale, comprame una paty con queso, dijo sin moverse.
Se puso de pie y no pudo evitar mirarla. Sobre la lona de colorido estampado que parecían flores pero que no lo eran, el cuerpo de la mujer ondulaba dentro de dos piezas pequeñas azules que intentaban cubrirla. Acercó una mano a la espalda de la mujer, sus dedos casi llegaban a tocar las luminosas pecas que le recorrían la espalda. Ella volteó. Él despertó.

Entre las plantas del patio las chicharras ululaban. Desde la calle llegó el voceo familiar de un megáfono, una camioneta vieja compraba cosas en desuso por los barrios. El ruido de botellas chocando y la radio del vecino acallaron por unos momentos el frenesí de los insectos. Se miró las manos. Movió los dedos. Cerró y abrió los puños. Había almorzado, tenía sueño pero se había propuesto escribir sobre aquella idea que había soñado. ¿Había soñado realmente eso?

miércoles, 4 de febrero de 2015

EL SONIDO DEL CAMPO


Sos bebé y te comienzan a leer esos libros plásticos que se pueden mojar cuando te bañan, y que te gusta mordisquear porque todo te llevás a la boca y quizás ya estás cortando encías. En ellos está la vaca, también la oveja, la gallina, y el caballo. Puede que además aparezcan los conejos y los patos. Yo nunca vi en los campos que visité ningún pato en el gallinero, que por eso se llama gallinero, sino se llamaría patero.
Patero era el vino que le gustaba a mi abuelo, el papá de mi papá, que no pude conocer porque se murió antes de que yo naciera. En las fotos del abuelo Alberto las que sí están son mis hermanas.
En el colegio te enseñan cuáles son los animales que hay en el campo y que se siembra. Somos un país agropecuario. Eso dice nuestra historia y los manuales de geografía. El mejor trigo y la mejor carne de exportación. Aunque ahora se siembre cada vez menos trigo, y se coman cada vez más las milanesas de soja.
Un buen día vas de visita al campo de tu abuelo, vivís en la ciudad, creciste en la ciudad. Alrededor tuyo todos se llenan la boca con elogios. Grandes extensiones verdes de sembrados, dicen. Trigos que se ondulan con el viento, cuentan. Girasoles y maizales gigantes, agregan. La ciudad con los edificios de pronto te parecen pequeños y las calles pavimentadas muy grises.
Te preguntan si querés quedarte unos días con tus abuelos. Estás de vacaciones, tus amigos se han ido de la ciudad y, aunque no conocés mucho de la vida de campo, decís que posiblemente te quedarías, preparás tu mochila, y estás nervioso. Ya están cerca del campo de tus abuelos, van cinco horas de viaje. Es verano. En el último tramo de tierra, el coche vibra y parece que se va a desarmar por las piedras sueltas que hay en el camino. Al mirar para atrás ves una enorme polvareda que levanta el coche a su paso. Nadie anda por esos caminos. Después de unos minutos, aparece una vieja camioneta Ford con la pintura oxidada. El hombre que la maneja levanta una mano y te dicen que es costumbre por acá saludar así. Dentro del auto flotan motitas de polvo que brillan cuando el sol les da, eso te gusta, aunque tenés la boca y la garganta secas y cuesta respirar. Entran al campo de tu abuelo, dice: “El Labrador” encima del arco de la entrada y cuando bajan la ventanilla un aire fresco renueva el aire frío y acondicionado que llevan dentro del auto, pero además entran con el aire fresco los sonidos del campo. El coche ahora va mucho más despacio como si todos se hubieran puesto de acuerdo en bajar la velocidad, y se oyen los pájaros, eso es lo primero que oís, luego, aunque todavía no podés verlas, se escuchan las vacas y el relincho de un caballo, y vos sentís algo que no podés explicarte, que va ocupando tu cuerpo, que va invadiendo tu pecho.
Finalmente estacionan debajo de unos robles en el camino que llega a la casa, ves venir a dos perros que ladran, y detrás de los perros se acerca un hombre que camina despacio y lleva los hombros hacia adelante. Es tu abuelo que se queda al lado del volante y que sonríe. Lleva las manos en los bolsillos, una gorra verde que dice “Cargill”, y tiene la camisa un poco salida del pantalón manchada a un costado con tierra. Por alguna razón, quizás sea por los perros, te quedás sentado dentro del auto hasta que él, tu abuelo, viene a buscarte. Abre la puerta y aunque vos creés que va a decirte algo porque no te bajaste, no lo hace y en lugar de eso te da un pellizcón en el cachete. Los perros mueven la cola y husmean tus piernas, andan alrededor de Uds. inquietos, esperando alguna mano que les haga una caricia. Cuando se acaban los saludos y las primeras palabras, se reparten los bolsos y van hacia la casa.

