AQUELLA SEMANA, los pronósticos habían anunciado que llovería el sábado y el domingo, pero no fue así, en cambio el viento del sur apareció zurcando la ciudad y la recorrió durante las horas del día y de la noche, lo hizo el sábado y también en parte el domingo, el viento molestaba y alejaba las nubes, y ya de pronto arreciaba como también se detenía, y esto nos producía indecisión, pues no sabíamos si salir abrigados o hacerlo livianos de ropa.
I
Ocurría así: Abríamos un poco la puerta que da al patio y asomábamos con timidez la cabeza y algo del cuerpo, el viento nos hacía tiritar y entonces concluíamos mirando hacia el cielo: Hace frío y va a llover, y nos preparábamos para salir con abrigos e impermeables y además el paraguas por si acaso. Las botas reemplazaban a los zapatos y a las zapatillas, y así pertrechados ganábamos la vereda, más al cabo de unos cuantos metros o a lo sumo al haber caminado un par de cuadras, el viento de pronto desaparecía, las nubes se abrían y el sol asomaba ante nuestras miradas atónitas que alzábamos al firmamento como exigiendo explicaciones. Así fue buena parte del fin de semana aquel, pues por la tarde del domingo el tipo de nubes que cubrieron el cielo pasaron de las blancas algodonosas a ésas densas, grises y algo turbias de agua por llover, y esa noche hasta nuestro descanso fue interminente y grueso como preludiando aquella semana. Eso pensé o eso soñé, y además que tenía la certeza de que el escampar de aquello que se había formado iba a ser difícil de olvidar, pues el dolor que había surgido en mi rodilla izquierda era un claro indicio de mal agüero.II
Y empezó a llover.
De lo que me acuerdo claramente es que una vez que comenzó a llover, lo hizo sin contemplaciones. Cada día a partir del lunes y hasta el fin de semana siguiente llovió. El agua usó todas las horas y cada uno de sus minutos aprovechándolos de manera copiosa e insistente. Solo por las noches y cuando lográbamos dormirnos no controlábamos que estuviera lloviendo, porque durante el día íbamos y veníamos por las ventanas de la casa cual reclusos que recorrían los límites de sus celdas, y entonces constatábamos que llovía vertical, o que llovía inclinado, o que a veces parecía que no llovía porque las gotitas eran muy pequeñas y livianas y se quedaban flotando como bruma en el aire cuando el viento amainaba. Durante la mañana llovía con la fuerza de gotas grandes y frías, y por la tarde el tipo de lluvia permitía retozar o leer en algún sillón envueltos en mantas y aguardábamos que se hiciera la hora de la leche, deseando que desde la cocina surgiera alguna señal a torta cociéndose en el horno. Por las noches llovía con relámpagos y truenos como no podía ser de otra manera: inquietante.
Nosotros veíamos que el agua acumulada había ido cubriendo el pasto y las plantas del patio trasero. Los primeros días se encharcaba acá y allá sin ninguna estrategia, pero las horas le fueron dando la confianza y la entidad que necesitaba para ir eludiendo todas las defensas que los vegetales y la tierra habían erigido y al cabo de cuatro días desaparecieron bajo su superficie todos los vestigios de vida que surgían de la tierra con excepción del fresno y del ciruelo, que por su tamaño sobresalían dignos pero maltrechos por encima de los tejados del fondo. Para los diarios la ciudad se hallaba indecisa y sin saber que actitud tomar y algunos comenzaron a hablar del Purgatorio. Yo diría que atravesamos una experiencia casi mística, el agua estaba por doquier y se había transformado en omniprescente y ya no nos sorprendíamos si cuando nos íbamos a acostar nos parecía que en lugar de dormir entre sábanas, ondulantes olas nos aceptaban como peces de mar.
De lo que me acuerdo claramente es que una vez que comenzó a llover, lo hizo sin contemplaciones. Cada día a partir del lunes y hasta el fin de semana siguiente llovió. El agua usó todas las horas y cada uno de sus minutos aprovechándolos de manera copiosa e insistente. Solo por las noches y cuando lográbamos dormirnos no controlábamos que estuviera lloviendo, porque durante el día íbamos y veníamos por las ventanas de la casa cual reclusos que recorrían los límites de sus celdas, y entonces constatábamos que llovía vertical, o que llovía inclinado, o que a veces parecía que no llovía porque las gotitas eran muy pequeñas y livianas y se quedaban flotando como bruma en el aire cuando el viento amainaba. Durante la mañana llovía con la fuerza de gotas grandes y frías, y por la tarde el tipo de lluvia permitía retozar o leer en algún sillón envueltos en mantas y aguardábamos que se hiciera la hora de la leche, deseando que desde la cocina surgiera alguna señal a torta cociéndose en el horno. Por las noches llovía con relámpagos y truenos como no podía ser de otra manera: inquietante.
