Esa
era la libertad. Tomar la curva. Que el coche pareciera andar sobre dos ruedas.
Que la fuerza centrífuga nos escupiera hacia afuera. Vos, yo, y el coche
lanzados. Esos momentos llenaban la vida de felicidad.
El
señor dijo a la cámara de televisión: “De acá no vamos a irnos hasta que no se
investigue a fondo y aparezca el culpable.”
El guardrail de la autopista nos
acompañaba, se sumaba a nuestra euforia. Cuando el coche salió de aquella curva
y tomó la recta, te pregunté que querías hacer, adónde querías que fuéramos.
Mirabas al frente. El sol ya había salido y los dorados reflejos de tus
cabellos festejaban. Dijiste algo. Era una palabra extraña que parecía tener
música propia, luego giraste un poco el torso y me miraste. Fue en ese momento
que sonreíste. En tu mirada de agua había amor.
Entramos en la huella marcada del
asfalto y el Fiat pareció sisear un poco. Prendiste la radio. Mariana había
dejado sintonizada la 102.3, escuchamos
un poco de la música que pasaban. Mientras viajábamos hacia el oeste por la
autopista, pensé que todos estarían ya en la oficina. El sol rebotó en el
espejo retrovisor y me cegó. Un coche azul pasó a nuestro lado.
La
señora había dicho que el patrullero no se detuvo. La mujer ya estaba herida y
el policía siguió de largo. Hablaba indignada. La gente que se había acercado
miraba hacia la cámara.
El velocímetro marcó ciento veinte.
Contagiado por el sol que estaba saliendo aceleré, el nuevo tramo que era casi
recto daba valor. Te pregunté que habías dicho, pero balbuceaste otra cosa.
Estabas linda, el cabello rubio caía por
encima de tus hombros, y eso que lo habías cortado hacía muy poco. Cómo
me queda preguntaste con picardía cuando volviste de cortártelo. Yo, que estaba
leyendo una biografía de Cortázar para el taller de los viernes, cuando te
miré, se me ocurrió que siempre te querría.
La
imagen de la chica en la fotografía con el buzo violeta y, el pelo atado en una cola mientras sonreía
apareció como una propaganda al costado
de la ruta. Treinta años, pensó.
Mariana había cocinado pastel de
carne, y él tuvo que repetir. Le salía tan rico.
Por hacer algo subió el volumen de la
radio. El micro de noticias interrumpió la música. Anunciaban vientos con
fuertes ráfagas y temperaturas muy bajas para mañana. El tránsito en los
accesos a la capital era lento. En General Paz a la altura de Constituyentes
había un accidente. La línea A de subterráneos operaba con demoras. Lo de
siempre, dijiste.
Una idea cobró forma en su mente.
Cuando salió, Mariana dormía. No había querido despertarla. Después te llamo,
decía la nota que le había dejado debajo del mate.
Por fin otra curva. ¡Esta era mejor
que la otra! Sintió la velocidad que traía apenas entrar en ella, volvió a
acelerar y las ruedas chirriaron. Pudo ver que el guardrail tenía algunas
marcas de pintura y distintas abolladuras. La intimidad con los detalles del
acero, y los postes de la luz que parecían pestañear en el paisaje, lo hicieron
creer en un presagio. Se distrajo.
Recordó aquella palabra que ella había
casi arrojado al interior del auto, es que parecía tener vida propia y se movía
recorriendo su mente. Era como la música. Al final, decidimos ir a algún pueblo
cualquiera. Llegar, recorrerlo, caminar. Era temprano, teníamos todo el día por
delante.
El viento no dejó de soplar en toda la
noche, y todavía soplaba. Cuando había abierto
la puerta para que entrara el
perro, pudo sentir algo diferente en el aire. El colgante que Mariana había
comprado, sonaba y sonaba con las ráfagas del viento. Una melodía disonante le
llegaba despareja al cerebro. Dentro de la casa, el aire frío circulaba a su
antojo. Molestaba. No había forma de protegerse de aquellas gélidas caricias.
Claudia
Burgos. Así se llamaba la mujer. “La bala perdida, no correspondía a los delincuentes”,
decía el titular de Crónica TV.
