sábado, 1 de junio de 2013

GOTEO

Posiblemente sea parvovirus, dijo el veterinario. El olor dulzón inunda el ambiente en el que estoy, y un sonido a borbotones lo acompaña, la asistente con cara de trágica circunstancia se detiene en la puerta semiabierta al escucharlos.
Es la hora en que las familias se reúnen alrededor de una mesa para cenar. Yo en este caso, me encuentro observando la pausa que hay entre gota y gota, cuento las gotas, mido con números el tiempo que las separa, el goteo del suero que no debe dejar de ocurrir. Cuando algo me distrae y pierdo el ritmo de las gotas, me inquieto y vuelvo otra vez a comenzar la cuenta.
Aquí, todo es silencio y la vida es una imagen de fotografía, pero la mente no descansa y me distraen los pensamientos del ritmo del goteo.

El momento, el instante que separa la vida de la muerte, se parece al efímero espacio entre dos gotas. Me aferro de alguna forma al goteo que mantiene la vida del cachorro echado sobre la camilla de acero inoxidable. Su pelaje se ha vuelto hirsuto, y ha comenzado a ralearse en el costado de las patas. Él no me mira, la deshidratación inesperada y violenta, vaya a saber adonde habrá llevado sus recuerdos. Sus instintos naufragan por el momento, no es más que un cuerpo maltrecho de cincuenta días.

Ciro ha dejado de comer hace dos días, tampoco resiste su organismo retener el poco de agua que intentamos darle a beber. La mujer mira al perro y luego me mira, no se acerca, tampoco dice nada, mantiene una distancia apática y acostumbrada de ver animales en este estado, donde el goteo y el silencio bordean  la existencia.
La luz blanca de tubos fluorescentes duele, y rebota con el olor que se ha desprendido de los intestinos. Un hilo oscuro y amarronado se desliza por la camilla sin dificultad, al llegar a una esquina que forman el cuerpo y los bordes de la misma, un pequeño lago nace y crece. Sangre. No quiero mirar pero miro. No quiero estar acá pero estoy. El olor obliga,“Me quedo”, digo cuando el médico confirma que ya puedo irme. El goteo y esperar. Esta raza es de las más propensas, una tranquilidad, concluye: “No es contagioso para el hombre”.

Sobre el respaldo de la silla el collar rojo. El ritmo cardíaco dista de ser regular. El aire caliente del calefactor sisea y le solivianta el pelo, se lo esponja, hay cierta placidez que se parece mucho al alivio. Aparecen unos movimientos desordenados, una pata, un imperceptible ronquido, el regusto a la sangre se siente en la saliva, y la lejana, la remota satisfacción de sentirme mejor por haberme quedado.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

conmovedor. car

Anónimo dijo...

siempre es bueno leerte Daniel. Mirta

Anónimo dijo...

Me gusta ese cierre en el que no se sabe como termina.Patricia