Nosotros veíamos que el agua acumulada había ido cubriendo el pasto y las plantas del patio trasero. Los primeros días se encharcaba acá y allá sin ninguna estrategia, pero las horas le fueron dando la confianza y la entidad que necesitaba para ir eludiendo todas las defensas que los vegetales y la tierra habían erigido y al cabo de cuatro días desaparecieron bajo su superficie todos los vestigios de vida que surgían de la tierra con excepción del fresno y del ciruelo, que por su tamaño sobresalían dignos pero maltrechos por encima de los tejados del fondo. Para los diarios la ciudad se hallaba indecisa y sin saber que actitud tomar y algunos comenzaron a hablar del Purgatorio. Yo diría que atravesamos una experiencia casi mística, el agua estaba por doquier y se había transformado en omniprescente y ya no nos sorprendíamos si cuando nos íbamos a acostar nos parecía que en lugar de dormir entre sábanas, ondulantes olas nos aceptaban como peces de mar.
III
Las mascotas de la casa (cuatro perros, un gato y tres conejos) que desde la noche del lunes habitaban con nosotros (solo por esta noche y porque llueve tanto les habíamos dicho a los chicos), al cabo de dos días andaban raros y no le caían en gracia nuestros hábitos. El zoológico doméstico diseminaba pelos, heces y babeaba los pisos observándonos ir y venir por la casa con ojos de qué hago aquí, que nosotros no llegábamos a comprender, pero que el abuelo si entendió, aunque lo que a mí me parece es que estaba harto de pisarle la cola a los perros o no poder recostarse en su sillón preferido donde el gato se arrellanaba, que abrió la puerta del patio como para exhalar su frustración y fue entonces cuando la curiosa jauría se atropelló y lo atropelló llevándose consigo su gorra y su bastón además del abuelo que se puso a hacer piruetas por los aires y si Diego no pega aquel salto olímpico para recogerlo cuando caía, creo que en estos momentos hablaríamos del recuerdo del abuelo.
Todo se nos había trastocado y vagábamos reinventándonos presentes y pasados porque el futuro no amainaba y al contrario de lo que se suponía, el cielo abría islas tan luminosas como efímeras que corríamos a disfrutar con la necesidad propia de náufragos y olvidados de dios. El agua recorría cada rincón de la casa, y te mojaba la ropa que usabas y la que yacía en cajones y roperos y además se descolgaba en hilitos que descendían divertidos de los aleros y también de los sueños. La gente del barrio no lograba sintonizar ninguna frecuencia de radio y la única melodía que se escuchaba era la percusión acuosa de aquellas marismas noéticas. Los chicos que no podían aventurarse por los patios, y tampoco ir a los colegios –lo cual evidentemente no era una preocupación- iban conociendo la nostalgia que se desprendía de los libros y escuchaban extasiados historias de superhéroes que los mayores avivaban con leños y sin apurar los horarios de las comidas, y las cuestiones domésticas iban quedando abandonadas porque las escobas eran inútiles para juntar el agua que los zapatos y zapatillas iban dejando en charquitos por el solado de toda la casa. Los relojes de cuerda parecían haberse puesto de acuerdo con los biológicos, y dejaron de tener sentido, pues habían fabulado con el agua anegándose, mientras que yo iba chapoteando de habitación en habitación y recogía en los pasillos cosas y gente que se había quedado sin prisa y sin rumbo, algunos reaccionaban enseguida levantándose y permanecían unos momentos con la desorientación instalada en la mirada, pero había otros que era necesario cargar a cuesta, pues su placidez era tan sutil que habían comenzado a diluirse con las paredes y los pisos y la única herramienta posible de devolverlos al ritmo de la vida era la de dibujarles el horizonte.
Observábamos por las ventanas correr las aguas diseminadas entre árboles y cordones que los vidrios empañados distorsionaban en figuras ansiosas y anhelantes. Podría decirse mientras iban transcurriendo los días de aquella semana que estábamos viviendo una época de felicidad diferente, con la energía eléctrica ausente de las computadoras y de los programas de televisión. Y era así que descubríamos a un hermano, a un esposo y también a un hijo. La lluvia era ya casi parte de la Historia, tanto que hablábamos de nuestras experiencias anteriores a la época en que había comenzado a llover. Descubrimos el entusiasmo que cada uno tenía y que cada uno soñaba, hablábamos y éramos escuchados, nos hablaban y lográbamos escuchar, el agua si bien nos había cercado y anulado las cuestiones habituales que seguían sin resolverse, y por cierto era incómodo andar haciendo plap plap al caminar, también nos había descubierto facetas inexploradas dentro de la casa, dentro de la familia y dentro nuestro. Sí, estábamos viviendo una felicidad diferente.
IV
Y paró de llover.
