sábado, 1 de marzo de 2014

NACI UN DIA DE CARNAVAL


La vieja me contó que el día en que nací era carnaval y que en esa época además no salía el diario por ser feriado. Hoy parece ser un hecho muy curioso la falta de diario en feriado, “¡Para lo que hay que leer hoy!” rezongaría la voz el abuelo. Esa ausencia de noticias impresas destacaba la relevancia que la sociedad de aquel entonces le daba a estos festejos. El Carnaval era una fiesta y como tal se festejaba. Cuando crecí e ingresé en la universidad, y  más tarde comencé a trabajar, estas fiestas con sus feriados  fueron desapareciendo. Hoy, las manifestaciones que van surgiendo, lo hacen desde el propio corazón de los barrios, porque decir Carnaval es decir barrio, o club, o potrero, o noche, o luces y también tarde de siesta. Valga entonces esta anécdota real y nostálgica que voy a contarles para recordarlo y recordarme naciendo en un día así, por allá en Bahía Blanca, la otrora “puerta” del sur argentino.

No tendría más de nueve años, vivíamos en el barrio La Falda cerca de una zona alta que llamábamos La Loma, la que portaba en su geografía los añorados baldíos, y que el avance demográfico junto a la modernidad fueron reduciendo hasta eliminarlos totalmente. Un baldío era una zona virgen, donde los pastos crecían sin control, y dependiendo de sus dimensiones, podía tener algún árbol que habría nacido guacho y también un camino que lo atravesaba. En las horas de calor el sonido de las chicharras era ensordecedor y provenía exclusivamente de aquellos pastizales. El baldío de esta historia estaba en una esquina y tenía loma propia, ocuparía una superficie equivalente a dos terrenos grandes y los vecinos para acortar camino lo cruzaban en diagonal, así el tránsito de peatones había marcado una cicatriz a través de los yuyos. Esa tarde andábamos en un grupo de siete, y llevábamos dos baldes de los que sirven para poner en remojo la ropa que no se puede mezclar con el resto porque destiñe, los baldes rebosaban de globos multicolores con agua. El Dani y el Toni, los dos más grandes lideraban el grupo, Marcelito el hermano del Toni era el más chico. Yo no era de primerear en nada, en hacer algo, o en hablar, no es que fuera tímido o miedoso, o careciera de iniciativa, más bien me mantenía atento y esperando que los acontecimientos  sucedieran. Lo cierto es que aquel día quizás envalentonado por el rayo del sol o aturdido por el ruido de las chicharras fui quién se dirigió al baldío de la esquina con dos globos de agua. Uno rojo y otro amarillo. La mujer –la víctima potencial-, que en realidad hoy advierto, sería una chica de casi veinte años, tenía el pelo negro cayéndole a plomo sobre los hombros, y también húmedo como si se hubiese dado una ducha reciente. Una solera blanca de escote redondo y muy corta destacaba su piel tostada. Llevaba lentes oscuros y una cartera al hombro. Me vio venir y se detuvo en la parte alta del baldío. La vi dudar por unos momentos, y cuando se quitó lo lentes su mirada era de sorpresa, luego de susto y finalmente de odio cuando el globo rojo reventó sobre una de sus clavículas desnudas. Abrió muy grande la boca tragándose todo el aire a su alrededor, no hacía frío, todo lo contrario, pero ella pareció tiritar por unos breves instantes, quizás de rabia. Después de esto no me acuerdo mucho, sí que salí disparando mientras el globo amarillo al que ya le había dado la espalda, iba con destino de su cabeza. Se escuchaba mucha bulla a unos metros proveniente del grupo, desconozco si me alentaban y vitoreaban, o me decían que me rajara que alguien se acercaba. Cuando pisé de nuevo las baldosas de la vereda me detuve para observar. Los pelos de la chica tan prolijamente peinados chorreaban alborotados y el rímel le surcaba los lagrimales derramándose en una línea vertical y sinuosa. Gritaba. El globo amarillo había reventado en su frente. No hacía falta saber qué decía, solo que me dio mucho miedo verla fuera de sí. Corrí muchas cuadras buscando a mis amigos que no pude encontrar. Cuando volví a casa, muy cansado, abrió la puerta mi abuela. “¿Dónde estabas?”, me preguntó intentando parecer seria, pero se le notaba que no podía debido a la facha que yo tendría. No atiné a contestarle, “Andá y cambiáte antes que vuelva tu papá del trabajo”, me dijo mientras me revolvía el pelo con su mano. Este es el espíritu que el Carnaval trae consigo y que deseo rescatar, la desfachatez de una murga, la música y las risas, la nostalgia de los pantalones cortos, y también la travesura. En definitiva, la alegría de los recuerdos. De los mejores recuerdos.

“Y cuando se acercaba la fiesta,
¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía?”
Restos del Carnaval, Clarice Lispector


Nota del autor: los hechos y los personajes son verdaderos en su esencia, aunque seguramente la memoria distorsiona algunas cosas al recordar la anécdota. En la fotografía tengo 8 años, es la más cercana a la edad que tenía en el relato que pude encontrar. Al verla me di cuenta que la mirada de las personas pocas veces cambia aunque los años vayan pasando.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bien contado Daniel, linda anécdota. Ricardo

Anónimo dijo...

hermoso texto Dani, bsos Sil

Anónimo dijo...

daniel, contenta de leerte, cariños Mirta