martes, 19 de febrero de 2013

Cuando a C la violaron




Yo estaba ahí cuando a C la violaron, mientras ocurría. Estuve antes muy cerca de ella, y no supe darme cuenta de lo que le estaba por ocurrir. En los momentos previos la vi sonreír. Después, pero mucho después, luego de dos o de tres años, comprendí el significado de aquella sonrisa. La vergüenza. Los nervios.

Una vez que ocurrió a C lo que le ocurrió todo volvió a la normalidad. Me levantaba en la mañana muy temprano, los demás también. Yo pensaba en ese entonces que madrugar me alejaba de aquella posibilidad de recuerdo, esa imagen recurrente que cuando dormía penetraba en mi privacidad inconsciente. Me equivocaba.

Presté más atención a la vida cotidiana. Cambié el tipo de ropa que usaba. Dejé de llevar el pelo suelto, grávido y a su antojo. Fui a la peluquería. El que me atendió se negaba a llevar a cabo lo que mi mirada suplicaba. La rabia surgió cuando en la oficina me miré al espejo. No pude llorar, me endurecía el recuerdo de C.

Seguí viajando en tren. En verano es más fácil ir. En invierno es más fácil volver. La oscuridad y el olor conviven. El olor algunas veces te ahoga más que el calor y la cumbia villera. “A diez pesos”, dice el vendedor, “Por solo diez pesos”, repite, e insiste hasta que nos obliga a mirarlo. Recorre el espacio inexistente entre la gente y cada tanto se detiene, cuando lo hace golpea el acero de una cuchilla de cocina en el pasamanos superior.

No siempre fue así. O yo no tenía conciencia que haya sido así. Una mira las noticias, lee los titulares de los diarios, y advierte que estas cosas ocurren. Pero le ocurren a otra. El tipo que venía detrás de C llevaba una gabardina de color indefinido. No había lugar. Nunca lo hay. No hay palabras a esa hora y en ese lugar. La comunicación solo se da a través de un codo o una mochila.

Le hago un gesto para comprarle, pero antes le pido que la quite del estuche y que la pruebe. No comprende. “¡Que la golpees!”, le digo al borde del grito. Todos miran. Todos han escuchado. Busco el sonido del acero en el pasamanos. El vendedor regido por alguna obediencia inexplicable hace lo que le digo, luego se acerca y me extiende la cuchilla. Lo hace dentro del envoltorio de plástico y cartón, lo rechazo con un gesto. Mientras le pago, tomo con cuidado la cuchilla por el mango y la guardo en mi mochila. Todos miran.

Cuento: un brazo, una panza, un hombro. Siempre estoy contando. Lo peor es no poder contar. Sentir que no podés descubrir que es lo que te está tocando, mientras algunas conversaciones ocurren a tu alrededor. Esa conciencia del tacto, y esas charlas que encubren el hecho. El tipo abrió su gabardina delante de C solo unos momentos y volvió a cerrarla, nadie salvo C podía en ese tumulto ver o entender lo que había ocurrido. Para mí fue suficiente ver la cara de C, mientras el tipo de la gabardina pasaba a mi lado para descender en la próxima estación.

Ahora cada uno vuelve a su sueño y se alejan de mí, no mucho, no hay suficiente espacio para ello, pero lo intentan. La cuchilla me da cierto margen. He conseguido por diez pesos algunos centímetros a mi alrededor. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

es evidente que hay situaciones que parecen normales pero que afectan, que tocan e invaden la privacidad y la intimidad. Carla

Anónimo dijo...

contar, o "contar", poder y no poder contar, o no poder contarlo, inquieta, frusta. Sil

Anónimo dijo...

el relato llega Daniel, y aunque en algún aspecto confuso no por ello igual somete al lector a una inquietud desde el título mismo, Carlos