domingo, 4 de octubre de 2009

A LAS DOS DE LA TARDE PASA ROBERTA

En mi vecindario siempre a las dos de la tarde pasa Roberta, con ese andar vacuo y vacilante de su pelo blanco y desaliñado; ella transcurre apoyándose en un carro pringoso que empuja, y en un cortejo bastante extraño se desliza con la pertinaz libertad que le otorgan los años de vagabundeo, y los perros gruñen mientras Roberta habla pujando y cuestionando los cestos de basura, y también acechando en los rincones de mi barrio, en sus veredas y detrás de los árboles. Ella avanza, y sostenidos ladridos la preceden cual truenos a la tormenta.

Nosotros sabemos que Roberta está por venir al percibir la agitación de nuestras rutinas. Ella habla y vienen luego ciertas esperas hasta que vuelve a ser escuchada. Creemos que al menos le deben responder los que nosotros no alcanzamos a distinguir detrás de nuestras cortinas, quizás porque las sombras de los tilos sean tan intensas y haya en ellas cierta soberbia o talvez porque el sol nos hace cerrar bien los ojos al mirarlo directamente. No obstante lo curioso es que a Roberta si la vemos gesticular alzando los brazos o agitando las manos y mientras va caminando de pronto se detiene y aguarda, y hay veces que se agacha, y otras hace pausas durante, para escuchar mejor, quizás para que esas personas que no alcanzamos nunca a conocer ni ver la comprendan, y siempre con los truenos precediendo su paso.

No recuerdo que hayamos escuchado a los perros de Roberta ladrar, pensamos que no han aprendido a hacerlo y por eso andan con ese gesto gruñón e intermedio como si los demás no los quisieran, como si los marginaran, como si no entendieran el que ellos están para acompañar a Roberta junto con el carro que empuja y que se llena poco a poco de las cosas que la gente va dejando u olvidando o perdiendo, cuando pasa con la premura de las agujas del reloj, como el tic tac del bastón que usa Roberta cuando se aleja del carro para resguardarse de las personas que tampoco alcanzamos a ver, pero que no son las personas con las que parece conversar, de eso nos damos cuenta porque Roberta dice en voz muy alta algunas palabras que pueden tildarse de groseras, y las dice casi a los gritos y entonces luego esgrime y sacude ese bastón que puede haber sido un paraguas o una verdad, y es en esos momentos que los perros del vecindario aumentan la cantidad de truenos.

Ahí está Roberta, la estamos viendo después del cortinado, se detiene y observa el piso, pareciera que encuentra algo, que lo mueve con el pie rozándole apenas el hálito de la vida, vemos que insiste, a veces incluso se ha sentado en el cordón de la calle esperando que vengan, que acudan a conversar con ella y que nosotros veamos e intuyamos por las gesticulaciones de Roberta. Si desde nuestra casa observamos las casas que tenemos enfrente estamos seguros, que detrás de los cortinados están nuestros vecinos escuchando y viendo las conversaciones y las trifulcas que tiene Roberta.

Hace ya varios días que no escuchamos truenos por el barrio, que no hemos visto pasar a Roberta empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por sus perros que gruñen y que no saben ladrar, y también hace días que nos hemos dado cuenta que los vecinos de enfrente ya no están escuchando detrás de las cortinas.

Hoy son las dos de la tarde otra vez y nos pareció escuchar el rumor del deseo de ver a Roberta y de escuchar unos truenos. Nos animamos a salir a la vereda porque la espera nos ha dejado con la mente anquilosada por la falta de las conversaciones de Roberta. Salimos todos juntos y atropelladamente, abrimos la puerta de calle, superamos la doble cerradura y ambos pasadores, luego el candado y la puerta reja y atravesamos el muro. Todo estaba bastante inútil por la falta de uso, asolamos la vereda y nos sentimos desacostumbrados, encima no veíamos nada por la sombra de los tilos, pero ahora escuchábamos mejor. Parecían aullidos, era un sonido compuesto de ronquidos, pensamos que quizás fueran enormes y muchos porque parecía que el tamaño del ruido que hacían no paraba de crecer y crecer.

Nos miramos un poco preocupados con los vecinos de enfrente que hacía rato no se los veía escuchar las conversaciones de Roberta cuando Roberta venía empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que gruñían y que no sabían ladrar. Los vecinos aparecieron detrás de las hilachas grises que colgaban como cortinas, tenían los rostros muy delgados y desteñidos, tanto que nos parecieron extraños, aunque eran los mismos vecinos que vivían enfrente cuando Roberta comenzó a pasar empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que gruñían y que no sabían ladrar. Nuestros vecinos murmuraban mirándonos, pareciéndonos en sus gestos repetir lo que nosotros habíamos pensado sobre ellos.

Luego de aquel día dejamos de escuchar los truenos y tampoco vimos pasar más a Roberta empujando el carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que gruñían y que nunca aprendieron a ladrar. Ahora nosotros y nuestros vecinos salimos a diario de nuestras viviendas y nuestros rostros han recuperado cierta lozanía y caminamos por las calles del barrio y de la ciudad y vamos al colegio los más chicos o a trabajar los más grandes; y en esas idas y regresos nos cruzamos con algunas personas que deambulan carros, apoyadas en frustraciones y seguidas por perros que gruñen y que no saben ladrar. Ellos van recogiendo lo que ha quedado de la época en la que en el vecindario se escuchaban los ruidos de los relámpagos y nos quedábamos en nuestras casas esperando que a las dos de la tarde pasara Roberta empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que nunca aprendieron a ladrar.

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