Decidió que si
el sonido volvía ahora, sería un pájaro carpintero. No era común verlos, sin
embargo el domingo que festejaron el aniversario habían visto uno encaramado a
una gruesa rama del eucalipto. Era un pájaro hermoso y extraño. Cayó en la
cuenta que de chico le gustaba ver a “Loquillo” el Pájaro Loco, y tuvo que
admitir que alguna locura o si se quería alguna desviación del comportamiento
natural de las aves había en esa tozuda actividad de picotear con vehemencia
los troncos.
Pero el
martilleo no volvió. Quiso creer que aquel ruido cadencioso que sintió sobre el
techo también podría haber sido una rama del fresno movida por el viento. El
árbol había crecido demasiado y él, habían discutido con su mujer, dijo que ya
no lo podaría y si las raíces levantaban la vereda pues la harían de nuevo.
Pero no había viento ni antes ni ahora que podría haber producido aquel
movimiento de ramas.
No quería darle
cabida en su pensamiento a la tercera y última opción. Un tipo. Un ladrón. Un
intruso. Esperó. El perro a su lado estaba tranquilo. Y si salía al patio con
el perro, y si dejaba que el animal recorriera el patio mientras él, de pie en
el umbral, aguardaría el andar del perro. Conocía el lenguaje del perro, al
menos, se dijo, estos animales eran honestos y transparentes. Auténticos. Viéndolo
correr las palomas y los gorriones, o saltando tontamente hacia los bichitos
que gozaban del sol, capaz que descubría alguna extrañeza, y quizás soltara un
gruñido.
Pensó que a esa
hora de la mañana, apenas eran las siete, nadie podía estar arreglando un
techo. En un domingo, en aquel barrio de clase media, era posible, pero aun así
era todavía muy temprano.
El ruido seguía
sin volver, y suspiró con cierto alivio. El perro anduvo por todo el patio
disfrutando su libertad, jugó con su “palo”, no se le notó sobresalto alguno, y
corrió a las palomas que picoteaban aquí y allá. Todo estaba hermosamente feliz
y luminoso y los pájaros de los árboles
trinaban a rabiar. Entró en la casa.
Cuando ocurrió
lo que ocurrió, los pájaros seguían gorjeando. El perro iba hacia él, y él, de
pie otra vez en la puerta, estaba demorado en el umbral, esa frontera entre el exterior y
el interior. Lo vio venir con su andar ladeado, pero grácil y atlético. El
perro parecía contento de ir hacia él.
Cuando el animal
estuvo a unos pocos metros, y él se preparaba para entrar definitivamente, ya
un pie, el izquierdo dentro de la casa, el ruido del techo volvió sin que el
perro pareciera darse cuenta de aquello, porque siguió andando hacia él con su
tranco torcido y se introdujo alegre y torpe en la cocina, sin que él pudiera
impedirlo. Cerró la puerta, que casi fue un portazo, y se quedó ahí de pie,
esperando, una vez más.
Miraba al perro,
y el perro lo miraba a él como siempre hacía. La cola del perro se balanceaba a
los lados del peludo cuerpo, acostumbrada a ese diálogo silencioso, donde
algunas veces él le hablaba, mientras el animal, las orejas erguidas y tensas, ladeaba
la cabeza, como intentando escucharlo mejor, y la cola siempre en movimiento.
Buscó en el
perro encontrar una respuesta al ruido que seguía escuchando en su cabeza,
afuera, en el techo, el pájaro, una rama, o un ladrón. Sin embargo, el perro,
nada manifestó. Tenía esa cara de estúpida fidelidad hacia él, el hombre que lo
alimentaba y ocasionalmente lo llevaba a dar una vuelta por el barrio para que
cagara y meara fuera de la casa.
Molesto y
asustado, mandó al perro al patio a que hiciera su trabajo de guardián. El
ovejero salió manso y obediente, y pareció no comprender porqué lo hacían salir
tan temprano. Lo vio desde la ventana quedarse parado en el medio del patio,
como una persona que desorientada, no recuerda que la llevó hasta ahí. El
animal fue hacia la izquierda, meó en el pino y continuó hasta la medianera. En
ese lugar lo perdió de vista. La ventana estrecha, le impedía seguir el andar
de la bestia. Dentro de la casa descubrió que un dolor de cabeza pugnaba por conquistarlo,
cuando el taconeo surgió desde el patio. Ya no pudo deducir si era en la vereda,
o era en el techo.
La puntada fue
potenciándose en la pelambre de la nuca hasta formar un núcleo sólido e
incómodo que, al mover el cuello hacia ambos lados pareció quebrarse emitiendo
un chasquido. No vio al animal cuando miró por la ventana, no lo escuchó ladrar
y tampoco gruñir. El perro podría haberse echado en alguno de sus sitios
favoritos para dormir. Los trinos volvieron como un ruido inesperado. El motor
del bombeador de agua dejó de funcionar en el mismo momento, y su pensamiento
flotó huérfano e ingrávido, en una zona remota de la mente. Cuando se sentó,
tenía un cansancio infinito. El frío de la mañana afuera.El dolor en la espalda
adentro. Estaba sediento pero sin ánimo suficiente para levantarse a buscar un
vaso de agua.
Afuera el cielo
que le mostraba la ventana iba limpiándose de nubes y, los pájaros dejaron de
cantar. La cara de un hombre encuadrada por la luz del día, se asomó por la
misma ventana que le traía el cielo. El intruso intentaba ver la posible vida
interior de la casa, pero el reflejo del sol se lo impedía. Estúpidamente se
sintió a salvo y sonrió. Mientras veía como la puerta se abría, volvió a sentir
el martilleo en su cabeza.