Por su sana alegría en la escritura.
Por haberme divertido tanto durante las lecturas.
Por su magia.
“El martes amaneció una vaca en el jardín.
Parecía un
promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde,
hundidas las pezuñas
en el barro y la cabeza doblegada.”
“Isabel
viendo llover en Macondo”, Gabriel García Márquez.
EL EPISODIO DE LA VACA
José Gabriel apareció en la mañana anunciando
que tenía que ir al campo El Águila porque una vaca, una vaquillona en
realidad, se había enredado con un alambre, y lo que yo imaginé en ese momento
era que el animal estaría en algún lugar oscuro, un sitio húmedo y lóbrego, y
que quizás habría quedado en una posición difícil y sin poder moverse,
desfalleciente de muchas horas de tironear y echando espuma por la boca, sin
embargo José Gabriel lo decía como si tuviera que ir al Banco antes de que
cerrara. Yo volvía de la quinta con una bolsa de membrillos recién sacados del
árbol cuando Eduardo José, el hermano de José Gabriel, llegaba en su cuatro por
cuatro, calzaba botas de carpincho, un pañuelo de seda al cuello y el Rolex nuevo
en la muñeca derecha. Lo vi maniobrar con unas mangueras y accionar unas
palancas, hasta que el motor del compresor de la herrería dejó escuchar su
actividad de aspiraciones y bufidos, para luego emitir el clásico zapateo con
un tap tap tap cariñoso. Me llamó la atención que Eduardo José anduviera a
horas tan tempranas fuera de la cama, y me preocupaba también que la cándida palidez
de su cara se viera amenazada por la brisa fresca de la mañana. La camioneta,
su cuatro por cuatro, tenía una goma delantera en llanta y nos entretuvimos en
esas cuestiones, convinimos que cada vez era más habitual pinchar cubiertas en
los caminos de tierra, decíamos estas cosas como si fuéramos asiduos
conductores de aquellos lugares pedregosos. Eduardo José pensaba llevar a José
Gabriel en su cuatro por cuatro a desenredar aquella vaca de una muerte segura.
Pregunté si podía acompañarlos y un montón de chiquilines que rondaban por ahí
se sumaron al paseo del salvataje –las Pascuas habían reunido a toda la
familia-, y entonces hubo que cambiar de vehículo por una camioneta más grande
y atrás, en la caja abierta fueron los chicos, mientras nosotros nos ubicábamos
en los asientos. Para llegar a El Águila había que pasar por Mayol, un poblado
fundado a principios del mil novecientos que guardaba en sus calles
polvorientas las huellas que la prosperidad supo imprimirle de la mano de los
ferrocarriles. Luego de rodear el pueblo y tomar la curva que iba a la laguna
se llegaba enseguida, pero tardamos más dado que los chicos iban sentados en
los bordes de la caja y los barquinazos que hacía el vehículo los hacía rebotar
sobre los flacos culitos a pesar de la pericia con la que manejaba José Gabriel.
Comenzamos a hacerle algunas
preguntas a José Gabriel, qué era esto, qué era aquello, dónde estaba la vaca,
si había llovido, todo esto ocurría mientras José Gabriel manejaba y Eduardo
José bajaba de la camioneta cada tanto y abría las tranqueras, lo cual me
pareció que hacía con excesiva parsimonia, quedaba claro que Eduardo José no
quería hacer el tonto, era de suponer que se habían criado en el mismo lugar y
con los mismos padres, que también habían aprovechado los afectos de los mismos
abuelos, realizado travesuras con los mismos primos y sospechado amoríos
paralelos de las mismas tías, y fue por eso que entendí entonces que las botas
de carpincho de Eduardo José y su pañuelo de seda no eran coqueterías de un
tipo que vivía de su éxito profesional en la ciudad, sino más bien detalles que
manifestaban una tradición aprendida en aquellas llanuras, por otro lado el Rolex
de oro resultaba una coartada evidente de Eduardo José para disimular al gaucho
que tenía dentro. Luego de trasponer el cuarto tranquerón y de no haber perdido
ningún chico, José Gabriel evaluó la situación del grupo de animales que se
veían al frente y a unos quinientos metros de donde estábamos. “Puede ser aquel
que está solo”, dijo y agregó, “Los que tienen algún problema se separan o lo
aislan los otros”. José Gabriel le preguntó a Eduardo José si se acordaba como
era la vaca, “negra” dijo y todos nos reímos, los chicos metían su jarana sin
pausas atrás en la caja y de pronto escuchamos que alguien gritó que ahí iba,
“Allá va” se escuchó, y pudimos ver un alambre embellecido por el sol lanzando
destellos plateados, era de unos tres metros de largo y todavía mantenía la
silueta circular de estar colgado por años en una ferretería, el alambre parecía
seguir al animal con una fidelidad de mascota que enternecía.
