sábado, 7 de noviembre de 2009

En la gran calma de estas tardes hay un reloj: el mar
Justine, Lawrence Durrell


Cómo transcurrirán acaso sus horas, cómo,
se levantará quizás como siempre,
cómo recompondrá su ayer, cómo,
cómo detendrá su pensamiento, cómo
se recogerá talvez cual pequeña,
atraerá hacia sí sus blancas rodillas,
cómo abrazará su almohada, cómo

cómo transcurrirán acaso sus horas, cómo.

jueves, 22 de octubre de 2009

CUCHILLO

No sé, no lo sé y dudo y me cuestiono una y otra vez. Cómo comenzar a contar lo que me ha ocurrido, lo intento y vuelvo a pensar en si me ha ocurrido, es decir, la circunstancia se me cruzó en el camino o la habré provocado yo con esa manera irrespetuosa que tengo algunas veces de decir las cosas. No sé, y es por ahora lo único que realmente sé o parezco saber. No saber, el no sé, aparece nítido dentro de mi confusión que es diría a sapiencias total. Siento extranjero el idioma que desarrolla mi pensamiento y también estrecho el de mi cuerpo, como si aquel no fuera de éste o no le cupiera y me repito y me digo en voz alta, y casi me lo tengo que gritar: “no sé, no sé”, una vez y otra vez más, como para afirmarme, aunque más no fuera en ese latiguillo de la ignorancia que es el no saber y que tan conveniente acude ahora en mi auxilio. Y es que en verdad, no sé. Comienzo por recordar algo, pienso en anoche que me sentía muy diferente, creo que era además tan fuerte y tan sólido, que casi parecía una persona valiente. Un héroe si cabe esa expresión. Recuerdo que sentí cierto placer al ceder de aquella carne y verme tan sorprendido de mi mismo, tan consciente y maquinal. Todo pareció ser fácil e incluso diría que hasta sencillo. Pero hoy, ahora, en estos momentos en los que la madrugada hace de esta oscuridad que me rodea que todo sea más confuso… como decirlo, ¿tenebroso?, tengo temor al expresarme, dudo de las palabras que estoy por escribir y de los hechos que voy a relatar. Es que hasta mi identidad se diluye y no siento que soy el que era, y si bien el recuerdo de lo ocurrido aún persiste con una intensidad tal que me domina, he vuelto a la estúpida sencillez del ser que es humano y también que es un tipo común. Y sé con certeza que debo, que deseo y que necesito ser otra vez el de ayer, el oscuro ser que anoche hundía y se complacía y además mantenía el control sobre cada uno de aquellos, sus movimientos, mientras el cuchillo penetraba pertinaz y sin prisas, sin resistencias y sin piedad en esa blanca carne, en su abundancia blanda y voluptuosidad generosa. Qué curiosos son los pensamientos del ser humano, qué audaces y temibles pueden llegar a ser en algunas circunstancias, será así porque a nadie miran y nadie los mira. Qué juez implacable es la sola presencia de unos ojos o la claridad del día, seguramente la luz de la mañana, el aire fresco, o un rostro conocido, romperían con esa inclinación natural que hay. Al menos creo que para que ellos surjan con libertad e