El día estaba hermoso. Mirar el
horizonte verde y amplio le producía algo en el pecho. Era como tomar una
curva. Cierta algarabía de chico con un juguete
nuevo lo invadió. Bajó el vidrio un poco para calmar una necesidad que el
cuerpo le estaba exigiendo. El viento entró furioso y dispersó por el interior
del auto el sonido de la radio, los papeles que estaban en la luneta se
agitaron y vibraron en su lugar unos momentos hasta que volvió a subir el
vidrio. Antes aspiró profundamente. Luego, sonrió.
“Queremos
saber. Exigimos conocer de dónde, de qué arma salió la bala que mató a esa mujer”,
eso decía el hombre a la cámara de televisión.
El celular cobró vida de pronto. Era
Mariana. Él miró la pantalla, no quería atenderla y no atendió. El prip final
le avisaba que le había dejado un mensaje de voz. Alzó el celular y a la vez
miró la ruta. El cartel decía que faltaban veinte kilómetros todavía. Venía una
curva, así que dejó el aparato y agarró el volante con ambas manos. Cuando
advirtió que apretaba el volante y las mandíbulas con demasiada energía,
decidió parar en la próxima estación de servicio.
Algunos
curiosos parecían no entender de qué se trataba la aglomeración de gente y la
presencia de las cámaras de televisión. Otros asentían con el gesto ceñudo
acompañando los reclamos de una señora que hablaba casi a los gritos.
En la casa Mariana que había terminado
de hacer la cama desayunaba con la televisión encendida. Siempre le pasaba que
cuando Roberto salía sin despedirse, ella andaba un poco perdida. Además, no
había atendido el celular. Anoche, todo estaba normal o ella había dicho algo
que lo podía haber molestado. Pensó. Había cocinado el pastel de carne que le
gustaba. Hablaron de los chicos. Le había dicho que su madre lo había llamado.
Ella estaba bien. El reuma, la plata que no alcanza para nada, los días que se
le hacían tan largos viviendo sola. Lo de siempre, nada de importancia le había
dicho. Sería eso lo que lo había molestado. La forma. Roberto siempre hacía
hincapié en la forma. En la importancia con que uno decía o no decía las cosas.
En la televisión, el canal 11 hablaba
de la muerte de aquella mujer en la calle. Cambió al 12. También acá el
periodista entrevistaba a un señor de saco y corbata, no alcanzaba a leer los
subtítulos. Subió el volumen.
Mariana se puso los lentes para
leer. Al rato, aburrida de esperar,
salió al patio. La jaula con los pájaros contra la medianera se venía abajo. Le
iba a decir a Roberto cuando hablara con él que hiciera algo con eso. El perro
había roto un par de macetas. Estaba harta. Iba a ser un día lindo. Volvió
adentro de la casa con la idea de decirle a Sara que se encontraran en el
shopping.
Estacionó al lado del coche azul que
lo había rebasado. Era un Mercedes. Ella dormía. Antes de ir al baño pensó en
pedir el cortado para que se lo vayan preparando. La chica que lo atendió le
sugirió que por diez pesos más podía
pedir un tostado de jamón y queso. Dijo que bueno. Pagó. No entendía como eran
estas promociones. Le costó orinar. El frío. Cuando Mariana le había preguntado
si tenía problemas para orinar, se enojó. Encima, agregó que a su edad era conveniente que se
hiciera analizar la próstata. Le había gritado que qué se creía. ¡Que él era un
viejo! Al subirse el cierre del pantalón la sensación de ganas de orinar no se
había ido.
Una
bala perdida había matado a Claudia Burgos en la puerta de un negocio de Morón.
Volvió a la ruta. No había nada tan
maravilloso como sobrepasar a un coche cuando iba a mucha velocidad. Algo
químico le ocurría a su cuerpo, eso pensaba Roberto. En esos momentos su mente
poseída se creía invencible. Pero no debía ser un coche común o uno tuneado, la
satisfacción provenía de vencer en la ruta a un cero kilómetro, y si además el
coche era japonés o alemán tanto mejor. El Mercedes de la estación de servicio
iba aumentando de tamaño en el espejo. Se acercaba.