José Gabriel dijo que el
plan consistía en mantener a todos los animales juntos, él se acercaría a pie e intentaría enlazarla, yo
me bajé de la camioneta sin saber mucho como ayudar en la cacería, la vaca en
cuestión ni echaba espuma por la boca ni estaba en las últimas como me había
imaginado, apenas tenía una renguera cuando andaba, y eso solo podía notarse si
uno prestaba mucha atención. Eduardo José con los chicos atrás en la camioneta
agarró el volante y esperó con el motor en marcha. Mientras tanto cuando José
Gabriel iba hacia la izquierda, la manada iba hacia la derecha, luego yo iba
hacia la derecha para cortarles el paso y la manada se detenía unos momentos, a
mí se me antojó agitar los brazos y gritarles monosílabos, “Eah, Ooh, Uhhh “, imagino
que haría el ridículo, intentaba que los vacunos volvieran sobre sus pasos,
pero lo único que conseguía era que los chicos, Eduardo José, José Gabriel, y
las vacas, me miraran expectantes como si de mi dependiera el curso de los
acontecimientos que vendrían. Así estábamos todos estáticos como en una pintura
del Renacimiento cuando José Gabriel dio un salto olímpico y se sumergió en la
manada, y esta lo engulló sin que se escucharan esos sonidos que surgen del
resollar grupal de los animales rurales amotinados contra la voluntad del
hombre.
Como si fuera algo
practicado o reconocieran en él al domador del circo, los vacunos comenzaron a
girar alrededor de José Gabriel mientras enarbolaba el lazo que giraba y giraba
buscando a la vaquillona y a su fiel alambre. José Gabriel arrojaba el lazo a
la manada, dos, tres, cuatro, cinco veces, y muchas más. En ningún caso el lazo
enlazó nada, ni a la vaca del alambre ni a cualquier otra vaca y eso que eran
muchas. Los tiros de José Gabriel se parecían a los juegos de argollas que
suele haber en los parques de diversiones donde parece tan fácil acertar y
llevarte el enorme oso de peluche del primer premio y uno estira el cuerpo y
luego el brazo y estando a escasos centímetros de los elementos en los cuales se
debe acertar, pero no se acierta. Creo que fue la camioneta que Eduardo José
probablemente cansado de esperar movilizó hacia el piquete vacuno lo que
deshizo la adoración que el círculo de animales cernía sobre José Gabriel, y las
bestias emprendieron el escape en una
estampida hacia donde me encontraba, yo trastabillé y caí de culo sobre la
tierra arada y llena de mierda cuando retrocedí, y desde el piso pude ver lo
milagroso que resultaba que enormes y torpes animales lanzados a la carrera
sobre sus cortas y frágiles patitas, no se revolcaran sin remedio, mientras
atrás, bastante más lejos de la última vaca, José Gabriel agitaba sus brazos y
maldecía su inoperancia, cuestión en la que todos comenzábamos a estar de
acuerdo.
Los animales –al fin
pensamos todos- quedaron encerrados luego de aquella corrida contra un tanque
australiano y parecieron esperarnos. El primero en llegar fue José Gabriel que comenzó
a dar su número de circo, mientras Eduardo José ubicaba la camioneta con la
carga de chicos de tal forma que cerraba la única salida a una nueva y
potencial desbandada, finalmente, tanta alharaca de José Gabriel dio sus frutos
que no fueron los que se esperaban, ya que una docena de vacas rebeldes saltaron
el cable del boyero eléctrico, electricidad que las iba haciendo hacer morisquetas
y contorsiones cuando lo tocaban y José Gabriel, desentendido de la vaquillona y
su fiel alambre, comenzó a correrlas mientras aquellas ya pastaban en ese
paraíso de forraje verde y sabroso que aún no se había criado lo suficiente.
Era verdaderamente un misterio el despliegue de energía de José Gabriel, porque
iba y venía y no lo acobardaban ni las caídas ni las patadas eléctricas que
también él recibió cuando intentó sin éxito hacer volver a las vacas fugadas.
Fue entonces que su mente fría y calculadora organizó la estrategia que
contribuiría al éxito del salvataje de la vaca del alambre, aunque a estas
alturas era cuestionable pensar en un salvataje, José Gabriel rengueaba, a mí
me dolía con insistencia el culo debido a la sentada y Eduardo José que se
había bajado de la camioneta sin tomar los recaudos pertinentes, mostraba un rojo
bermellón en sus mejillas y el pañuelo de seda sosteniéndose apenas ladeado
todavía del cuello, nuestra facha hacía pensar que estábamos casi en una trifulca
con las bestias y aunque se hacía la hora del almuerzo y los ravioles ya se
estarían calentando en las cacerolas, el orgullo íntimo e inexplicable del
hombre tonto, no nos permitía resignar un metro del terreno conquistado a las
vacas aunque hubiera un par de fugitivos que no era posible hacer volver al
redil.
