jueves, 27 de noviembre de 2008

LOS TERCEROS DOMINGOS DE OCTUBRE

“Me contó la abuela que la primera noche de casados,
el abuelo Jerónimo la pasó sentado a la puerta de la casa,
a la espera de los celosos rivales,
que habían jurado ir y apedrearles el tejado.”
Las pequeñas memorias, José Saramago.


Ella va y viene por la cocina con sus pasos nudosos, traslada una jarra de lugar, guarda aquel plato, coge el repasador y luego cambia la bolsa del cesto de la basura. Ella va y viene por la cocina, y su andar revela la expresión de silencios diferentes. No son esos silencios en los que faltan los sonidos, no, son aquellos otros, de cuando Ella va y viene por la memoria de las ausencias, de cuando traspone el living de las visitas que no llegan, de cuando recibe esas cartas de postales, tan breves. Sonidos, silenciosos sonidos de mis llamados apresurados, mientras Ella va y viene por la cocina.

Me parece verla ahora que estoy escuchando el agua rodar por la pileta de la cocina, la oigo descender por los desagües, hervir en la pava olvidada sobre el fuego, la vuelvo a escuchar chapoteando como la lluvia en el corredor del patio, yendo y viniendo por las grietas de las mejillas, surcos de tantos días de ir y venir por la cocina. Ella se sienta y se levanta una y otra vez, sin prisa y también sin espacios para las alegrías, Ella va por un vaso de agua y enseguida regresa por la botella, ahora acomete una cesta con pan y de pronto, se detiene observándola. Abre la heladera y la vuelve a cerrar sin introducirse en el frío de la nostalgia, Ella disimula, olvida su necesidad fisiológica en aquella hora en que su necesidad de afecto la atormenta. Ella sigue yendo y viniendo por la cocina.

Ella va y viene por la cocina sin explicar esa costumbre de silencios que paradójicamente le hacen compañía, que le indican el camino, y entonces su espalda menuda y redondeada marcha inclinada sobre la merienda, y se le resquebraja como un cartón, se le escuchan los crujidos arrugados y aplastados, previos, a punto de tirarse en el depósito de los desperdicios, mezclándose con el revolver áspero de la cuchara en el azúcar.

Ella va y viene por la cocina y se voltea una y otra vez, intuyéndome, adivinándome, y hay veces en las que sonríe encontrándome, su rostro adquiere una forma de éxtasis muy particular y le surge la sonrisa cómplice. Ésa, que se parece a la de aquel tiempo en el que siendo adolescente, me inclinaba con empeño sobre las carpetas y los libros del colegio, mientras Ella iba y venía por la cocina.

Ahora Ella sonríe y pestañea, la veo hurgando meticulosa mis diferentes formas de silencio. Las de aquel muchacho, que luego del almuerzo y cuando la casa se aletargaba en el caluroso verano, remontaba los baldíos del barrio. O las de ese joven que en las madrugadas se arropaba apurando el paso, volviendo siempre solitario, por la avenida de los perfumes y de los humos.

Ella va y viene por la cocina y soy parte de su ir y venir, de su compañía de silencios, de las visitas que no llegan o que se marchan apresuradas. Ella va y viene por la cocina, de mi crecerle lejos y de mi morirle cerca. Ella va y viene por la cocina, y cada vez va más, y viene menos, y ya no vuelve de aquellos diálogos exentos de palabras.

Ella no vuelve a esta actualidad de ausencias de mí.

Ella no volvió finalmente de allá, cuando iba y venía por la cocina tropezándose con mi andar flaco que le amenazaba el futuro, y que aún así, Ella iba y venía, y persistía, y me rozaba, y me tocaba, y me vivía.

Octubre 2008

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