Cuando dejó de llover, fue sin previo aviso y nos encontró distraídos. Salió el sol, se despejó el cielo y por un buen rato no entendíamos nada de lo que estaba ocurriendo. La tía Mimí dijo: Voy a la verdulería, y cuando la vimos salir con el piloto marrón y el paraguas, todos al unísono largamos la carcajada. Los chicos seguían haciendo barquitos de papel y después de tantos días habían perfeccionado tanto la técnica de doblar los diarios que decían que se dedicarían a la industria naval porque de tantos barcos doblados que se fueron a pique en los ríos de esos días, veían un entretenimiento económico en el futuro. Yo que era el encargado de secar la ropa oreándola frente al calefactor (lo que incluía la ropa interior que como todos sabemos una vez utilizada en varias ocasiones, le quedan manchitas en algunos lugares que no hay programa de lavado que las limpie), también me puse contento. Creo que el único que se puso triste cuando paró de llover fue Tito porque entendió que volveríamos a nuestras conversaciones y forma de mirarnos de siempre, los demás ni se dieron cuenta del cambio, hicieron un clic y el chateo en la compu con la novela de la tarde ganaron el ruido de la cocina, el sol aclaró los temas a discutirse y todo empezó a brillar al paso de la franela y la escoba, pero sin el plap plap tan acogedor que nos había acompañado aquellos días inolvidables de felicidad.
Fue lindo ver el sol de nuevo con el cielo rodeándolo que parecía recién salido de la ducha. Era algo que emocionaba. Pero había también en ese sol algo de la nostalgia de aquella semana que íbamos dejando. A mí se me acabaron las siestas porque me era difícil de entender a esa luz que entraba a raudales por las ventanas. Sí me dieron unas ganas locas de salir a correr y aunque la rodilla me siguiera doliendo, estaba seguro que era lo que tenía que hacer.
He vuelto de correr. Casi una hora estuve corriendo otra vez por el barrio. Troté con sumo cuidado porque las calles de la ciudad están rotas y quedan charcos de aquella semana por todos lados y la lluvia de la rodilla aún persiste como el recuerdo de una garúa.
Cuando dejó de llover, fue sin previo aviso y nos encontró distraídos. Salió el sol, se despejó el cielo y por un buen rato no entendíamos nada de lo que estaba ocurriendo. La tía Mimí dijo: Voy a la verdulería, y cuando la vimos salir con el piloto marrón y el paraguas, todos al unísono largamos la carcajada. Los chicos seguían haciendo barquitos de papel y después de tantos días habían perfeccionado tanto la técnica de doblar los diarios que decían que se dedicarían a la industria naval porque de tantos barcos doblados que se fueron a pique en los ríos de esos días, veían un entretenimiento económico en el futuro. Yo que era el encargado de secar la ropa oreándola frente al calefactor (lo que incluía la ropa interior que como todos sabemos una vez utilizada en varias ocasiones, le quedan manchitas en algunos lugares que no hay programa de lavado que las limpie), también me puse contento. Creo que el único que se puso triste cuando paró de llover fue Tito porque entendió que volveríamos a nuestras conversaciones y forma de mirarnos de siempre, los demás ni se dieron cuenta del cambio, hicieron un clic y el chateo en la compu con la novela de la tarde ganaron el ruido de la cocina, el sol aclaró los temas a discutirse y todo empezó a brillar al paso de la franela y la escoba, pero sin el plap plap tan acogedor que nos había acompañado aquellos días inolvidables de felicidad.
Fue lindo ver el sol de nuevo con el cielo rodeándolo que parecía recién salido de la ducha. Era algo que emocionaba. Pero había también en ese sol algo de la nostalgia de aquella semana que íbamos dejando. A mí se me acabaron las siestas porque me era difícil de entender a esa luz que entraba a raudales por las ventanas. Sí me dieron unas ganas locas de salir a correr y aunque la rodilla me siguiera doliendo, estaba seguro que era lo que tenía que hacer.
He vuelto de correr. Casi una hora estuve corriendo otra vez por el barrio. Troté con sumo cuidado porque las calles de la ciudad están rotas y quedan charcos de aquella semana por todos lados y la lluvia de la rodilla aún persiste como el recuerdo de una garúa.
FIN
8 comentarios:
preciosa lluvia Daniel, abrazo Cecilia
Interesante, muy interesante esa forma de llover.
Es cierto,afuera hay veces que llueve tanto, tanto como llueve adentro.
Rodolfo
EXCLENTE RELATO.
Selva
Esa lluvia tan pertinaz que permitìa entrar en uno mismo. Se termina esa nostalgia con el Sol, el absurdo Sol. Alberto
Que cierto lo que expresò Alberto, el "aburrido y cotidiano sol", claro que todos sabemos de cuàl hablamos. Silvia
Un relato que me ha dejado pensando... muy bien estructurado
Rita
Me gustó más tu relato de esta lluvia que la realidad que viví yo cuando mi casa se inundó
pero me trae tambien algún recuerdo agradable la imagen de los barquitos de papel, la inocencia de los niños, la pisadas en los charcos, sus risas... en "La esquina anegada"
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