Mariana lo tenía podrido con las
recomendaciones. Salir juntos a la ruta era cada vez más difícil. El miedo y
los nervios, o una mezcla de ellos la trastornaban y no podía dejar de darle
consejos mientras manejaba. En algún caso llegaba a gritarle. Él la observaba
por el rabillo del ojo, la veía tensa, la frente casi pegada al vidrio y en
dirección a la ruta. No dormía nunca, y tampoco leía para distraerse.
Llevaba el Fiat por la mano rápida de
la autopista de dos carriles. Quería ver que hacía el Mercedes. No iba a mover
el coche de carril. Buscó un caramelo, cuando volvió a mirar por el espejo, el
Mercedes apareció pegado al suyo y le hacía ansiosas señas de luces. Fue como
si le tocaran el culo.
Íbamos con la radio a todo volumen y
los vidrios abiertos, la avenida Rivadavia estaba vacía y hecha pedazos, el
coche brincaba cada tanto como un caballo. El tren delantero iba a quedar
destruido, no tenía plata para arreglarlo, tampoco le importó. Hacía bastante
calor, volaban, tuvo ganas de gritar y gritó. Estabas callada, no obstante
parecías contenta. No dije nada, el rodeo por debajo de la General Paz al
entrar a la Capital nos mantuvo expectantes, cuando retomamos la Avenida hice
caracolear el coche para despabilarte. El policía que estaba pasando el
semáforo de Puan llegó a levantar la mano, sin embargo seguí de largo.
El Mercedes se abrió a la derecha y se
puso a la par, vio que la ventanilla polarizada bajaba lentamente y un muchacho
de unos veinte años lo miraba con suficiencia. Ni siquiera abrió la boca, el
odio caía de sus ojos con superioridad.
Antes que dijeras nada habíamos pasado
dos semáforos en rojo. Pará, pará!, gritaste. Yo me reía. Busqué una calle
lateral tranquila y estacioné. Te me echaste encima. Creí que quizás me
golpearías o insultarías para canalizar el susto, sin embargo, me abrazaste y
besaste. Reí de alegría. Éramos parte de una locura.
El motor del Fiat rugía por la
exigencia. Cuando las revoluciones llegaron a casi cinco mil, la carrocería
comenzó a vibrar. El coche azul no obstante seguía alejándose y, parecía que
nada podría hacer para evitarlo.
Metiste tu lengua gruesa, inquieta y
generosa en mi boca. Después, te apartaste un poco y cuando me miraste otra
vez, tus ojos brillaban. El miedo se había transformado en adrenalina. La
adrenalina se había transformado en deseo. El deseo nos llevó a un hotel en el
que por horas estuvimos haciendo el amor. Era muy tarde cuando salimos por
última vez a la Avenida.
La estación de peaje que estaba antes
de Luján nos reunió otra vez. El Mercedes se había estacionado antes de
cruzarlo. Lo ignoré sabiendo que, esta vez, me seguiría.
Nos despedimos bajo las luces de
mercurio. Cruzaste sin volver a mirarme y tuviste que correr un poco porque el
semáforo había liberado los coches. El tren pasaba a mi derecha y alborotó con
su andar los sonidos habituales de la hora. Te detuviste unos momentos en la
vereda del Coto y agitaste tu mano. Esa
fue si se quiere, la última vez que sentí tu afecto.
Ya no volvimos a amarnos.
Había tres o cuatro carriles luego del
peaje. La radio decía algo sobre la chica muerta. Por alguna razón que hoy no
puedo explicar estaba emocionado. Quizás fuera
el paisaje que reconocía en nuestras salidas, quizás la noche sin dormir, o lo
que había estado soñando. La imagen de la ruta se distorsionaba por el agua que
salía de los lagrimales. El coche azul se puso a la par, esta vez del lado
izquierdo. Lo adelantó y lo desaceleró. Hizo esto un par de veces. Me
desafiaba. El próximo puente ya se veía un par de kilómetros adelante. Esa era
la largada. Sin embargo el coche iba tomando la curva amplia que iba a Campana.
El celular sonó. Era Mariana. Me decía
que al mediodía iba a almorzar con una amiga. Que luego haría unas compras. Me
preguntó donde estaba. Mentí.
