Yo estaba
ahí cuando a C la violaron, mientras ocurría. Estuve antes muy cerca de ella, y
no supe darme cuenta de lo que le estaba por ocurrir. En los momentos previos
la vi sonreír. Después, pero mucho después, luego de dos o de tres años,
comprendí el significado de aquella sonrisa. La vergüenza. Los nervios.
Una
vez que ocurrió a C lo que le ocurrió todo volvió a la normalidad. Me levantaba
en la mañana muy temprano, los demás también. Yo pensaba en ese entonces que
madrugar me alejaba de aquella posibilidad de recuerdo, esa imagen recurrente
que cuando dormía penetraba en mi privacidad inconsciente. Me equivocaba.
Presté más
atención a la vida cotidiana. Cambié el tipo de ropa que usaba. Dejé de llevar
el pelo suelto, grávido y a su antojo. Fui a la peluquería. El que me atendió
se negaba a llevar a cabo lo que mi mirada suplicaba. La rabia surgió cuando en
la oficina me miré al espejo. No pude llorar, me endurecía el recuerdo de C.
Seguí viajando en tren. En verano es más fácil
ir. En invierno es más fácil volver. La oscuridad y el olor conviven. El olor
algunas veces te ahoga más que el calor y la cumbia villera. “A diez pesos”,
dice el vendedor, “Por solo diez pesos”, repite, e insiste hasta que nos obliga
a mirarlo. Recorre el espacio inexistente entre la gente y cada tanto se
detiene, cuando lo hace golpea el acero de una cuchilla de cocina en el
pasamanos superior.
No siempre fue así. O yo no tenía conciencia que haya sido
así. Una mira las noticias, lee los titulares de los diarios, y advierte que
estas cosas ocurren. Pero le ocurren a otra. El tipo que venía detrás de C
llevaba una gabardina de color indefinido. No había lugar. Nunca lo hay. No hay
palabras a esa hora y en ese lugar. La comunicación solo se da a través de un
codo o una mochila.
Le hago un gesto para comprarle, pero antes le
pido que la quite del estuche y que la pruebe. No comprende. “¡Que la golpees!”,
le digo al borde del grito. Todos miran. Todos han escuchado. Busco el sonido
del acero en el pasamanos. El vendedor regido por alguna obediencia inexplicable
hace lo que le digo, luego se acerca y me extiende la cuchilla. Lo hace dentro
del envoltorio de plástico y cartón, lo rechazo con un gesto. Mientras le pago,
tomo con cuidado la cuchilla por el mango y la guardo en mi mochila. Todos
miran.
Cuento: un brazo, una panza, un hombro. Siempre estoy
contando. Lo peor es no poder contar. Sentir que no podés descubrir que es lo
que te está tocando, mientras algunas conversaciones ocurren a tu alrededor.
Esa conciencia del tacto, y esas charlas que encubren el hecho. El tipo abrió
su gabardina delante de C solo unos momentos y volvió a cerrarla, nadie salvo C
podía en ese tumulto ver o entender lo que había ocurrido. Para mí fue
suficiente ver la cara de C, mientras el tipo de la gabardina pasaba a mi lado
para descender en la próxima estación.
Ahora cada uno vuelve a su sueño y se alejan
de mí, no mucho, no hay suficiente espacio para ello, pero lo intentan. La cuchilla
me da cierto margen. He conseguido por diez pesos algunos centímetros a mi
alrededor.
3 comentarios:
es evidente que hay situaciones que parecen normales pero que afectan, que tocan e invaden la privacidad y la intimidad. Carla
contar, o "contar", poder y no poder contar, o no poder contarlo, inquieta, frusta. Sil
el relato llega Daniel, y aunque en algún aspecto confuso no por ello igual somete al lector a una inquietud desde el título mismo, Carlos
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