incontrolable perversidad, esa que atesoramos en nuestra parte más recóndita de la mente, ésa que los sentidos de alguna forma moderan y hasta diría que controlan, ¿controlan o exacerban?, la noche, el silencio y la soledad, deben aunarse, rara avis, como si de un eclipse tríptico se tratara. Me comprenderá el que alguna vez escuchó el ruido de un hueso que se parte o astilla. Cuando esto ocurre, nuestros movimientos se detienen, nos volvemos alertas, aguzamos la sensibilidad del oído, aspiramos profundamente y extendemos los dedos de la mano queriendo percibir el motivo de aquel extraño y espantoso sonido, y luego gritamos porque sentimos o creemos sentir un dolor intenso, aunque en realidad es el temor a sentirnos vulnerables y a darnos cuenta de que podemos rompernos. Entonces la vista recorre con velocidad el entorno y no damos el siguiente paso hasta que cierta normalidad retorna, hasta que como ahora mientras esto escribo reconocemos los objetos, el olor y los ruidos habituales de la hora y de nuestro cuerpo, y entonces ocurre que los vamos asimilando de a sorbos en nuestra mente, incorporándolos, deduciéndolos y comprendiéndolos hasta el horror. Me apresuro porque un riesgo de cielo ha comenzado a insinuarse en el ángulo superior izquierdo de la ventana, y se me va diluyendo la ferocidad, la avidez malsana que tenía cuando comencé a escribir. Ah!, esta naturaleza primaveral está despertando y eliminando mis bajezas y hasta comienza a darme pudor y vergüenza seguir aquí sentado como escondiéndome del destino que minuto a minuto reclama. No puedo evitar que mis pulmones se hinchen del fresco rumor de un día espléndido, no puedo dejar de observar las intermitentes cadencias entre estos párrafos, que como las copas de los árboles se balancean con la brisa y me hostigan con su imponente verdor. Dudo si realmente soy un ser de la noche oscura como pensé, es que al ver sobre la mesada los cubiertos y los platos de la cena todo parece tan normal. Habré soñado entonces, habré mentido, me habré engañado. Voy a dejar de escribir porque me siento otra vez desnudo ante tanta observación de este mundo bello. Aguardaré que el día marche, esperaré pacientemente y sonriendo hipócritamente que todo pase y se aletargue. Me lavaré el rostro e higienizaré mis dientes, saldré a hacer las compras, almorzaré, talvez incluso saque a pasear al perro. Si mis actividades me lo permiten dormiré un rato luego del almuerzo, hojearé el periódico y encenderé el televisor. Llamaré a mi madre y hablaremos del tiempo y de la salud, le preguntaré por sus novedades y su cortesía le hará preguntarme que hay de nuevo en mí, y entonces ocultaré el cuchillo en la despensa, en la alacena más alta de mi pensamiento, le diré que estoy bien y que el día está hermoso, le mandaré un hasta mañana y colgaré el teléfono. Y quizás vuelva a llamarla. Mañana. Por supuesto que será luego de haber guardado una vez más el cuchillo, ya limpio, en la alacena.