Tenés que atarte las zapatillas y por eso te demorás un poco más, los perros los siguen a ellos y a tu alrededor algo avanza y te engulle. Los robles, la tierra negra, el viento, todo se escucha y todo te rodea. Es una sensación que hasta ahora era desconocida y sentís que te vas alejando de la ciudad. Es lindo sentirse así. Pensás entonces que ese es el sonido del campo, y sabés que vas a quedarte. 

domingo, 11 de enero de 2015

DETALLES EN LA VEREDA

"En la página 101 leo: "La ambulancia llega enseguida.", y no puedo seguir.Cuando empiezo a escribir, sé que en un rato voy a pasar por Haedo, que voy a intentar acercarme a la casa donde vivió Herminia. Hoy hace mucho calor en Buenos Aires, cuántas veces me transpiré desde que salí en la mañana temprano, dos, tres, ¿cuatro? 

Hacía un calor pastoso cuando bajé en la estación de Haedo, fuí hasta el cruce a nivel y por Fasola me dirigí hacia el barrio de tía Herminia. Camino por barrios de casas bajas y avanzo haciendo zigzag por las calles, atravieso la placita de Rubens y Defensa que tiene un recuerdo especial para mí, por momentos camino por las veredas, por momentos voy por la calle. El sol está vertical y escasean las sombras, el verano está en su apogeo y pocos coches circulan. La gente no anda por la calle a estas horas. Antes de cruzar Gaona me llama la atención la cantidad de casillas de vigilancia que encuentro, cuento no menos de cinco. En la cuadra donde vivía Herminia hay una en cada esquina y no puedo evitar recordar que en la novela se cuenta que quedaba la puerta abierta del único vecino que tenía teléfono. Me sorprende en esta parte de la ciudad la cantidad de dúplex construidos, aunque luego de cruzar Gaona algo pasa, o algo me pasa. El barrio parece cambiar un poco, quizás sean los árboles que yo encuentro más altos, o quizás sean algunas esquinas, las casas, o algunos negocios que yo veo más viejos y comienzo a fantasear en que quizás ya estaban cuando Herminia vivía. Llego a la calle Marcos Paz por Gelly Obes y sobre esta última veo el cartel de la Farmacia González. Sonrío con la decoración de unas baldosas en la vereda, un hombre sale de una casa, yo voy con el celular en la mano, y cuando me detengo para sacar una foto me siento en falta, me siento incómodo, tengo temor a que alguien esté espiando mi andar en este desierto de ciudad y de sol. Una señora viene en sentido contrario, no la miro, no me mira, quiero evitar incomodar. Saco otra foto a una pintada en un muro: “Aún tengo al sol para besar tu sombra”. En la última esquina el guarda de la casilla de vigilancia mira su celular, paso a su lado, y presto atención a la numeración, creo, quizás me equivoque que los números pares están a mi derecha, me confundo, así que cuando paso por el frente de la casa no la veo. Retorno sobre mis pasos y busco la casa, me ubico en el medio de la calle para verla bien, no vienen autos y el guarda sigue atento a su celular. La casa de Herminia es de un celeste viejo rematado con frisos blancos, las rejas son negras, me gusta, temía, tengo que ser sincero, que fuese un chalet o un dúplex, o tuviera en el jardín un león descansando o un angelito sobre una fuente. En la vereda un árbol inmenso - luego me daré cuenta que es el más alto de toda la cuadra -, caracolea con su tronco y la copa sobrepasa sin esfuerzo los cables de la luz en varios metros. Más adelante –cuando comienzo a volver- un sauce llorón me obliga a mirarlo y a fotografiarlo. En la esquina de Paraguay me detengo y miro hacia la casa, "A veces sueño con mi tía Herminia. Está en la puerta de casa... Aguarda hasta que llego a la esquina y me doy vuelta. Sonríe...", es el epígrafe de la novela, pienso que quizás estuve en esa esquina desde donde ves que ella te mira, es decir, en ese recuerdo, es decir, en ese sueño que soñabas y que quizás seguís soñando. Caminando me encuentro con el almacén de Paraguay y Chile, luego con el club Español, la plaza de Ameghino y Gelly Obes, todos lugares donde podés haber ido a comprar un kg de azúcar, donde tal vez pueden haberte besado, donde quizás hayas incluso bailado. De pronto otra vez Gaona, el semáforo detiene autos y colectivos, yo cruzo la avenida corriendo porque el semáforo libera el tránsito. Al llegar al otro lado de Gaona siento que salí de un cuento, siento que salí de tu cuento.