La cantidad de carteles había llamado
mi atención, sin embargo, hoy, todavía no logro explicarme claramente lo
ocurrido. Siempre me había gustado esta ruta por lo amplia, por la sensación de
libertad que surgía al manejar en ella. El pavimento estaba roto en varias
partes. Se veía que lo estaban arreglando. Era temprano y muy pocos autos
andaban. Comenzaron a aparecer en cantidad tambores pintados de blanco y naranja
que nos hacían desviar. Enfrente, de la mano de la autopista que iba a Cañuelas
no veía pasar a nadie. Vi como el Mercedes se perdía detrás de la loma al
frente, que era larga y alta. Me llamó la atención que fuera por la derecha.
Aún faltaban muchos metros para alcanzarla.
Pude acordarme por fin de esa palabra.
Era musical. Lejaim dijiste aquella vez y luego, muchas veces más. Se notaba que representaba mucho para vos. La
decías con alegría pero también como si el solo hecho de pronunciarla fuera
algo especial. Miré como dormías a mi lado. El cinturón de seguridad cruzaba al
medio de tus pechos y tu cuerpo se había deslizado en el asiento. Las piernas
juntas se doblaban a la derecha y la cabeza dorada se movía tontamente en las
curvas apoyaba en el vidrio de tu puerta. Toqué tu hombro y lo sentí blando y
querible. Todavía parecía posible sentirte así.
El camión blanco apareció en la parte
superior de aquella loma. No sé porqué, pero alguna razón había que no llegaba
a comprender, te miré dormir y luego volví
al camión que venía de frente. Algo en aquello que estaba ocurriendo no parecía
lógico. Íbamos con el Fiat pegado al guardrail central de la autopista. Por
unos momentos pensé qué haría el camión de este lado, cuando debería estar en
el otro. Miré por el espejo retrovisor, detrás tampoco venían coches. El camión
encima de la cresta de la loma era imponente. Lo vi hacer señales de luces y un
sonido lejano que luego comprendí era la bocina, no lograba penetrar la
comprensión de mis pensamientos. Por prudencia, bajé la velocidad aunque no fue
suficiente. Cuando el camión nos alcanzó de lado al intentar esquivarnos, el
velocímetro todavía marcaba casi cien kilómetros por hora.
El lado del acompañante donde ibas se
abolló. El impacto te trajo muy cerca de mí. Dormías. Pude escuchar claramente
la bocina que seguía sonando al día siguiente en mi cabeza y ver la cara de
espanto del camionero. Vos dormías. El hombre abría la boca, gesticulaba y los
manotazos de sus manos parecían las de un loco. No podía moverme. Estabas tan
cerca de mí, apretada a mí, que me impedías tomar el volante con naturalidad.
Dormías y no quería despertarte. El coche se había levantado en el aire y, la
vida era linda. Era como volver a tomar la curva a más de cien y hacer chirriar
las gomas en el asfalto. Fue la primera vez que sentí miedo de despertarte. Aún
dormías. Dormías cuando nos despedimos. Dormías cuando agitabas tu mano en la
vereda del Coto y dormías cuando el camión nos chocó. También dormías cuando la
bala perdida te había dado en el pecho, y cuando el coche luego de andar unos
cuántos metros golpeando el guardrail se levantó en el aire y cayó con las
ruedas hacia arriba. Dormías cuando me sacaron del auto y apagaron la radio que
habías dejado encendida. Y también dormías cuando Mariana me llamó por teléfono
para decirme que iba al shopping y que tenía que hacer algo con la jaula de los
pájaros. La vida es lo que es, vivir a veces es una velocidad de ciento veinte,
un coche en la ruta, el amor de una lengua que se mete en tu boca, una curva.
Porque vos no dormías, vos vivías abrazada a mi entusiasmo para poder amarte y
tomar la curva. La palabra aquella que soltaste ese día de loca felicidad anda
con vida propia recorriendo mis horas, y también, algunas veces se mete en mis
sueños. La palabra aquella que pronunciaste en dos o en tres ocasiones y que te
hacía brillar los ojos de agua flota, como flotamos en aquella autopista por un
instante, como flota un globo en el aire, frágil, alegre, inconsciente.