sábado, 17 de octubre de 2009

Y cuando todos durmieran

Y cuando todos durmieran
recorrería descalzo sus sueños/ para no despertarlos
adelantaría mi mano hasta casi tocarlos/ para sentir su tibieza
robándoselas/ y…
me pincharía con una rueca/ saber que estoy soñando/
o quizás como en los cuentos/
dormiría cien años…

miércoles, 7 de octubre de 2009

REFLEXIONANDO SOBRE LOS CRONOPIOS DE CORTAZAR

FLOR Y CRONOPIO
Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos.
Primero la va a arrancar,
pero piensa que es una crueldad inútil
y se pone de rodillas a su lado
y juega alegremente con la flor,
a saber: le acaricia los pétalos,
la sopla para que baile,
zumba como una abeja,
huele su perfume,
y finalmente se acuesta debajo de la flor
y se duerme envuelto en una gran paz.
La flor piensa: "es como una flor"
Julio Cortázar
REFLEXIONANDO SOBRE LOS CRONOPIOS DE CORTÁZAR
Ellos resisten y se ubican como esos pastitos que nacen en la juntura de las veredas; se los combate una y otra vez con toda clase de productos y cuando se piensa que fueron exterminados se los ve resurgir renovados y fortalecidos… como desafiando a los que los quisieron eliminar.
Muchas veces parecen protestar como locos y no se los entiende. Es que para comprenderlos habría que ser de corazón verde flúo… y Vivir el presente…
Ven un banco vacío en una plaza y ya se están imaginando los novios que estuvieron y los que vendrán. Y entonces van y se acurrucan detrás de un árbol a esperarlos.
Cuando se les pide que se queden callados miran a su interlocutor con asombro; entonces al ver la preocupación reflejada en su rostro le dicen a su estómago que deje de hacer ruiditos de alegría.
Cuando están enamorados se paran en una esquina del barrio donde viven y a cada persona que pasa le cuentan que están enamorados. Ver la cara que ponen las personas los hace sentirse muy tristes, tanto que se olvidan porqué estaban ahí en la esquina parados.
Cuando leen las biografías de gentes que han dejado de alguna forma su impronta en el mundo, se imaginan a alguien leyendo sobre ellos… y se vuelven más y más cronopios.
Por un cronopio mayor:
"Molestarse, enojarse, discutir o entristecerse podría evitarse postergando esas sensaciones para el día siguiente. He comprobado que luego de dormir y amanecer un nuevo día la mayoría de esas cosas carecen de importancia, se vuelven pequeñas y de fantasía. Si el malestar perdura entonces sí eran importantes, pero aún en este caso el tiempo le habrá dado la pausa que necesitaba para no hacer o decir algo de lo cual deba lamentarse luego al recordarlo. "
Por un cronopio sabio:
"Cuando todo es fiesta hay que vivir el presente, cuando hay tensión y tristeza mejor vivir el futuro. "
Por un cronopio sensible:
"Hablar me resulta difícil, pero hacerlo por teléfono me hace sentir patético. "



Los cronopios que llevamos dentro

Cuando escribimos lo hacemos motivados por diversas circunstancias; la lectura, el estado de ánimo, el ámbito en el que vivimos; todos estos echos y muchos otros son los que vibran y despabilan esos muchachitos inquietos que llevamos dentro. A veces estos muchachitos discuten demasiado y nada bueno surge; algunos dudan, otros se pelean, aquellos se quedan dormidos… y esto hace que el texto fracase. Pero si los muchachitos juegan para el mismo equipo y entonces unos ponen la música adecuada, otros la pava al fuego, alguno busca un papel, hace un bollito y se lo tira a otro, éste toma un lápiz y usa el bollito de papel, entonces la magia va surgiendo y surgiendo… ahora nomás veo a dos de ellos que conversan bajito para no llenarse rápidamente la panza…
Me pasa a veces que me llega una idea y la manipulo, la sazono, y cuando voy a emitirla duda en salir porque aún no he aprendido a despojarme totalmente de tanto tiempo de… costumbres y prejuicios… si dejo que la lapicera o el teclado que esto plasma sea libre, haría un desastre…

domingo, 4 de octubre de 2009

A LAS DOS DE LA TARDE PASA ROBERTA

En mi vecindario siempre a las dos de la tarde pasa Roberta, con ese andar vacuo y vacilante de su pelo blanco y desaliñado; ella transcurre apoyándose en un carro pringoso que empuja, y en un cortejo bastante extraño se desliza con la pertinaz libertad que le otorgan los años de vagabundeo, y los perros gruñen mientras Roberta habla pujando y cuestionando los cestos de basura, y también acechando en los rincones de mi barrio, en sus veredas y detrás de los árboles. Ella avanza, y sostenidos ladridos la preceden cual truenos a la tormenta.

Nosotros sabemos que Roberta está por venir al percibir la agitación de nuestras rutinas. Ella habla y vienen luego ciertas esperas hasta que vuelve a ser escuchada. Creemos que al menos le deben responder los que nosotros no alcanzamos a distinguir detrás de nuestras cortinas, quizás porque las sombras de los tilos sean tan intensas y haya en ellas cierta soberbia o talvez porque el sol nos hace cerrar bien los ojos al mirarlo directamente. No obstante lo curioso es que a Roberta si la vemos gesticular alzando los brazos o agitando las manos y mientras va caminando de pronto se detiene y aguarda, y hay veces que se agacha, y otras hace pausas durante, para escuchar mejor, quizás para que esas personas que no alcanzamos nunca a conocer ni ver la comprendan, y siempre con los truenos precediendo su paso.