La batalla final comenzó
cuando José Gabriel enlazó de puro ojete a la vaquillona rebelde y su consabido
alambre, y una algarabía generalizada surgió del grito de los chicos que parecían
un grupo de huérfanos abandonados sobre la caja de la camioneta, nosotros suspiramos
aliviados, claro que no deberíamos habernos relajado pensando “Ya está, ahora
es nuestra”, porque la vaca mañera al sentir el tirón de un elemento extraño comenzó
a saltar, un corcoveo que alejó al resto del ganado y pudimos ver a José
Gabriel sosteniendo la soga y detrás de la vaca como si fuera un héroe de la
mitología, lamentablemente esta impresión duró poco, porque casi enseguida José
Gabriel comenzó a ser arrastrado por el animal y a seguirlo servilmente para no
perderlo, me preguntaba quién se cansaría primero, si el animal o el hombre, y
en eso estaba cuando vi surgir de la sombra de un eucalipto a Eduardo José que
con agilidad impensada alcanzó a José Gabriel y juntos se aferraron a la soga, y
hundieron con fuerza los talones a la tierra arada, fue un instante en el cual grandes
y chicos saboreamos la posibilidad del triunfo, fue un momento en el cual la
vaquillona se quedó casi quieta, bufó, y de ese resollar apreciamos que le
colgaban gruesas babas lánguidas y blanquecinas, la vaca levantó el lomo y la
tensión de la cuerda llegó a su máxima expresión. Podía verse en las caras de José Gabriel y Eduardo José que casi rezaban porque la vaca recuperara la
docilidad que estos animales suelen tener en las propagandas de chocolates, había
que quitarle el alambre y así poder ir todos a almorzar, pero ninguna de estas
cosas ocurrieron, porque la vaca rebelde corcoveó y comenzó a avanzar, y cuando
la vaquillona comenzó a moverse, José Gabriel y Eduardo José eran arrastrados
por ese avance, la vaca aceleraba y frenaba, lo cual aflojaba la cuerda y desparramaba
a los hombres, y entonces la vaca tomando velocidad los hizo correr un buen
trecho hasta que en una curva lo perdió a Eduardo José, al cual vi caer hacia
adelante y rodar con cierto estilo, para luego pararse de inmediato como una
continuación de la voltereta, los lentes siguieron en su lugar sobre el
generoso puente de la nariz de Eduardo José a pesar de la acrobacia realizada.
José Gabriel ya solo no pudo sostenerla y la vaca, con la soga al cuello y el alambre
en la pata, huyó a campo traviesa, con un José Gabriel detrás que no desistía y
la perseguía con enfermiza obstinación, un despliegue que nos hacía emocionar.
Es un hecho que de lejos
no veo muy bien, así que lo que voy a contar a partir de este momento puede ser
que lo haya imaginado, o que el deseo de que terminara este episodio me haya
distorsionado la poca memoria visual a aquella distancia, es que yo había
quedado rezagado y muy lejos luego que José Gabriel saliera corriendo
detrás de la vaca y Eduardo José se subiera a la camioneta con todos los chicos
a cuestas. Me pareció ver la camioneta en el horizonte y a la vaca girando a su
alrededor, una figura chiquita que imagino sería José Gabriel rondaba a la
vaca, se acercaba y se alejaba sin llegar a tocarla, hubo un momento en el vi a
Eduardo José salir del vehículo y correr a la par de José Gabriel detrás del
animal que seguía rodeando a la camioneta. Al parecer la soga era sostenida de
alguna forma al vehículo, luego vi caer a la vaca al piso, lo vi saltar a José
Gabriel con energía, como si la alegría de que el animal cayera al piso fuera
incontenible, lo vi agacharse, imagino que retiraba el alambre de la pata, pero
no tranquilo con ello, era evidente que algo pasaba, le gritaba y gesticulaba
con los brazos a Eduardo José que subió a la camioneta y dio marcha atrás,
cuando llegué al sitio, la vaca yacía de lado y aunque liberada de la soga no
se ponía de pie, los ojos negros habían adquirido la opacidad de la arcilla, la
respiración era corta y fraudulenta, José Gabriel se lamentaba en lugar de
estar contento porque el animal parecía dar bocanadas desesperadas intentando
respirar, pero era notorio que le costaba aferrarse a la vida, José Gabriel y
Eduardo José llevaban incrustadas en las zapatillas y dispersas por la ropa la
mierda de los revolcones y corridas, los chicos de pie en la caja miraban la
situación en un silencio de espanto, la vaca se moría.
Cuando hoy prendí la
computadora y accedí a mi Facebook me encontré que José Gabriel y
los chicos posaban con Tito en una fotografía de felicidad, la vaca que se
había liberado al fin del alambre y que resultó ser un novillo de cuatrocientos
cincuenta kilos -Tito-, no murió, José Gabriel y los chicos se encariñaron hasta la
lágrima con ella o él, al parecer el animal agradecido luego de resucitar
manoteando bocanadas aire -aunque se cuenta que se salvó porque José Gabriel
llegó a hacerle respiración boca a boca- se apareció en el jardín al día
siguiente de aquel episodio y parecía
un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las
pezuñas en el barro y la cabeza doblegada.
FIN
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