"Las pequeñas olas se levantan y rompen,
y el perro anaranjado ladra,
y mi vida ha cambiado para siempre."
El mar, John Banville
Lo
primero que percibe es un ambiente con la luz difusa. Él mismo sentado como
está de espaldas a la luz la difumina en exceso y sobre la mesa mientras toma
algo caliente ve el gesto paralelo de su sombra adherido a cada sorbo que se
lleva a la boca. El perro yace echado a su lado contra la puerta que da al
patio. Afuera apenas asoma una tímida claridad. Siente que el lugar va
absorbiendo sus pensamientos, y que su moralidad se vería cuestionada si el
cielo diáfano y los rayos del día acabaran con la penumbra que todavía flota a
su alrededor. El pecho le sube y le baja con ese ritmo suave que solo da la
confianza, es un manto negro de un porte mediano, aun así cree que la faena no
será fácil. Ha decidido comerlo y por momentos cada vez más breves algún
remordimiento lo acosa.
Un
coche con el escape roto cruza el frente de la casa y un largo suspiro escapa
del perro. Ayer lo siguió, no deseaba que el perro se diera cuenta que lo
seguía, así escondiéndose en las veredas opuestas, detrás de árboles y de
coches lo vio husmear los rincones de las cuadras, olisquear las bolsas de
residuos, romperlas, lo vio hurgar en ese contenido híbrido de deshechos,
acercarse con recelo a otros perros, los vio olerse, girar en círculos, los vio
gruñirse. La bolsa reforzada e impermeable está en el lavadero junto a la
cuchilla. Cree haber pensado en todos los detalles, esperará el momento en el que
el perro esté relajado y durmiendo, la respiración debe ser tranquila, como la
que tiene ahora que lo está mirando ahí echado, sin que se de cuenta que lo
hace. Se pone de pie y va hasta el lavadero, en esos momentos el perro abre los
ojos y lo mira, se miran, incorpora un poco la cabeza, las orejas se le han
erguido. Está alerta. Es evidente que el sueño del perro no era lo profundo que
él creía. El animal mueve su cola sin poder evitarlo, un orden superior activa
su sistema nervioso, impulsos que se confunden con el afecto de una fidelidad
acostumbrada. Hay una asquerosa ternura en los ojos de la bestia, estos últimos
días ha dejado de llamarlo por su nombre, le chista, cuando el perro se acerca
a sus piernas e intenta el contacto él lo chista, “chist” le dice con un gesto
seco, eso ha sido suficiente por ahora para que el perro se detenga.
Va
hacia el lavadero, revisa el lugar donde lo piensa matar, la pileta es amplia,
cree que al menos la mitad del cuerpo cabrá en ella, quisiera evitar ensuciar
lo más posible. Al mover la bolsa su mano derecha roza apenas la cuchilla y
comienza a sangrar. En muy pocos segundos el rojo oscuro casi negro de la
sangre desliza por la mesada de granito y cae al piso armando un pequeño
charco. Detesta lastimarse tan estúpidamente, cuando se mueve su pie toca algo
en el piso y lo hace tropezar y mientras putea ve que ha chocado con el perro.
Él mira al perro, pero el perro no lo mira esta vez, el perro lame del piso la
sangre que ha comenzado a coagular. Lame su sangre. Para hacer lo que necesita
hacer, matar a ese perro, ha dejado de llamarlo por su nombre, ha dejado de
tutearlo, de alguna forma ha dejado de quererlo. Con la mano todavía sangrando
sale del lavadero y cuando lo hace vuelve a chocar con el perro que no se ha movido.
Ya
no queda sangre en el piso no obstante el perro insiste con una dedicación
espartana en que su olfato absorba los últimos rastros de la sangre. Siente el
impulso de patearlo y lo patea. Escucha un gruñido. El perro no ha emitido el
quejido que era de esperar, esa queja lastimera que cualquier mascota deja oír
cuando su amo lo golpea. Por un momento el hombre siente un escalofrío, se mira
la mancha roja y húmeda en la palma de la mano y luego rodea al perro para
salir. Abre la heladera y la luz blanca lo encandila, una botella plástica con
agua hasta la mitad, un limón que ha ido consumiéndose, un sobre abierto de
mayonesa, las hojas mustias de lechuga. Cierra la puerta. Ve la cara del animal
que lo observa desde abajo. El perro no se ha movido. No se ha quejado. No ha
vuelto a gruñirle pero acaso esa falta de movimiento y de sonidos sea una
respuesta más espantosa que la confusión anterior. Algo en esta nueva actitud
del perro lo satisface, siente ahora que ese vínculo de afecto, que esas
miradas y horas compartidas se han alejado, se pregunta si acaso esa fidelidad
que le demostraba hasta hacía unos momentos se puede esfumar así sin más.
Intenta
acariciarlo y cuando alarga la mano presiente que el perro podría morderlo,
nunca antes ha tenido que pensar así, pero ahora tiene casi la certeza de que
el perro lo morderá. Surge un brillo amarillo en el blanco de los ojos del
perro mientras la mano derecha, la que se ha lastimado avanza hacia la cabeza
del animal como tantas veces antes, siente el vértigo de una caída al vacío,
pero la mano no retrocede, su mano sigue cayendo hacia el perro y a pesar del
temor que tiene se resiste a retirarla. La dentellada del animal no lo
sorprende porque no cree todavía que pueda haber ocurrido, sin embargo mientras
una furibunda ola de calor lo envuelve en un sudor incontrolable y ve los
pedazos de su mano en la boca del perro, entiende que el perro lo ha mordido.
Primero hay un ardor, luego algo inexplicable que llama dolor y finalmente sus
gritos que se fusionan con los ladridos, sus piernas se doblan y él cae sin
resistencia. Cuando despierta, el perro y él ahora están a la misma altura, es
raro verlo así, el perro no ha retrocedido, el perro observa con una fanática
obsesión los colgajos sanguinolentos que asoman de su muñeca.
5 comentarios:
ay daniel, qué cuento y qué final abierto! muy bueno, Carla
Excelente cuento daniel! Ricardo
encantada de leerte Daniel. Te felicito Marcela
SIEMPRE SORPRENDIENDOME DANIEL, TE FELICITO. MONI
Excelente!!!
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