No recuerdo que hayamos escuchado a los perros de Roberta ladrar, pensamos que no han aprendido a hacerlo y por eso andan con ese gesto gruñón e intermedio como si los demás no los quisieran, como si los marginaran, como si no entendieran el que ellos están para acompañar a Roberta junto con el carro que empuja y que se llena poco a poco de las cosas que la gente va dejando u olvidando o perdiendo, cuando pasa con la premura de las agujas del reloj, como el tic tac del bastón que usa Roberta cuando se aleja del carro para resguardarse de las personas que tampoco alcanzamos a ver, pero que no son las personas con las que parece conversar, de eso nos damos cuenta porque Roberta dice en voz muy alta algunas palabras que pueden tildarse de groseras, y las dice casi a los gritos y entonces luego esgrime y sacude ese bastón que puede haber sido un paraguas o una verdad, y es en esos momentos que los perros del vecindario aumentan la cantidad de truenos.

Ahí está Roberta, la estamos viendo después del cortinado, se detiene y observa el piso, pareciera que encuentra algo, que lo mueve con el pie rozándole apenas el hálito de la vida, vemos que insiste, a veces incluso se ha sentado en el cordón de la calle esperando que vengan, que acudan a conversar con ella y que nosotros veamos e intuyamos por las gesticulaciones de Roberta. Si desde nuestra casa observamos las casas que tenemos enfrente estamos seguros, que detrás de los cortinados están nuestros vecinos escuchando y viendo las conversaciones y las trifulcas que tiene Roberta.

Hace ya varios días que no escuchamos truenos por el barrio, que no hemos visto pasar a Roberta empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por sus perros que gruñen y que no saben ladrar, y también hace días que nos hemos dado cuenta que los vecinos de enfrente ya no están escuchando detrás de las cortinas.

Hoy son las dos de la tarde otra vez y nos pareció escuchar el rumor del deseo de ver a Roberta y de escuchar unos truenos. Nos animamos a salir a la vereda porque la espera nos ha dejado con la mente anquilosada por la falta de las conversaciones de Roberta. Salimos todos juntos y atropelladamente, abrimos la puerta de calle, superamos la doble cerradura y ambos pasadores, luego el candado y la puerta reja y atravesamos el muro. Todo estaba bastante inútil por la falta de uso, asolamos la vereda y nos sentimos desacostumbrados, encima no veíamos nada por la sombra de los tilos, pero ahora escuchábamos mejor. Parecían aullidos, era un sonido compuesto de ronquidos, pensamos que quizás fueran enormes y muchos porque parecía que el tamaño del ruido que hacían no paraba de crecer y crecer.

Nos miramos un poco preocupados con los vecinos de enfrente que hacía rato no se los veía escuchar las conversaciones de Roberta cuando Roberta venía empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que gruñían y que no sabían ladrar. Los vecinos aparecieron detrás de las hilachas grises que colgaban como cortinas, tenían los rostros muy delgados y desteñidos, tanto que nos parecieron extraños, aunque eran los mismos vecinos que vivían enfrente cuando Roberta comenzó a pasar empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que gruñían y que no sabían ladrar. Nuestros vecinos murmuraban mirándonos, pareciéndonos en sus gestos repetir lo que nosotros habíamos pensado sobre ellos.

Luego de aquel día dejamos de escuchar los truenos y tampoco vimos pasar más a Roberta empujando el carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que gruñían y que nunca aprendieron a ladrar. Ahora nosotros y nuestros vecinos salimos a diario de nuestras viviendas y nuestros rostros han recuperado cierta lozanía y caminamos por las calles del barrio y de la ciudad y vamos al colegio los más chicos o a trabajar los más grandes; y en esas idas y regresos nos cruzamos con algunas personas que deambulan carros, apoyadas en frustraciones y seguidas por perros que gruñen y que no saben ladrar. Ellos van recogiendo lo que ha quedado de la época en la que en el vecindario se escuchaban los ruidos de los relámpagos y nos quedábamos en nuestras casas esperando que a las dos de la tarde pasara Roberta empujando su carro apoyada en su paraguas y seguida por los perros que nunca aprendieron a ladrar.