La vieja me contó que el día en
que nací era carnaval y que en esa época además no salía el diario por ser
feriado. Hoy parece ser un hecho muy curioso la falta de diario en feriado,
“¡Para lo que hay que leer hoy!” rezongaría la voz el abuelo. Esa ausencia de
noticias impresas destacaba la relevancia que la sociedad de aquel entonces le
daba a estos festejos. El Carnaval era una fiesta y como tal se festejaba. Cuando
crecí e ingresé en la universidad, y más
tarde comencé a trabajar, estas fiestas con sus feriados fueron desapareciendo. Hoy, las
manifestaciones que van surgiendo, lo hacen desde el propio corazón de los
barrios, porque decir Carnaval es decir barrio, o club, o potrero, o noche, o luces
y también tarde de siesta. Valga entonces esta anécdota real y nostálgica que
voy a contarles para recordarlo y recordarme naciendo en un día así, por allá
en Bahía Blanca, la otrora “puerta” del sur argentino.
No tendría más de nueve años, vivíamos
en el barrio La Falda cerca de una zona alta que llamábamos La Loma, la que portaba
en su geografía los añorados baldíos, y que el avance demográfico junto a la modernidad
fueron reduciendo hasta eliminarlos totalmente. Un baldío era una zona virgen,
donde los pastos crecían sin control, y dependiendo de sus dimensiones, podía
tener algún árbol que habría nacido guacho y también un camino que lo atravesaba.
En las horas de calor el sonido de las chicharras era ensordecedor y provenía
exclusivamente de aquellos pastizales. El baldío de esta historia estaba en una
esquina y tenía loma propia, ocuparía una superficie equivalente a dos terrenos
grandes y los vecinos para acortar camino lo cruzaban en diagonal, así el tránsito
de peatones había marcado una cicatriz a través de los yuyos. Esa tarde andábamos
en un grupo de siete, y llevábamos dos baldes de los que sirven para poner en
remojo la ropa que no se puede mezclar con el resto porque destiñe, los baldes
rebosaban de globos multicolores con agua. El Dani y el Toni, los dos más
grandes lideraban el grupo, Marcelito el hermano del Toni era el más chico. Yo
no era de primerear en nada, en hacer algo, o en hablar, no es que fuera tímido
o miedoso, o careciera de iniciativa, más bien me mantenía atento y esperando
que los acontecimientos sucedieran. Lo cierto
es que aquel día quizás envalentonado por el rayo del sol o aturdido por el
ruido de las chicharras fui quién se dirigió al baldío de la esquina con dos
globos de agua. Uno rojo y otro amarillo. La mujer –la víctima potencial-, que
en realidad hoy advierto, sería una chica de casi veinte años, tenía el pelo negro
cayéndole a plomo sobre los hombros, y también húmedo como si se hubiese dado una
ducha reciente. Una solera blanca de escote redondo y muy corta destacaba su piel tostada. Llevaba lentes oscuros y una
cartera al hombro. Me vio venir y se detuvo en la parte alta del baldío. La vi
dudar por unos momentos, y cuando se quitó lo lentes su mirada era de sorpresa,
luego de susto y finalmente de odio cuando el globo rojo reventó sobre una de
sus clavículas desnudas. Abrió muy grande la boca tragándose todo el aire a su
alrededor, no hacía frío, todo lo contrario, pero ella pareció tiritar por unos
breves instantes, quizás de rabia. Después de esto no me acuerdo mucho, sí que
salí disparando mientras el globo amarillo al que ya le había dado la espalda, iba
con destino de su cabeza. Se escuchaba mucha bulla a unos metros proveniente
del grupo, desconozco si me alentaban y vitoreaban, o me decían que me rajara
que alguien se acercaba. Cuando pisé de nuevo las baldosas de la vereda me
detuve para observar. Los pelos de la chica tan prolijamente peinados chorreaban
alborotados y el rímel le surcaba los lagrimales derramándose en una línea
vertical y sinuosa. Gritaba. El globo amarillo había reventado en su frente. No
hacía falta saber qué decía, solo que me dio mucho miedo verla fuera de sí.
Corrí muchas cuadras buscando a mis amigos que no pude encontrar. Cuando volví
a casa, muy cansado, abrió la puerta mi abuela. “¿Dónde estabas?”, me preguntó
intentando parecer seria, pero se le notaba que no podía debido a la facha que
yo tendría. No atiné a contestarle, “Andá y cambiáte antes que vuelva tu papá
del trabajo”, me dijo mientras me revolvía el pelo con su mano. Este es el
espíritu que el Carnaval trae consigo y que deseo rescatar, la desfachatez de una murga, la música y
las risas, la nostalgia de los pantalones cortos, y también la travesura. En
definitiva, la alegría de los recuerdos. De los mejores recuerdos.
“Y cuando se acercaba la fiesta,
¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía?”
Restos del Carnaval, Clarice Lispector
Nota del autor: los hechos y los personajes son verdaderos en su esencia, aunque seguramente la memoria distorsiona algunas cosas al recordar la anécdota. En la fotografía tengo 8 años, es la más cercana a la edad que tenía en el relato que pude encontrar. Al verla me di cuenta que la mirada de las personas pocas veces cambia aunque los años vayan pasando.
3 comentarios:
muy bien contado Daniel, linda anécdota. Ricardo
hermoso texto Dani, bsos Sil
daniel, contenta de leerte, cariños Mirta
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