martes, 6 de mayo de 2014

CUENTO CRUEL I - La muerte


"Las pequeñas olas se levantan y rompen,
y el perro anaranjado ladra,
y mi vida ha cambiado para siempre."
El mar, John Banville


Lo primero que percibe es un ambiente con la luz difusa. Él mismo sentado como está de espaldas a la luz la difumina en exceso y sobre la mesa mientras toma algo caliente ve el gesto paralelo de su sombra adherido a cada sorbo que se lleva a la boca. El perro yace echado a su lado contra la puerta que da al patio. Afuera apenas asoma una tímida claridad. Siente que el lugar va absorbiendo sus pensamientos, y que su moralidad se vería cuestionada si el cielo diáfano y los rayos del día acabaran con la penumbra que todavía flota a su alrededor. El pecho le sube y le baja con ese ritmo suave que solo da la confianza, es un manto negro de un porte mediano, aun así cree que la faena no será fácil. Ha decidido comerlo y por momentos cada vez más breves algún remordimiento lo acosa.

Un coche con el escape roto cruza el frente de la casa y un largo suspiro escapa del perro. Ayer lo siguió, no deseaba que el perro se diera cuenta que lo seguía, así escondiéndose en las veredas opuestas, detrás de árboles y de coches lo vio husmear los rincones de las cuadras, olisquear las bolsas de residuos, romperlas, lo vio hurgar en ese contenido híbrido de deshechos, acercarse con recelo a otros perros, los vio olerse, girar en círculos, los vio gruñirse. La bolsa reforzada e impermeable está en el lavadero junto a la cuchilla. Cree haber pensado en todos los detalles, esperará el momento en el que el perro esté relajado y durmiendo, la respiración debe ser tranquila, como la que tiene ahora que lo está mirando ahí echado, sin que se de cuenta que lo hace. Se pone de pie y va hasta el lavadero, en esos momentos el perro abre los ojos y lo mira, se miran, incorpora un poco la cabeza, las orejas se le han erguido. Está alerta. Es evidente que el sueño del perro no era lo profundo que él creía. El animal mueve su cola sin poder evitarlo, un orden superior activa su sistema nervioso, impulsos que se confunden con el afecto de una fidelidad acostumbrada. Hay una asquerosa ternura en los ojos de la bestia, estos últimos días ha dejado de llamarlo por su nombre, le chista, cuando el perro se acerca a sus piernas e intenta el contacto él lo chista, “chist” le dice con un gesto seco, eso ha sido suficiente por ahora para que el perro se detenga.

Va hacia el lavadero, revisa el lugar donde lo piensa matar, la pileta es amplia, cree que al menos la mitad del cuerpo cabrá en ella, quisiera evitar ensuciar lo más posible. Al mover la bolsa su mano derecha roza apenas la cuchilla y comienza a sangrar. En muy pocos segundos el rojo oscuro casi negro de la sangre desliza por la mesada de granito y cae al piso armando un pequeño charco. Detesta lastimarse tan estúpidamente, cuando se mueve su pie toca algo en el piso y lo hace tropezar y mientras putea ve que ha chocado con el perro. Él mira al perro, pero el perro no lo mira esta vez, el perro lame del piso la sangre que ha comenzado a coagular. Lame su sangre. Para hacer lo que necesita hacer, matar a ese perro, ha dejado de llamarlo por su nombre, ha dejado de tutearlo, de alguna forma ha dejado de quererlo. Con la mano todavía sangrando sale del lavadero y cuando lo hace vuelve a chocar con el perro que no se ha movido.

Ya no queda sangre en el piso no obstante el perro insiste con una dedicación espartana en que su olfato absorba los últimos rastros de la sangre. Siente el impulso de patearlo y lo patea. Escucha un gruñido. El perro no ha emitido el quejido que era de esperar, esa queja lastimera que cualquier mascota deja oír cuando su amo lo golpea. Por un momento el hombre siente un escalofrío, se mira la mancha roja y húmeda en la palma de la mano y luego rodea al perro para salir. Abre la heladera y la luz blanca lo encandila, una botella plástica con agua hasta la mitad, un limón que ha ido consumiéndose, un sobre abierto de mayonesa, las hojas mustias de lechuga. Cierra la puerta. Ve la cara del animal que lo observa desde abajo. El perro no se ha movido. No se ha quejado. No ha vuelto a gruñirle pero acaso esa falta de movimiento y de sonidos sea una respuesta más espantosa que la confusión anterior. Algo en esta nueva actitud del perro lo satisface, siente ahora que ese vínculo de afecto, que esas miradas y horas compartidas se han alejado, se pregunta si acaso esa fidelidad que le demostraba hasta hacía unos momentos se puede esfumar así sin más.


Intenta acariciarlo y cuando alarga la mano presiente que el perro podría morderlo, nunca antes ha tenido que pensar así, pero ahora tiene casi la certeza de que el perro lo morderá. Surge un brillo amarillo en el blanco de los ojos del perro mientras la mano derecha, la que se ha lastimado avanza hacia la cabeza del animal como tantas veces antes, siente el vértigo de una caída al vacío, pero la mano no retrocede, su mano sigue cayendo hacia el perro y a pesar del temor que tiene se resiste a retirarla. La dentellada del animal no lo sorprende porque no cree todavía que pueda haber ocurrido, sin embargo mientras una furibunda ola de calor lo envuelve en un sudor incontrolable y ve los pedazos de su mano en la boca del perro, entiende que el perro lo ha mordido. Primero hay un ardor, luego algo inexplicable que llama dolor y finalmente sus gritos que se fusionan con los ladridos, sus piernas se doblan y él cae sin resistencia. Cuando despierta, el perro y él ahora están a la misma altura, es raro verlo así, el perro no ha retrocedido, el perro observa con una fanática obsesión los colgajos sanguinolentos que asoman de su muñeca. 

5 comentarios:

Anónimo dijo...

ay daniel, qué cuento y qué final abierto! muy bueno, Carla

Anónimo dijo...

Excelente cuento daniel! Ricardo

Anónimo dijo...

encantada de leerte Daniel. Te felicito Marcela

Anónimo dijo...

SIEMPRE SORPRENDIENDOME DANIEL, TE FELICITO. MONI

Anónimo dijo...

Excelente!!!